El maldito trombón

Toscanadas | Nuestros columnistas

Todos recibimos uno al nacer o al elegir una carrera, al decidir no estudiar, al tomar un primer empleo... Cada uno sabrá si le apasiona o si está a tiempo de huir.

“¡Ese maldito trombón! ¡No podré librarme de él en la vida!”. (Shutterstock)
David Toscana
Ciudad de México /

En la novela El camarero, de Iván Shmeliov, aparece un personaje que toca el trombón. Él maldice el momento en que tal instrumento musical cayó en sus manos. Piensa que su vida pudo ser otra, mucho más feliz, que la de estar soplando notas en los jardines de verano, bailes o desfiles militares.

El músico, de nombre Cherepajin, se enamora de una muchacha. Ella le hace burla: “Siendo usted tan grande y tan forzudo, ¿no le da vergüenza de tocar el trombón como si fuera un niño? Si, al menos, tocara usted el piano… ¡El trombón ni siquiera es un instrumento musical!”.

Él sabe que pudo ser gran pianista, que tiene “unos dedos muy a propósito”, pero nunca tuvo dinero para comprar un piano. Entonces cae en el desconsuelo: “¡Ese maldito trombón! ¡No podré librarme de él en la vida!”.

Llega el momento en que quizás lo reclutarán en el ejército. “¡Si al menos pudiera hacer ver en la guerra de lo que soy capaz! Pero no; seguiré tocando este endemoniado trombón”.

En un arranque de atolondramiento, vende el instrumento y se queda sin modo para ganarse la vida. Pasan unos días y el narrador nos dice: “Ya no encontré a Cherepajin: había acabado de volverse loco y le habían llevado a una clase de orates”.

La novela de Shmeliov cuyo título directo del ruso sería El hombre del restaurante, trata al trombonista como personaje secundario. Pero quizás habría sido más interesante escribir El hombre del trombón. Sólo quizás.

Principal o secundario, lo importante es que el lector se dé cuenta de que todos recibimos un trombón al nacer o después, al elegir una carrera, al decidir no estudiar, al tomar un primer empleo, al revisar los avisos de ocasión, al elegir una pareja para el matrimonio.

Cherepajin tenía una infinidad de posibilidades. Pero el día que le sopló a la boquilla del trombón, la infinidad se convirtió en unidad: Cherepajin no fue banquero ni soldado ni escritor ni funcionario ni médico ni filósofo ni matemático sino trombonista. Sus sueños tenían poco que ver con el instrumento. Lo que él tenía eran fantasías. ¿Qué habría sido de mí si nunca hubiese caído en mis manos ese trombón?

Usted, amigo lector, amigo Cherepajin, según su edad y sus arrestos, sabrá si le apasiona su trombón, o si está a tiempo de huir del trombón, o si ya no le queda sino la inercia de sacarle notas desafinadas al maldito trombón.

​AQ | ÁSS

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