‘El poder del perro’: de la literatura al cine

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La película dirigida por Jean Campion, que encabeza la lista de nominaciones al Oscar 2022, resuelve con imágenes los dilemas que Thomas Savage planteó en su novela publicada en 1967.

Benedict Cumberbatch y Jesse Plemons en 'El poder del perro'. (Foto: Kirsty Griffin | Netflix)
Fernando Zamora
Ciudad de México /

En el principio era el verbo, de modo que, como es natural, antes del cine está la literatura. La relación entre ambas disciplinas parece tan obvia que a menudo se olvida que son lenguajes distintos y que, por tanto, una historia no puede ser igual cuando se traslada de un medio al otro. El cine y la literatura iluminan fragmentos diversos en un mismo objeto: lo humano. Y en tanto humanos, resulta enriquecedor buscar el vínculo entre literatura y cine, esto es, la poética que, en ambos casos, está hecha de imágenes (literarias unas, fílmicas otras).

Para discernir en torno a lo que es la poética en cine y literatura resulta oportuna la novela El poder del perro de Thomas Savage. Llevada al cine por Jane Campion en 2021 es una magnífica adaptación y vale la pena verla lado a lado con el texto original tomando quizá como pretexto el hecho de que mañana, en la ceremonia del Oscar, la película compite por doce premios de la Academia. Gane o no, la de Campion es una obra maestra.

Dice Einsenstein en El sentido del cine: “Dad a Coleridge una vívida palabra de algún viejo cuento; que la mezcle con otras dos en su mente; y entonces (usando expresiones musicales) con tres sonidos compondrá, no un cuarto sonido, sino una estrella”. Esto ha conseguido Campion: con imágenes ha creado una estrella.

La novela, el poder de las manos

Las manos hablan. Así parece creer Savage cuando en su novela, El poder del perro, se detiene con curiosidad para hacer el retrato hablado de las manos de sus protagonistas. Los dedos de Phil, primero, el ganadero que a lo largo de la obra se va convirtiendo en personificación del mal. El texto comienza evocando una imagen que trae a presencia la labor de estas manos: “Phil siempre se encargaba de la castración”. Si hemos visto la película o leído la novela, sabemos que esta imagen resulta capital para entender el clímax, la mecánica del asesinato. Phil realiza sus trabajos de ganadero sin guantes porque “restaba importancia a las ampollas, los cortes y las astillas y se burlaba de los que se protegían con guantes. Phil tenía manos secas, poderosas, ágiles”. La imagen de las manos sirve al novelista para describir el carácter de sus protagonistas. Phil “se acomodaba en la silla de peluquería de Whitey Judd y dejaba sus largas, delgadas y callosas manos inmóviles sobre los frescos apoyabrazos, mientras su pelo caía a su alrededor formando montoncitos sobre las blancas baldosas del suelo”.

Esta imagen, las manos de Phil en la novela El poder del perro, no está hecha de cuadros estáticos sino, más bien, de pinturas en movimiento, retratos que se contraponen con la naturaleza; son su estado emocional. Este contrapunto genera en nosotros la ilusión de realidad, esto es, la mímesis, el arte: “Phil [usaba la cabeza, lo cual] desconcertaba a los compradores y vendedores de ganado que suponían que una persona que se vestía como Phil, que hablaba como Phil, debía de ser simple e iletrada, una persona con ese pelo y esas manos”. Es decir, Phil tiene curiosidades intelectuales como su antagonista, Pete. A pesar de que conforme avanza la trama vamos despreciando cada vez más a Phil, es necesario constatar que, al igual que Pete, es dueño de una sensualidad que resulta atractiva. Puede que Phil sea “un perro” pero, gracias a las imágenes que evoca en nosotros esta novela, nos sentimos conectados con ellos; el retrato de estas manos callosas, de algún modo, nos toca. Y conseguimos sentir lo que vibra bajo la piel: “en los meses de invierno no se bañaba. Los hermanos nunca se habían mostrado desnudos el uno frente al otro; de noche, antes de desvestirse, apagaban las luces eléctricas, las primeras de todo el valle”.

