5 de febrero de 1944. Weimar, Alemania
José Luis ha dormido diecisiete noches completas en la barraca 60 del Campo Pequeño. Un joven francés de mejillas rosadas y ojos saltones que cumplía el primer turno de vigilar los movimientos de las ss en la Appellplatz llega agitado al comedor.
Marcel, Marcel —exclama alterado frente a la mesa de madera—. Los guardias...
—¿Vienen para acá? —pregunta un preso de pómulos saltones y ojos color miel. Hasta hace un momento, conversaba con otro interno francés y rostro de niño llamado Paul y con José Luis.
No lo sé, pero están agrupándose en la explanada. Son muchos.
El grupo de prisioneros se pone de pie de un salto para encaminarse a la salida. No obstante, antes de que lleguen a la puerta, los tres franceses caen en cuenta de que el mexicano no los sigue. A lo lejos observan a la figura delgada de José Luis internarse entre los prisioneros y las literas de tres niveles, de donde cuelgan ropas y utensilios de los presos. Al fondo, en una banca de madera, encuentra sentado Feliciano Catalán. Detrás de él, Celso Iglesias descansa sobre su colchoneta de paja cubierto por una delgada manta y con la cabeza recargada en su plato de lámina.
—Vamos. Rápido. Tenemos que irnos —dice nervioso José Luis tratando de no llamar la atención del resto de los prisioneros.
Sin cuestionar la razón de la repentina urgencia, el joven de ojos bicolor sacude el hombro de su compañero para despertarlo y ponerlo de pie. Los tres atraviesan el corredor hasta llegar a la salida del bloque, donde aún encuentran a los franceses.
—Non, non... Ce nʼest pas possible... —asegura Marcel con molestia, señalando la figura aletargada de Celso—. Esta vez no puedes llevarlo.
—¿Por qué no, cabrón? Está con nosotros, lo sabes.
—Porque la última vez casi nos descubren por su culpa.
Nervioso, el preso de mejillas rosadas que vigilaba la plaza vuelve a dejar el barracón sin que nadie lo siga.
—Tenemos derecho de llevar a Celso —protesta el mexicano—.
Igual que ustedes, Feliciano y yo hemos hecho guardia día y noche, en medio de la lluvia y el frío. Ese fue el acuerdo, Marcel.
—Solo míralo, Joseph. No ha mejorado nada que desde que llegamos aquí —dice el francés aquí conocido por haber sido detenido en la ciudad de Reims por colaborar con la Resistencia francesa como espía.
—Eso es mentira. —Feliciano encara al francés, indignado—. Está mucho mejor. Debe ir con nosotros.
—Por favor. —Su tono es de fastidio—. En su condición, ni siquiera creo que los ss lo seleccionen para ir a trabajar a la mina.
Los ojos de Feliciano se incendian como lava ígnea, y José Luis consigue detenerlo antes de que se abalance sobre el francés.
—Caballeros, por favor —suplica, mirando nervioso a su alrededor y tratando de contener los ánimos.
Paul, el francés con rostro de niño, advierte al grupo que los presos criminales de Schäfer, el Kapo alemán del bloque, acaban de pasar y no tardarán en volver. En este momento todos saben que esos presos criminales son las orejas y los ojos que se mantienen alerta al interior del bloque, en búsqueda de cualquier señal de conspiración por parte de los internos.
—Escucha, Marcel —José Luis le habla muy cerca—. No voy a arriesgarme a descubrir si Celso es útil o no en la mina porque, si esos desgraciados se lo llevan y no regresa, todo lo que hemos hecho por él no habrá servido de nada.
Feliciano y José Luis se las han arreglado para mejorar la salud de Celso desde que ingresaron al campo de cuarentena. Cada día le han cedido por lo menos la mitad de su ración de alimentos; aprendieron a formarse al final de todos los internos del bloque durante la cena para recibir los asientos del estofado soso que en ocasiones puede incluir alguna pieza de vegetales o, con suerte, un trozo de carne; por lo regular lo complementan con un poco de chocolate o pan que consiguen gracias al intercambio de alguna de las monedas que filtraron con ellos. La participación con los tres franceses, por su parte, forma parte del riguroso plan de vigilancia a la rutina de los guardias diseñado por Marcel. Al estar al tanto de los movimientos de sus captores, han evitado realizar trabajos deleznables dentro y fuera del campo durante poco más de dos semanas.
