Somos cinco en el taller de lectura de poesía. Se trata, efectivamente, de leer poemas. No los nuestros, sino ciertos poemas cuidadosamente escogidos. Los leemos y comentamos detalladamente, disfrutándolos y a veces también percibiéndolos mejor, conforme las aportaciones del pequeño grupo iluminan nuestra propia lectura. En un taller así es natural que cada uno relacione el poema con circunstancias de vida que atañen al territorio de la intimidad. Circunstancias personalísimas que, en una atmósfera de confianza, se manifiestan de manera espontánea, propiciada tal vez por la distancia que impone, hoy en día, la virtualidad. Somos tres varones y dos mujeres. Ellas, que por un curioso azar llevan el mismo nombre, han pasado por una muy reciente etapa de dolor, se han visto envueltas por el sufrimiento; una terrible enfermedad vivida en carne propia o a través de otro ser humano, el más cercano, el más querido. Ellas hablaron y nosotros las escuchamos agradecidos por hacernos partícipes de su experiencia. ¿Puede entonces la poesía ofrecer algo más que un bálsamo, un verdadero consuelo para quien sufre? ¿Puede incluso ser una auténtica herramienta de conocimiento? Ellas nos obsequiaron su testimonio invaluable: Sí, en los momentos más dolorosos la poesía estuvo presente, las acompañó, les dio una razón para no claudicar.
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Pude contribuir con una historia que conozco de cerca. Hace años, lejos de los suyos, una joven artista, con el corazón roto, se dejaba morir de tristeza —y de pulmonía— en un hospital de París. Alguien —esa mano providente— le llevó hasta su cama un libro del poeta Henri Michaux. Ella, recluida, agotada, comenzó a pasar las páginas y de pronto leyó algo, una sola línea quizá, que le regresó el impulso hacia la vida. No se dejó morir. Mis compañeras de taller cuentan experiencias semejantes. Una de ellas nos propuso leer un poema titulado “H”. Alguien, nuevamente, en medio de la pena por la que ella pasaba, se lo envió. Su autor es O.V. de Lubicz-Milosz, un rarísimo poeta quien, luego de múltiples andanzas, pasó los últimos años de su vida en una casa cercana al bosque de Fontainebleau en París, rodeado de pájaros a los que alimentaba. Ella no sabía que yo traduje del original francés ese poema y que forma parte de una breve antología, Salmo de la Estrella de la Mañana, que preparé para la editorial Bonobos. Lo leímos. Cada uno aportó un comentario esclarecedor en torno a los versos que lo componen y, sin embargo, persistía el misterio de la letra “H” en el título. Surgieron otras palabras: Hospital, Herida, Héroe… Pero también la letra que en la tradición hebrea encabeza el nombre de Dios. Leer un poema, entenderlo, tal vez comience con el sentido —y el sonido— de una sola letra. La línea horizontal entre los dos tramos de la H, podría señalar un principio y un fin; el trayecto que seguimos cada uno de nosotros, acróbatas titubeantes a lo largo de la vida. El poema de Milosz dice: “Ella, en el calor triste y tenue, / ha dejado caer su cabeza vacía/ en el seno de la luz;/ pero yo, / en cuerpo y alma, soy como la soga a punto de romperse”. Y un poco más adelante: “Madre demasiado sabia, eternidad, / déjame vivir mi día”. Vivir un día, sin esperar nada o esperándolo todo. Alguien más nos recuerda que cada día es el fin del mundo, que cada día es también el principio del mundo. A través de la incertidumbre, a través del dolor y la inasible alegría, avanzamos.
AQ