El palacio de la fatalidad

Nuevas visitaciones

André Breton visitó México en 1938. Un año después, publicó algunas páginas memorables sobre sus impresiones de un caserón de Guadalajara.

André Breton, autor surrealista. (Especial)
Jorge Esquinca
Ciudad de México /

Permitir la entrada de lo maravilloso en nuestras vidas. ¿Podría esta frase convertirse en un resumen de las consignas que André Breton lanza en su Manifiesto del Surrealismo publicado hace exactamente cien años? No sería, sin duda, la única ya que el poeta comienza por reivindicar los poderes del sueño, la vuelta a la infancia “por muy devastada que haya sido”, la imaginación “que no admite límites” y, sobre todo, ese binomio con el que pinta los colores de su estandarte compuesto por el amor y la libertad. Lo cierto es que esas páginas encierran los principales postulados del que sería, en la era de las vanguardias artísticas, el movimiento que mayor repercusión habría de tener a lo largo del siglo pasado y cuyos ecos seguimos escuchando, aquí y allá, en ciertas obras que han recibido ese influjo tantas veces benéfico.

André Breton visitó México en 1938 y escribió sobre nuestro país algunas páginas memorables que publicó al año siguiente en la revista Minotaure acompañadas por fotografías de Manuel Álvarez Bravo. Para el redactor de estas líneas reviste un especial interés uno de sus textos, no demasiado conocido, donde el poeta francés lleva a cabo el relato de una visita que lo llevó a internarse en un ruinoso caserón en el centro de Guadalajara y al que, siguiendo el dictado de su imaginación, bautizó como “El palacio de la fatalidad”. Breton da con ese edificio de una manera más bien casual, siguiendo a un curioso personaje al que le ha comprado “una piedrecita bien pulida que llevaba consigo y en cuyas vetas había reconocido la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe.” *

Aquí la descripción de la casa y lo que ahí descubre: “Las escaleras monumentales despliegan sus rellanos simulando escalinatas apoyadas por una apenas balaustrada de un verde desteñido que llevara hacia un parque. En esos descansos están instalados unos faroles de vía pública que se repiten en trompe-l’oeil sobre los muros. Columnatas al principio reales acaban por perderse, a medida que uno avanza, en una bruma de ilusión. En los enyesados, decepcionantes cuando uno se acerca, como espejos de utilería, el color aplicado se intensifica gradualmente como si imitara un aire que se espesa o un agua estancada. Así llega uno al primer piso y pasa frente a una puerta tapiada, condenada a no ser más que su propia sombra”. Alguien le hace saber a Breton que justo detrás de esa puerta se encuentran los restos mortales de la antigua propietaria de la casona, quien había expresado su voluntad de reposar ahí para siempre y en seguida le atribuye, a esa presencia invisible, la cualidad de eje sobrenatural en torno al que gira y se desenvuelve la agitada vida de la casa: Oye cantar a voz en cuello, desde un piso superior, a un hombre elegantemente vestido, “como salido de un cuadro del Greco”; descubre, en los ángulos del patio y bajo las escaleras, improvisadas viviendas de familias enteras de indigentes “como los gitanos en sus campamentos”; nota a un grupo de mujeres que, “en la penumbra lacustre”, realizan distintas faenas junto a una fuente y a dos o tres sujetos que conversan en torno a un banco de carpintero. Breton se entera de que el sofisticado cantante no es otro que el primogénito heredero de la antigua propietaria, que ha perdido la razón, lo cual imposibilita a sus familiares para llevar a cabo la venta del caserón, y añade: “Todavía me maravilla su soledad en aquel escenario y la milagrosa supervivencia de la época feudal que sus modales implicaban. Mientras que los bárbaros como yo acampaban a las puertas mismas de las habitaciones y minaban, con su audacia sacrílega y magnífica, ese último santuario de alas de cartón”.

En alguna ocasión, conversando con amigos mucho más versados que yo en la historia y la arquitectura de Guadalajara, los escuché hacer conjeturas sobre la posible ubicación de la casona que tanto había intrigado al autor de Nadja, y a la que no es difícil relacionar con aquellas vecindades que, con su aspecto ruinoso y sus personajes variopintos, fueron el escenario de diversas películas de nuestro cine en esos años. Imposible saberlo a ciencia cierta, ya que muy probablemente fue demolida durante alguna de las remodelaciones que, con mayor o menor fortuna, ha sufrido el centro histórico de la capital jalisciense.

Imantado por la fuerza de ese polo magnético, Breton decidió volver a la casa antes de dejar nuestro país definitivamente. Reproduzco lo que entonces le aconteció al asomarse a lo que alguna vez había sido el gran salón: “A aquellas horas de la mañana, con sus celosías cerradas y sus espesas cortinas rojas, el aposento de recargado revestimiento de madera lucía sombrío e inmensamente vacío pese a la admirable criatura de dieciséis o diecisiete años, idealmente despeinada, que había acudido a abrirme y que, después de deshacerse de su escoba, sonreía con una sonrisa de amanecer del mundo a la que no se mezclaba la menor sombra de confusión. Aquella jovencita se movía con suprema soltura y, contemplando sus ademanes tan turbadores como armoniosos, uno descubría lentamente que estaba desnuda bajo su vestido blanco de gala hecho jirones”.

Sí, a veces basta con permitir la entrada de lo maravilloso en nuestras vidas.


*La traducción del texto de André Breton es de Ulalume González de León y me fue proporcionado por Juan José Doñán, a quien doy las gracias.

AQ

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