El peso de vivir en la tierra

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Laberinto adelanta un pasaje de la más reciente novela de David Toscana; es una ofrenda a la literatura rusa, la libertad intelectual y la vida que imita al arte.

“Si no viajas al espacio, ¿te quitarías la vida?”. (Ilustración: Luis M. Morales)
David Toscana
Ciudad de México /

Estaban de vuelta en el Sályut. Al fin había llegado la noche en que Marfa Petrovna haría su caminata espacial. Una aventura a la que ni Valentina Tereshkova se hubiese lanzado. A diferencia de Laika, apreciada por ser una callejera, las mujeres del programa espacial soviético fueron elegidas entre paracaidistas. A los cosmonautas que estaban en lista de espera para viajar al espacio no les entusiasmó la aparición de esas mujeres. Ellos eran militares, pilotos, tenían años entrenándose, y he aquí que llegaban unas damitas improvisadas a ocupar el asiento de la nave Vóstok porque al general Kamanin se le ocurrió que la Unión Soviética debía enviar una mujer al espacio antes que los Estados Unidos. El astronauta que más directamente se vio desplazado por Valentina Tereshkova se dio a la bebida y se echó kareninamente al paso de un tren. Otro de ellos quedó prendado de la belleza obrera de Tereshkova y acabaría casándose con ella.

“Si no viajas al espacio”, Griboyédov dio a Guerásim una palmada en la espalda, “¿te quitarías la vida?”

“Voy a ir”, respondió Guerásim.

Cuando despertó en el lote baldío, recostada la cabeza sobre una lechuga, con el rostro ardiendo de piquetes, no sospechó de sus amigos. Se trataba del destino de un beodo: amanecer en cualquier sitio sin recuerdos de la noche anterior. A veces sin camisa, alguna vez sin zapatos, casi siempre sin cartera; ahora con el rostro vejado. “Creo que fueron hormigas”, dijo a sus compañeros.

Había pedido dos dosis de guerasimina; una para él, otra para el tísico. Ciertamente Antón lucía más sano en cada jornada, y Guerásim ya planeaba patentar su milagroso medicamento.

De las cuatrocientas mujeres propuestas para entrenar como cosmonautas, quedaron tres finalistas. La elección fue un concurso de belleza. El general Kamanin describió a Tereshkova como “una Gagarin con falda”.

La noticia llegó al mundo entero. Hombres y mujeres por igual celebraron las órbitas de Valentina en el espacio. Tan solo la novelista Bárbara Cartland, tan acostumbrada a escribir asnadas, declaró: “A menos que vaya a tener un bebé en el espacio, no veo el sentido de enviar a una mujer”.

Marfa estaba bebiendo más que de costumbre. Nikolái le dijo que a Valentina le hubiesen prohibido abordar la nave con cualquier grado de alcohol; en cambio ella debía ser como esos soldados que enfrentaban las misiones más temerarias gracias al elíxir de la valentía. Le sirvió un poco más. “El último”, le dijo. “O pasarás del amor a la rapiña”.

Llegó la hora de los preparativos finales. Hubo una cuadrilla que vistió a Valentina Tereshkova con su traje espacial color naranja. Habían optado por ese color porque era el más llamativo para que el equipo de rescate localizara a los cosmonautas luego de aterrizar colgados de sus paracaídas. Debía ser el lance más emocionante del viaje. Salir de la nave a siete mil metros de altura y verla precipitarse al suelo a velocidad mortal. Para vestirse, Marfa se había bastado sola. Solo tendría que quitarse la bata estampada para mostrar su atuendo de caminata espacial. También había elegido un vestido naranja para hacerse visible. La prensa había escrito sobre Valentina Tereshkova: “Sus curvas femeninas estaban ocultas por un tosco traje espacial y su cabellera se hallaba sujeta por un casco blanco”. Muy distinto se habrían expresado sobre el vestido de Marfa. Tanto una como otra llevaban botas, pero las de Valentina carecían de tacón.