Gustave, el preso de las mejillas rosadas, regresa al interior del dormitorio mucho más agitado.
—Vienen para acá. Debemos largarnos.
Con el tiempo y los guardias encima, los internos aguardan ansiosos las instrucciones de su líder.
—Mira, Joseph —inicia Marcel sin que parezca importarle la apremiante situación—. Escuché que en cualquier momento habrá un traslado masivo de prisioneros.
—Allez, Marcel, debemos irnos. —Un nervioso Paul urge a su compañero.
—También lo sabía —confiesa José Luis.
—¿Lo sabías y no nos lo dijiste? —Marcel examina con suspicacia al mexicano—. Entonces supongo que también sabrás del examen médico que nos espera y que, si no nos encuentran aptos para trabajar en las instalaciones, nos eliminarán.
—Sí, también lo sé. Y también sé que si esos hijos de puta nos encuentran ahora mismo aquí, seremos los primeros en formarnos afuera.
Angustiados, los presos se miran unos a otros.
—Celso no superará ninguna prueba médica. No veo la necesidad de llevarlo con nosotros.
—No dejaré a Celso atrás, Marcel. Es mi última palabra —sentencia José Luis con firmeza.
Gustave los azuza desde la puerta para que se pongan en marcha.
—Será tu responsabilidad si no escapamos de esta. —El francés apunta a José Luis con un dedo. Luego, les indica con un gesto que salgan a toda prisa.
Los tres franceses, los dos españoles y el mexicano se escurren presurosos al exterior de la barraca 62 del Campo Pequeño.
El grupo camina sobre la larga y fangosa calle que forman el edificio de su dormitorio y los bloques 59 y 53 tan rápido como les es posible. Intentan disimular la evasión que, pretenden, dure el tiempo necesario para que los guardias hayan seleccionado y trasladado al grupo de internos a la mina. Cinco de ellos logran llegar a la esquina del final de la calle antes de que los centinelas aparezcan en el otro extremo; no es el caso de Celso, quien se queda varios metros detrás.
—Vamos. Apresúrate —susurra el mexicano con urgencia, oculto entre unas cajas de madera.
El grupo de centinelas ingresa a paso firme por la calle que da acceso al bloque. Celso avanza tan rápido como puede, arrastrando los pies con una mueca lastimosa, mezcla de desesperación y dolor, en su rostro juvenil. Justo en el momento en que está a punto de dar la vuelta en la esquina, para su mala fortuna y la de todo el grupo, resbala y cae intempestivamente sobre el lodo.
Los prisioneros miran con ojos desorbitados a dos elementos del destacamento de guardias señalar al final de la calle.
—Nos vieron —asegura Gustave, afligido.
José Luis nota el vértigo ascender por detrás de sus piernas, esa extraña sensación que le alerta de algún peligro mortal, cuando observa a Paul lanzarse para tomar a Celso por los brazos y arrastrarlo hacia el grupo. Todo justo en el instante en que dos de los guardias comienzan a correr en su dirección.
—Vámonos de aquí —Marcel los apresura para luego, extrañamente, separarse del resto del grupo.
Los cinco que aún permanecen unidos arrancan una carrera delirante por una larguísima calle que conduce a una de las esquinas menos concurridas del Campo Pequeño. Otros internos que vagan por ahí observan al grupo tropezar con enseres durante su huida.
Un disparo al aire les marca el alto. Sin importarles la amenaza, continúan hasta el final de la calle, donde viran en dirección a la barraca 54, el sitio donde se aloja a los enfermos que esperan la muerte. Finalmente ingresan con premura por un estrecho y sucio callejón que conduce al bloque de letrinas, un sórdido lugar donde habitan los despojos humanos de Buchenwald.
—Halt dort an! —exclama lo lejos un guardia al salir del ca-llejón, alzando su arma de cargo para accionarla en dirección del grupo.