De los cuadros que ofrece Savage emana un erotismo ominoso que trasciende la descripción de la belleza salvaje que rodea todo el relato. Como si astutamente el autor nos diera una razón para gustar, como Pete, del hombre que destruye a su madre y que se parece tanto al ganadero por el que su padre se suicidó. Adivinamos, pues, que Phil es en realidad un hombre hermoso, encarnación del placer cruel, de una naturaleza que nada sabe de niñerías. “Cómo le gustaba a Phil el hígado de alce. De noche [acampaba con su hermano] al borde de los árboles. Se sentaban con las piernas cruzadas ante el fuego a hablar de los viejos tiempos y de los planes de un establo nuevo que nunca se materializaban porque ello implicaría derribar el viejo; desenrollaban los sacos de dormir lado a lado y escuchaban juntos y en la oscuridad el rumor de un arroyo diminuto, no más ancho que el paso de un hombre, la fuente misma del río Misuri. Se dormían y cuando despertaban se encontraban con la escarcha”.

El erotismo homosexual de Savage se va volviendo inquietante conforme se anuncia la aparición de Pete, el antagonista, el muchachito afeminado que terminará por ser como una fuerza de la naturaleza. A Pete lo conocemos también por sus manos. Phil las usa para castrar animales, Pete para hacer collages y entregarse a una sensualidad de muy distinta naturaleza: “lo que caracterizaba los dibujos que Peter escogía, recortaba y pegaba con sus manos pálidas era el lujo y el bienestar: escenas de gente navegando en transatlánticos, la salida de un tren de primera categoría, colecciones de joyas, casas de campo inglesas, gruesos cortinados, equipaje de cuero, la playa de Newport y los automóviles que trasladaban hasta allí a los bañistas de moda”. Estos dos personajes que retrata Savage con el carácter de sus manos constituyen una narración al modo de Beethoven. El novelista, al igual que el músico, contrapone temas antagónicos. Pero el salvaje Phil y el gentil Pete comparten, además de la curiosidad intelectual, una libido muy similar: la de quien necesita pensar y observar para salvarse.

Escribe Thomas Savage que a Pete lo molestan en la escuela hasta que un día el niño decide defenderse. “Se dispuso a abalanzarse sobre ellos y encorvó los delgados hombros, pero, de pronto, se quedó quieto, miró primero a uno y luego a otro; a Fred, que iba cada día a la escuela a caballo con una montura de cincuenta dólares; a Dick, el hijo del camarero del bar, que escribía en las paredes del baño, que había hecho un agujero para poder espiar a las chicas y cuyas notas en clase eran casi tan buenas como las del mismo Peter; al taimado Larry, que ya pesaba unos noventa kilos y que sonreía a menudo sin decir gran cosa. Y, al observarlos, Pete supo, con una sabiduría tan templada como la de un viejo astuto, que debía enfrentarse a ellos en sus propios términos, no en los de ellos”. Esta sabiduría “de viejo astuto” es el gran tema de la novela. Y Jane Campion la transvasa gracias a la poética que, como se verá, comparten la literatura y el cine.

Benedict Cumberbatch y Jane Campion en el set de filmación (Foto: Kirsty Griffin | Netflix)

La película: el poder de mirar

Como se sabe, El poder del perro está basada en el salmo 22. La poesía hebrea funciona, como la filosofía hegeliana y la música de Beethoven, contraponiendo ideas, temas, imágenes. Un ejemplo pequeñísimo: “Dios mío, clamo de día. Y de noche para mí no hay reposo”. La oposición día-noche ofrece una “rima” en el salmo. Lo mismo sucede con las palabras gusano-hombre, toro-león, perro-león. Colocando palabras en sitios estratégicos, El Salmista construye la poesía bíblica. Algo similar hace el cine. El primero en proponerlo fue Eisenstein en El sentido del cine. Ejemplifica con poesía y literatura, con Maupassant y Lorca, para ofrecer una noción de lo que significa montaje, esto es, el arte del cine. Si uno mira a una mujer de negro y luego una tumba puede inferir que ella es una viuda. Es el efecto Kuleshov del que hablaba Pudovkin: una cara “neutral” se ilumina con significado si se coloca junto a una taza de comida, un niño o un ataúd. La misma cara ofrece al espectador emociones distintas.

