Hubo a quien sentamos en nuestros sillones, quien nos ayudó a poner la mesa. Hubo quien llegó con regalos, flores, cuadros. Hubo quien pasó el umbral de tu puerta sin calma en las manos. Hubo alguien a quien le retiraste la venda de una herida para ver que, efectivamente, había sanado. Hubo quien jalaba tu sonrisa, y una silla te lo recuerda, o ese sofá largo que ya no tienes. Te lo recuerda ese espacio donde la muerte no pudo llegar. Y te recuerdan y recuerdas desde la suavidad y el filo: con miedo, con recelo, con gozo; a veces, con reproche. Si lo piensas, muy pocas personas han visto el amanecer desde tu ventana. Entonces rememoras y acudes a fotografías, a imágenes y, para tu sorpresa, son más bellas. Contienen una hermosura que, acaso por la niebla de la prisa, no percibiste. Cambiaste.
Se necesita un minuto para reconocer lo que sofoca. Y precisas un minuto para la certeza: esos ojos que te dieron toda la felicidad en un instante. Un minuto basta para reconocer a quién, al hablarte, pareciera que te abrazara. Un minuto para identificar tras las luces de la virtualidad a quienes piden algo por soledad. Un minuto para darte cuenta: no debes de preguntar lo que no soportarás saber. Un minuto para tener la certeza de que las olas del mar son recipientes de cuerpos y belleza, como el desierto. Solo precisas de un minuto para saber que tu madre necesita ser abrazada; porque tras las cortinas leves de los segundos escuchaste lo terrible de sus labios otra vez. Cuando sabes estas cosas, te acomodas el cabello, solo un poco, porque deberás despejarte la cara para ese minuto en el que el dolor se vuelve intenso, y su destello se filtra por los párpados entrecerrados para luego extinguirse al cerrarlos. Y todo se queda dentro de ti. Y te tocas el cuello con ambas manos, y te tocas el pecho y los brazos en ese minuto para llorar. Llorar: medusas ardientes que desde el pecho suben a la garganta, a los ojos, desde ahí se derraman. Y alguien puede decir en seguida: Hay muy pocos ángeles que canten,/ hay muy pocos perros que ladren,/mil violines caben en la palma de mi mano./Pero el llanto es un perro inmenso,/el llanto es un ángel inmenso,/el llanto es un violín inmenso,/las lágrimas amordazan al viento/ y no se oye otra cosa que el llanto. Ese alguien, Federico García Lorca, nos lo dice en los fragmentos de su poema “Casida de llanto”.
El llanto es la forma más íntima con la que tu ser se sostiene. El llanto limpia la mirada, acaricia tus mejillas con su humedad después de incendiarte. Al final, se suaviza todo tu cuerpo, y tal vez, abrirás a mitad de la noche, una caja donde atesoras algo: puede ser una colilla de cigarro.
El llanto de un minuto modifica la mirada, no llega a ser tan prolongado, pero sí efectivo; modifica a tus ojos se han ocultado tras las manos. Luego, todo lo que se observa también cambia. Es un lujo decidir lo que se desea mirar: (…) Diez miradas/ para ver la belleza/ que se presenta/ entre un sueño y una catástrofe. En estos versos del poema “Una mirada para abatir los albatros” de César Vallejo, nos preguntamos cuántas miradas se necesitan para abandonarte en los brazos de la observación; para que ella te preste sus ojos de vigilia, y así te des cuenta de que, el entrever es vislumbrar. Es adentrarte en un amanecer distinto, del que no conoces nada, como la aurora que pintó Iván Aivazovski (1850) en La novena ola [Pintura al óleo; 221 cm x 332 cm]. Un mar indescifrable bajo un cielo rosado/naranja, ata las miradas de los náufragos aferrados a restos de la embarcación después de una noche de tormenta. Ahí, el minuto de transformación de nuestra mirada ante la obra del artista: la posibilidad de la esperanza o de otra cosa.
Levantarse al amanecer para agradecer la vida y orar mientras el sol asciende es un ritual milenario que proviene de distintas etnias mexicanas y de otros países. En particular, el pueblo/Nación Ndé, vive los amaneceres y sus rituales entre la ciudad y el campo. Durante los recorridos de cada integrante en el territorio mexicano, llevan con ellos lo sutil de su filosofía: el camino de la belleza y armonía, que imita al mundo natural y honra, entre otras cosas, la verdad, haciéndose cargo de lo dicho y sus consecuencias, resarciéndolas para recuperar el equilibrio. En esa belleza armónica, compartida por la Nación N´dee/N´ne/Ndé, hombres como Juan Luis Longoria Granados perforan sus oídos para lucir en cada uno la doble naturaleza: lo femenino representado por una concha de abulón, y lo masculino simbolizado por una piedra azul. La concha de abulón representa a la mujer, y también a la luna, entre otros significados.
La presencia de la luna por la mañana, que se encuentra con el sol, modifica el cielo, lo comprenden quienes se detienen ante esa imagen enorme. Buscar el amanecer con los ojos manchados por el desvelo y purificados por el llanto es contemplar y encontrarse con el propio pensamiento, que se extiende en el cuerpo. El amanecer sabe, como tú y como yo, que mirar otra mirada, durante un minuto, nos transforma.
AQ