Los impactos del rifle resuenan. José Luis no se detiene, aunque el chiflido de la ráfaga de fuego hace que se encoja de hombros. Antes de que pueda llegar a la entrada del barracón sanitario, y sin saber si sus compañeros lo siguen o no, escucha un gemido de dolor seguido de un golpe seco semejante al de un tronco que cae sobre el lodo. El joven de nariz aguileña y piel morena duda por un segundo en detenerse, pero su instinto de supervivencia lo empuja a seguir hasta la puerta de la que parece la última frontera en ese confinamiento nazi.
De un golpe, ingresa al espacio envuelto en una oscuridad casi total. La puerta vuelve a abrirse detrás de él en cuestión de segundos: se trata de Celso Iglesias, quien avanza con la ayuda de Feliciano; de cerca les sigue Gustave, cuyas mejillas han perdido su sonrojo.
—Las balas alcanzaron a Paul —informa el francés y atranca la puerta con un madero.
—Desgraciados hijos de puta —maldice Feliciano, a sabiendas de que fue Paul quien le salvó la vida a Celso. Luego, añade con bravura—: Hay que volver por él.
—No, cabrón. —José Luis lo toma del brazo—. Si sales por esa puerta, te dispararán a quemarropa y nos dejarás expuestos a nosotros. ¿Y Marcel? ¿Qué sucedió con él?
Nadie responde. Escuchan a los dos centinelas merodear frente al edificio.
—No se atreverán a entrar aquí, ¿verdad? —La voz de Celso es apenas un susurro.
—Son capaces de hacerlo con tal de matarnos —asegura Gustave.
—Así es —concuerda Feliciano—. No nos siguieron hasta aquí por nada.
Las botas de los soldados recorren la fachada de un lado a otro, como gatos intentando azuzar a las ratas de su madriguera. El mexicano intenta calmarlos.
—Tranquilos. Le tienen pavor a contagiarse de alguna enfermedad aquí dentro. Vamos, debemos ocultarnos al fondo.
Los cuatro prisioneros del bloque 62 se sumergen en el espacio apenas iluminado por una claridad vaga, la cual llega desde un tragaluz instalado en el techo.
A cada paso, el aire del interior se vuelve más espeso y fétido hasta hacerse irrespirable. Sin darse cuenta, José Luis se separa del resto de sus compañeros, deteniéndose frente a las dos filas de letrinas de madera instaladas en medio del bloque. Solo entonces repara en la presencia de un extraño grupo de prisioneros, quienes al parecer perdieron todo contacto con el exterior.
Entre las sombras y con la nariz clavada en la solapa de su camisa, busca reconocer los rostros de quienes deambulan a su alrededor como si lo hiciera desde la orilla del abismo. Despacio, intoxicado por una extraña curiosidad, se desliza entre las figuras decadentes que exhiben sin pudor alguno sus carnes consumidas; los cuerpos están apenas cubiertos por una delgada capa de piel que deja expuestas sus costillas, hombros y unas vértebras que ascienden ondulantes por toda la espalda hasta sus cuellos plagados de úlceras y cabezas rapadas. Ahí, todos resultan desdichadamente iguales, animales de matadero que a nadie importan.
El corazón de José Luis se agita cuando escucha un susurro, que proviene de una esquina al fondo del barracón. Despacio, sosteniendo la respiración, se desplaza en su dirección. Como si se tratara del último círculo del infierno de Dante, mira hechizado a un grupo de viejos e inválidos que parecen haber perdido por completo cualquier signo de lucidez. Unos se arrastran por el piso repleto de mierda, mientras que otros frotan de manera obsesiva sus cuerpos contra las paredes hasta sangrar, tratando de aliviar la picazón causada por las plagas de piojos.
El mexicano agudiza el oído para descifrar el batiburrillo macabro que parece invocar a Satanás. Hasta que, de pronto, una voz rasposa pregunta sus espaldas:
—¿Escuchas a la muerte?
Perturbado, voltea para hallar un rostro pálido y arrugado, carente de cejas y pestañas, en cuyas cuencas oculares se alojan unas esferas vidriosas del color de la leche que no hacen más que envenenarlo de terror.
—¿Escuchas? —cuestiona de nuevo la misma figura, tan cerca que el mexicano puede sentir el calor de su aliento pútrido—. Muy pronto, el río carmesí de nuestra propia sangre cubriría todo este maldito lugar hasta ahogarnos. Escúchame. Escucha a la muerte. Es hermosa. Nos acecha; no hay escapatoria. Viene por mí, viene por ti.
