En Madrid, el martes 19 de abril de 1617, cuatro días antes de su muerte por él mismo prevista con solo un día o tal vez solo unas horas de diferencia (pues en una de las páginas más conmovedoras de las letras castellanas predice que “al paso de las efemérides de mis pulsos, que, a más tardar, acabarán su carrera este domingo, acabaré yo la de mi vida”, y se adelantó a morir el sábado 23), don Miguel de Cervantes dedicaba a su mecenas el conde de Lemos el libro en que habría estado trabajando con sus últimas fuerzas, y del cual apenas cuatro meses antes, en la dedicatoria del mismo benefactor, decía que sería “o el más malo o el mejor que en nuestra lengua se ha compuesto, quiero decir de los de entretenimiento, y digo que me arrepiento de haber dicho el más malo porque según la opinión de mis amigos ha de llegar al estremo de bondad posible”.
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El libro se titulaba y titula Los trabajos de Persiles y Sigismunda, historia Setentrional, y que en el poema del mismo Cervantes Viaje del Parnaso menciona como “el gran Persiles”, no es en realidad ni el más malo ni el mejor de los de su género y de los de lengua castellana. Por lo pronto, no es desdeñable dentro de la vasta obra cervantina. Es verdad que ha quedado valuado por debajo no solo del Quijote, sino además de las Novelas ejemplares, los Entremeses, la tragedia Numancia, y acaso por debajo del nivel de la letárgica novela pastoril La Galatea o los laboriosos tercetos endecasílabos del viaje parnasiano. Un típico libro de divulgación sobre las letras españolas decía lo siguiente: “La densa acción apenas deja espacio a la humanidad de los protagonistas, que diríanse faltos de vida […]. En cuanto a su famoso humorismo, vemos solo pálidos y poco frecuentes rasgos […]. Faltan los elementos típicos de su vena creadora […]. Cervantes no era siempre buen crítico de sí mismo”.
Pero…
Si es verdad que el Persiles es una obra menor en relación con el Quijote, no resultaría nada despreciable bajo la firma de cualquier autor del siglo. Despojada de algo de su retórica, de sus evidentes morceaux de bravoure, se la podría aun hoy considerar una obra maestra como libro de los de entretenimiento, y digna de ocupar un estante al lado de autores hoy rescatados del menosprecio en que se tenía el género de aventuras.
Como seguramente intuía el mismo autor, el argumento se habrá ido formando en una improvisación sobre la marcha. El plan enredado de la novela, sometido a constantes contingencias y coincidencias de la intriga y la acción, enriquecido con otros casos de amores contrariados y lanzados a la aventura, permite al autor obedecer a su fantasía como a una lírica y épica embriaguez, entregando todos sus personajes a la tornadiza Fortuna, a la influencia de un destino ciego que juega con la Naturaleza y los seres humanos. A final de cuentas, esa indecisión, por lo demás, no es demasiado extravagante, porque lo que de la novela nos importa no es la psicología de sus personajes, sino precisamente ese sugestivo esbozo de sombras impersonales y fugaces que se mueven en un mundo como soñado y en el que la acción seguiría el dictado de una voluntad más musical que argumental o dramática.
LVC