Marfa hizo una seña a Nikolái. Él fue al baño. Apresuró a un hombre que lo estaba utilizando. Marfa fue para allá. Por primera vez el propietario consideró la idea de instalar un baño de mujeres. A los pocos minutos salió debidamente peinada, maquillada, con aretes de fantasía, y un aire de mujer de mundo que no podía emitir bajo la bata floreada. El silencio fue inmediato.

Ni los dioses han sido tan sabios como Chéjov para revelar lo que acontece en el corazón de un hombre cuando ve pasar una belleza que no le pertenece. “Lo que despertaba Masha en mí no era deseo, ni entusiasmo, ni deleite, sino una pesada aunque grata tristeza. Tal tristeza era de carácter indefinido, vaga como un sueño. Sin saber por qué, sentía lástima de mí mismo, del abuelo, del armenio y de la pequeña armenia. Experimentaba la sensación de que los cuatro habíamos perdido algo que nos era necesario en la vida y que no volveríamos a recobrar. El abuelo se puso también triste. Ya no hablaba de cereales, ni de ovejas, y permanecía callado y pensativo, mirando a Masha. Y cuantas más veces su belleza pasaba rauda ante mí, tanto más honda se hacía mi tristeza. ¿Acaso tenía yo celos de su belleza, lamentaba que esta muchacha no fuera mía, que no llegara a serlo nunca? ¿O intuía que su rara belleza sería pasajera, innecesaria, perecedera como todo lo terreno? ¿O era mi tristeza sencillamente el sentimiento singular que despierta en el hombre la contemplación de la belleza auténtica?”

Marfa volvió a la mesa. El más triste de todos era Guerásim. Era difícil decir algo. Nikolái lo intentó: “¿Sabes cuál era el nombre clave de la Tereshkova durante su viaje?”. Como no era una pregunta que esperara respuesta, él mismo dijo: “la Gaviota”.

“De nuevo aparece Chéjov”, dijo ella. “Aunque ahora siento que voy de la mano de Dostoyevski”.

La primera voz de mujer que llegó del espacio exterior declaró: “Soy la Gaviota. Soy la Gaviota”. Tereshkova había completado cuarentaiocho vueltas a la Tierra sin decir nada memorable. Había cometido tantos errores que ya resultaba un milagro haber vuelto a la Tierra. Se equivocaba en los botones, apagaba el radio, se enfermó, vomitó sobre sí misma, dormía a deshoras, acabó por desmayarse. “Al saltar en paracaídas”, le habían dicho mil veces durante el adiestramiento, “no voltees hacia arriba”. Ella desobedeció y se ganó un tajo en la nariz por un fragmento de metal que se había desprendido de la cápsula Vóstok. Según Nikolái, el gran defecto de ese viaje había sido que la cosmonauta no captó el significado de su nombre espacial. Grandioso hubiese sido que la Tereshkova citara unas líneas de Nina Mijailovna Sarechnaia, alias la Gaviota. “¡Frío, frío! ¡Vacío, vacío, vacío! ¡Miedo, miedo, miedo! ¡Los cuerpos de los seres vivientes desaparecieron en lo vano, y la materia los transformó en piedra, en agua, en nubes, mientras sus almas se unían hasta formar una sola. Esta alma total del universo ¡soy yo! ¡Yo! En mí vive el alma de Alejandro el Grande, de César, de Shakespeare, de Napoleón y de la última sanguijuela”.

Marfa Petrovna se puso de pie. Agravó la admiración y la tristeza que pesaba en los vientres de los parroquianos. El tísico mató la solemnidad con un ataque de tos. Guerásim nunca había leído a Chéjov, pero daba lo mismo. Con los codos en la mesa, miraba a esa beldad, y su rostro mostraba una expresión de ternura y tristeza profunda, como si en Marfa descubriera a un mismo tiempo “esperanza, sobriedad, limpieza, mujer, hijos; como si, profundamente arrepentido de toda su vida, tuviera conciencia de que esta mujer no era suya y que su propia torpeza, grasienta fisonomía y prematura vejez, le alejaba tanto de la felicidad vulgar, humana y terrestre, como del cielo”.