Un grito de auxilio se ahoga en la boca de José Luis. Por varios segundos queda petrificado por completo, estudiando la expresión fúnebre en el rostro del hombre que ahora lo olfatea sin dejar de mover de manera errática las dos esferas vidriosas que lleva por ojos. Por fin, con una sacudida violenta, logra liberarse de aquella alucinante presencia y se aleja de él tan rápido como puede.
José Luis maldice el lugar. Se pregunta si en el mundo habrá peor sitio que ese. Algo absurdo, porque en el campo parece no haber un mejor refugio.
El interior del barracón vuelve a iluminarse con una luz cegadora que proviene de la puerta. Una silueta se dibuja en el umbral sin que José Luis pueda reconocerla en un primer momento. Luego de unos segundos, el rostro crispado de Marcel se delinea con la misma claridad vaga que se filtra por el tragaluz.
—El cuerpo de Paul está tendido junto a las cloacas, muerto. ¿Qué demonios sucedió, Joseph?
Consternado, José Luis no atina a responder.
—¡Contesta, maldito! —ordena el francés con la mirada envenenada.
—Las balas de los guardias lo alcanzaron. —Es Gustave quien interviene—. Le dispararon por la espalda, Marcel.
—Malditos. De seguro volvió de nuevo por este cabrón, ¿no es así? —dice señalando a Celso—. Todo es culpa de estos malditos españoles.
Feliciano se abalanza sobre el francés en un arrebato de coraje para tomarlo de la solapa de la camisa y arrojarlo sobre el piso lleno de inmundicia. Esta vez es Gustave y no José Luis quien intenta detenerlos.
—¡Suficiente!
Los rostros del excombatiente español y el exespía francés se iluminan con el resplandor de un relámpago: el anuncio de una inminente tormenta sobre la colina.
—Tú, Joseph. Tú eres el único responsable de lo que sucedió con Paul. Te dije que no lleváramos con nosotros a este hijo de puta porque algo así podía pasar. Lo sabía.
—No fue su culpa, Marcel. —Gustave trata de tranquilizar a su camarada—. Paul no volvió a rescatar a nadie. Él, como todos, intentaba llegar hasta aquí cuando las balas de esos malditos lo alcanzaron. Pudieron matar a cualquiera de nosotros.
Celso se acerca al francés entre la penumbra, con el ímpetu recargado.
—Escucha, Marcel, si hubiera sido posible, yo mismo habría puesto el cuerpo para cubrir a Paul de esas balas.
—No te creo nada, maldito birrioso. Nosotros nos largamos de aquí. A partir de ahora, ustedes se arreglan como puedan —sentencia—. Y escúchame bien, Joseph: el traslado masivo de prisioneros al Campo Grande será muy pronto, es un hecho, me lo han dicho.
—¿Quién te lo dijo?
—La Resistencia.
—¿Cómo? ¿Has tenido contacto con la Resistencia del Campo Grande? ¿Por qué no me contaste?
—¿Y tú no lo has tenido?
—Claro que no.
—Mientes. —Hace una pausa—. Estoy seguro de que tienes contacto con gente en el Campo Grande, si no ¿de qué otra forma sabrías que habría un examen médico pronto?
—Por favor, todo el mundo lo sabe —interrumpe Feliciano con tono irónico.
—Yo lo supe mucho antes porque un español me lo dijo en la bodega de uniformes antes de que nos ingresaran.
Por un segundo, el prisionero francés clava sus ojos cafés en los del mexicano, sin creer en sus palabras.
—Deja que piense lo que quiera este hijo de puta, Pancho —espeta Feliciano, tomándolo del brazo—. No se merece ninguna explicación.
Marcel se encamina a la salida sin que Gustave lo siga. Desde la puerta, lanza un mal augurio a los tres jóvenes.
—En verdad espero que se conviertan en carne de experimento en los laboratorios del campo, o que se queden aquí abandonados junto a la mierda hasta que el hambre o la locura los maten.
Fragmento del libro El mexicano de Buchenwald (Planeta), © 2021, Julio Godínez. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.
G.O.