En la película de Jane Campion, El poder del perro, la directora consigue recrear un universo de estrellas componiendo con cuadros distintos. Como en este ejemplo: Phil cabalga por el campo salvaje, escuchamos música. Mira un río. En él se bañan los ganaderos desnudos. Phil mira los árboles; se quita la camisa, se hinca, extrae de su vientre un pañuelo oloroso. Debe ser el olor de Bronco Harry pues sus iniciales están bordadas en él. Phil acaricia su cara con el pañuelo. ¿Imagina que se besan? La poética ha conseguido meternos en la piel de un malévolo ganadero. El arte confabula para que creamos saber lo que piensa. Porque lo verde del campo, el brillo en la cara, las sombras y el torso desnudo, todo está aquí para susurrarnos que este hombre está lleno de un deseo tan culpable como dulzón. La cosa crece en intensidad cuando aparece, en el siguiente cuadro, un muchachito afeminado, con sombrero blanco, camisa bien planchada y unos zapatos blancos. Igual que Beethoven en la Sonata 23: Jane Campion pone al fin, uno frente al otro, a los temas, los personajes que ha trabajado a lo largo de esta obra maestra. Tendrá lugar la pugna, la lucha, el asesinato.

La directora de fotografía Ari Wegner y Jane Campion (Foto: Kirsty Griffin | Netflix)


Eros y la muerte

Cuando escribí la crítica de El poder del perro ofrecí mi propia interpretación de por qué la película se llama así. Se trata, pienso, de una clara alusión a David, el rey de Israel. Y del enfrentamiento con Goliat, que es Phil, por supuesto. La novela de Savage permite ir más allá en esta idea. Porque si uno lee con detenimiento, esta novela estadunidense recuerda, por su profundidad, una de las cimas de la literatura rusa: Los hermanos Karamazov de Dostoievski. La frialdad de Pete tiene algo de Smerdiakov, el filicida. En este caso, sin embargo, el hijo está por vengar el suicidio del padre. Con las imágenes que han trabajado durante toda su vida, Thomas Savage y Jane Campion ofrecen dos obras que giran en torno al eros y la muerte. Contraponiendo imágenes hacen aparecer la poética. Sensualidad y humildad, venganza y amor. En el roce de ideas complementarias salta una chispa. Hay una suerte de luz que nos invita a mirar en nosotros mismos.

Más literatura que nunca

Este año compiten por el Oscar a mejor película cinco adaptaciones literarias.

Guillermo del Toro dirige una historia desesperanzada que escribió originalmente William Lindsay Gresham; el resultado es El callejón de las almas perdidas

Duna es una adaptación dirigida por el canadiense Denis Villeneuve basada en la novela de ciencia ficción: Dune, de Frank Herbert. 

Jane Campion ha llevado a la pantalla El poder del perro tomando como punto de partida la novela de Thomas Savage, mientras que Ryusuke Hamaguchi adapta tres cuentos de Murakami en Drive my Car

West Side Story, de Steven Spielberg, es una adaptación de Romeo y Julieta de Shakespeare, al igual que el Macbeth de Joel Coen que, sin embargo, solo fue nominada por actuación y fotografía. 

Algo similar sucede con La hija oscura, de Maggie Gyllenhaal: solo fue nominada por actuación de reparto y por guion adaptado. Gyllenhaal dirige una historia de la novelista napolitana Elena Ferrante. 

Hace mucho que el Oscar no parecía disfrutar tanto de la literatura.

AQ

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