El inolvidable ‘Auto de fe’ de Elías Canetti

Marca de fuego

Publicada originalmente con el título 'El Deslumbramiento', se trata de una lectura sobre la especie humana, un reflejo de sus paradojas y posibilidades.

Elías Canetti, escritor y pensador. (Wikimedia Commons)
Gabriela Torres Cuerva
Ciudad de México /

Al hablar de libros, siempre tengo la tentación de confirmar que muchas lecturas se podrían haber ahorrado con tan solo leer uno. Cada año reivindico este pensamiento y fortalezco mi admiración por Auto de fe de Elías Canetti. Un libro supremo entre los libros vivos y los muertos, porque los libros también mueren: unos caen vencidos al paso del tiempo; otros dejan su marca de hoja seca en la memoria, es decir, sabemos que los leímos pero nos cuesta expresar aquello que sentimos o el punto en la memoria que reverdece al evocarlo; y otros, los significativos, los que no se olvidan aunque pase el tiempo, permanecen en la punta de la lengua cuando alguien pregunta: ¿cuál es el libro que marcó un antes y un después en tu carrera como lectora?

Mi mayor ofrenda es para Auto de fe, la única novela de este autor alemán, publicada por primera vez en Viena en 1935 con su nombre original El Deslumbramiento (Die Blendung), todo esto con Hitler en el poder y pocos años antes de la Guerra Civil en España. La novela fue prohibida por los nazis y dada a conocer con fuerza después de que surgió Masa y poder en 1960.

Hablar de los personajes ofrece diversas variables y todas ellas interesantes para el análisis o la interpretación. Peter Kien y Teresa Krumbholz están tan poderosamente configurados que deberían ser enaltecidos en el mundo literario o al menos mencionados en tertulias o coloquios.

La fuerza narrativa es extraordinaria: no intenta dar cuenta de una tragedia histórica, sino que perfila con calidad ingenieril la odiosa pero necesaria jerarquización entre los sabios y los tontos, además de hacer juegos alternos con otros niveles de poder, como la transición entre las distintas personalidades de ambos, en las que el poder queda en manos de uno o de la otra cuando menos lo esperamos.

El personaje protagonista, Peter Kien, es un sinólogo que no tiene deseo alguno de prestar un gramo de atención a alguien y mantiene la costumbre de mirar por sobre la gente. Una manera por demás inteligente para quitarlos de su vista sin necesidad de hacer contacto visual o un intercambio inútil de palabras. Escucha con cuidado las voces de su instinto, el que lo guía a sus paseos entre las siete y las ocho de la mañana “para respirar el aire de otros libros”.

Considera tan inútil como innecesario descifrar los cánones de comportamiento, tan cambiantes y escurridizos, de todas las personas sin excepción. No está dispuesto a sufrir las condiciones precarias del pensamiento de los demás: tiene la certeza de estar en un peldaño tan superior que su vista es alcanzada por pocos, con lo que la ecuación de mirar a los otros y de que lo miren queda perfectamente controlada, hasta que se aviva en él la importancia de contratar a alguien que lo ayude a cuidar su biblioteca: es cuando llega Teresa.

Con el paso de los años, Kien se habitúa mentalmente a la presencia de su ama de llaves, con desgano y sin preocuparse demasiado en conjeturas: la reconoce como una mujer totalmente ajena a los libros y la que no constituye en sí un peligro para seguir con su vida de estudio y análisis, que al fin a un sinólogo con eso le basta y le sobra. Da la impresión de que la ve como a una persona inofensiva, y con el ánimo de seguir contando con ella para cumplir con su tarea prioritaria: preservar su biblioteca intentando siempre mantenerla en óptimo estado, y acicateado por el sueño donde su biblioteca se incendia, decide proponerle matrimonio, a lo que ella acepta de inmediato.

Teresa, una mujer sencilla sin pretensiones mayores que sobrevivir cada día, se convierte en alguien capaz de torturar y maltratar de las maneras más ingeniosas y crueles. Kien, desprotegido en las cuestiones mundanas, ignorante de las artimañas de ciertas personas para conseguir lo que desean, vadea sus ataques hasta que es arrojado de su departamento por su esposa.