Ella: la mujer, la diosa, la chiquilla, la beldad se dirigió lentamente a la puerta. Allá afuera estaban las estrellas y el infinito. El silencio. “Soy la Gaviota”, se dijo Marfa.

Tereshkova había venido a México junto con Gagarin. Los hombres que habían ido al espacio hablaban del espacio. Ella tenía que hablar de la mujer. “Los científicos han encontrado más resistente el cuerpo femenino en las pruebas espaciales”, dijo. También decía que la presencia de las mujeres “es indispensable en el gobierno de los países, en las fábricas y en el mismo cosmos”. Y aunque todos le daban la razón, pasarían veinte años antes de que la segunda mujer fuese al espacio.

Exceptuando a Marfa.

Abrió la escotilla. Cortó toda comunicación con el centro de control espacial. Sin tanque de oxígeno se lanzó al vacío, donde los aerolitos, donde las constelaciones y el zodiaco; flotó en ese cosmos que según la ciencia tenía un origen pero no un final. Planetas, soles, asteroides, galaxias y, entre todas esas luminarias, era Marfa la más brillante, la más eterna. Porque hasta la eternidad tenía grados. La Tereshkova se sintió adalid de las mujeres porque se sentó a dar vuelta y vuelta a la Tierra hasta marearse. “Soy la Gaviota”, decía, “soy La Gaviota”, sin la menor idea de lo que significaba tal cosa. “No, mi querida Valentina”, Marfa alzó la vista al cielo, “la Gaviota soy yo. La mujer soy yo. La eterna soy yo. La divinidad soy yo”. Khrushchev dijo a Tereshkova: “Le deseo feliz viaje. Nos alegraremos mucho reuniéndonos con usted en nuestra maravillosa tierra soviética”. Ella le respondió: “Estoy profundamente conmovida por sus palabras de aliento, por su paternal preocupación. Me siento muy bien. De todo corazón doy las gracias al pueblo soviético por sus buenos deseos. Le aseguro, Nikita Serguéievich, que se cumplirá la honorable misión de la patria”. Marfa sintió náuseas. ¿De veras se llega a un momento único en la historia para pronunciar esas frases sin sabor? Pero el servicio espacial soviético había reclutado paracaidistas, no poetas. Debieron mandar al espacio a Ana Ajmátova. La humanidad se hubiese ahorrado multitud de lugares comunes. “¿Puede usted describir esto?”, alguien le habría susurrado señalando el cielo. “Puedo”, habría respondido ella, y a Khrushchev le habría dicho: “Las estrellas de la muerte pendían sobre nosotros. Y la inocente Rusia se retorcía bajo las botas manchadas de sangre”. Más adelante, cuando su Vóstok escapara de la órbita terrestre, se acurrucaría en ese espacio mínimo que surcaba el espacio infinito, esperaría largamente, y por fin, lejos de las amenazas, persecuciones, prisiones, torturas y ejecuciones, habría pronunciado cuando ya las señales de radio fueran una tibia interferencia: “Llevo el universo por delante, como carga ligera sobre la palma extendida de la mano, y en las entrañas germina en secreto la semilla de lo que queda por venir”. Marfa volteó hacia atrás. Ahí estaba la estación Sályut, con sus luces brillantes, la música que escapaba por la puerta entornada, sin que por eso se escapara el oxígeno hasta que murieran todos de asfixia. Reanudó su marcha. Por delante se tendía el universo que se tendió delante de Ajmátova, junto a lo mucho o lo poco que restara al porvenir. Marfa Petrovna remontó el vuelo en ese mundo ingrávido. “Soy la Gaviota”, dijo una vez más y enfiló por las calles negras con la entereza de un cometa que con su estela va desconsolando a los hombres que lo ven pasar.

AQ

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