Es un punto de quiebre en la trama: Kien pierde el control de lo que hasta entonces ha sido su espacio y comienza a ser devorado por Teresa. Sigue en su mundo de libros y personajes literarios, mitológicos e históricos, con quienes convive y elabora ideas por horas y horas, mientras Teresa toma decisiones desde su nueva posición: solicita dinero para comprar muebles, reparte las cuatro habitaciones entre los dos, y palmo a palmo nos va dejando en una sensación de desamparo al añorar a la otra Teresa que llega un día agradecida y dócil por la oportunidad de tener un mejor empleo.

La transición de los personajes parece sostenerse en un cable de alta tensión ante la mirada del lector: así, en suspenso, de pronto nada sucede y súbitamente todo pasa. Teresa y Kien van y vienen en sus respectivas ocupaciones, mientras hábilmente Teresa se va apoderando de la casa y, literalmente, de Kien. La novela, apenas en su primera parte, nos muestra a una ama de llaves­esposa capaz de maltratar y de reducir a Kien en una piedra para protegerse: “Petrificarse era una forma de castigarla”. Es tan fuerte el influjo del detalle narrativo en las dos personalidades, que de pronto dan ganas de suspender la lectura y pensar un poco en lo que siente o percibe el agraviado o el agresor, la víctima o el verdugo. En un juego de espejos, también somos susceptibles de ser puestos en la mira y observados por el ojo avizor de la crítica personal.

En apariencia, Kien es el poderoso, el sabio, el estudioso, el filólogo aclamado internacionalmente, el hombre. Esto último, dada la apertura de conciencia y la inclusión en las renovadas maneras de comunicarnos, puede sonar misógino. La novela de Canetti abunda en oraciones o párrafos completos que denotan una postura narrativa —y se sabe que las épocas tienen mucho que ver con los cambios en la cultura comunicacional y la manera en que interactuamos con nuestro entorno— asumida por el autor y llevada con excelencia por las páginas, donde el autor expresa en tercera persona el leitmotiv de Kien cuando desprecia, ignorándolas, a Teresa y a las mujeres en general: “Que los alemanes hubieran feminizado lo más valioso que tenían, las ideas abstractas, era una de esas barbaridades inconcebibles con que anulaban sus propios méritos. En lo sucesivo él santificaría con sufijos masculinos todo cuanto se refiriese a Dios”.

Auto de fe, una novela plena de aristas por donde abordarla, tiene tintes quijotescos, tanto con Sancho que bien podría ser representado por el enano Fischerle como por los molinos de viento, con la aparición de algunos de los compañeros de Kien en la soledad, en sus sueños, entre sus libros, en un territorio inadmisible para Teresa por “ignorante, inculta, atea y por carecer de pasado”, tanto que apenas se le ocurriese poner un pie en la tremenda reunión con sus libros, el propio filósofo Meng Tse habría sido capaz de marcharse dejando a Kien con la palabra en la boca.

Auto de fe no es una novela para leerse una sola vez y olvidarla en un estante. La consigna es regresar. Es un asunto de tiempo: nunca serán los mismos ojos los que leyeron hace diez años que hoy o que dentro de un año. En especial con una novela de este calibre, de una belleza desmedida y monstruosa, es imposible, aun para la mente más avezada, aprehender todas las posibilidades de una sola vez.

Los espejismos, delirios y realidades de Kien se parecen entre sí de manera significativa. Todos ellos remueven el mundo interior del personaje: busca en ellos alcanzar lo que en la vida le es imposible. La inclusión del ajedrez como eje temático de una de las aventuras, nos sitúa ante el espectáculo de dos personalidades igualmente antipáticas: Fischerle, el enano habitante de un submundo que vive obsesionado con la idea férrea de convertirse en campeón mundial de ajedrez y al que le repugna la gente común tanto como a Kien.

Auto de fe es una lectura que desacomoda, y no hay mayor delicia para un lector: identificar en la historia la paradoja de lo detestable y lo admirado, lo mejor y lo peor de la especie humana, haciendo gala de una estrategia grotesca con las tres puntas bien afiladas de lo extravagante, lo ridículo y lo absurdo. Lo declaro de nuevo: mi amor incondicional por el genuinamente odioso Elías Canetti seguirá vivo y latiendo, como esta obra maestra.

Texto tomado del libro 'Marca de fuego. Experiencias de escritores en torno a la lectura', coordinado por Jorge Souza Jauffred y Godofredo Olivares y publicado por la Universidad de Guadalajara.

AQ

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