El joven reportero Livio Reséndiz llegó a la plaza poco antes de iniciar el mitin. Empezó a oír a los oradores. Luego de una hora, a las 18:02, desde un helicóptero, se encendieron bengalas azules y verdes. El ejército entró disparando entre las ruinas prehispánicas y por avenida Manuel González dirigiéndose a la multitud y a los edificios que circuían la plaza. La gente empezó a huir, pero Reséndiz notó algo anormal. Los balazos provenían o de francotiradores desde arriba de los edificios y del techo de la iglesia o de los soldados de manera horizontal. Los asistentes y los militares de la vanguardia caían como peones de ajedrez. Vio en el Edificio Chihuahua y en la iglesia a civiles con un guante blanco en la izquierda a quienes no molestaba el ejército. Días antes hizo un reportaje pero no lo publicaron: era la toma de una escuela politécnica en la cual soldados y agentes de civil del Ministerio del Interior mataron a jóvenes que se atrincheraban en la escuela.
La niña de doce años, acompañada de su hermano de quince, caminaba al departamento donde vivían, situado al norte de la unidad habitacional, cuando inició la balacera. “¡Córrele!”, gritó el hermano. Al momento de llegar a la puerta del edificio la niña sintió caliente el muslo. El hermano la ayudó a subir. Con los padres buscaron al médico que habitaba pisos abajo. “No puedo hacer nada. Soy gastroenterólogo. Urge sacarla”.
—Me duele también el estómago —dijo la niña.
Desesperados los padres, en un breve cese del fuego, hablaron con un militar de los que se hallaban apostados en el edificio. “Solo puede acompañarla una persona”. La madre se apuntó.
Subieron a una ambulancia de la Cruz Roja. La niña cada tanto repetía: “¡No quiero morir!”
Muy nerviosa, la madre quería tranquilizarla pero la alteraba más.
En el atrio de la iglesia —observó el reportero— se apilaban cadáveres. “Deben ser cientos”, se dijo. Había niños, muchachas, ancianos de ambos sexos. “Y éstos ¿cómo podían combatir?”, se preguntó. Ya entrada la noche comenzaron a llevárselos en camionetas grises.
Decidió seguir los vehículos.
La madre y la niña oían gritos en el hospital: ¡Ya no hay quirófanos! ¡Ya no caben los heridos! ¡Este ya murió! ¿Qué hacemos con estos dos muertos?
Por fin la niña pasó al quirófano. El médico extirpó la bala, pero observó que esquirlas quedaron incrustadas en el muslo y en el vientre. Tienen que llevarla a otro sanatorio, dijo a la madre, pero no digan qué pasó. En estas horas no hay garantías.
El joven reportero entró a la Tercera Delegación de Policía. En el anfiteatro, sobre todas las planchas de concreto, había cadáveres, y en el suelo cuerpos encima de otros cuerpos. Se enfiló al hospital de la Cruz Roja para continuar con la tarea.
Ruidos de camillas, gritos, voces, susurros, lamentos, sollozos... Veía muertos y heridos y familias y amigos a la espera. Vio a la niña que salía de ser operada.
—¿Qué te pasó? —le preguntó.
—Iba a mi casa con mi hermano y me hirieron en la pierna. Pero me duele todo el cuerpo. Oiga, ¿a nosotros, los que vivimos allí, por qué nos dispararon?
—¿Cómo te llamas?
—Alicia Pradera.
En la explanada de la plaza, durante la madrugada, los soldados lavaron la sangre con agua y jabón.
Controlados los medios, en la TV solo se dio un pequeño parte. Casi todos los diarios, principiando por el ultraconservador al que pertenecía el joven reportero, culparon a los estudiantes diciendo que habían apostado francotiradores que dispararon hacia el ejército y la multitud. Se hablaba de una media de 20 a 26 muertos. El objetivo era frustrar los Juegos Olímpicos. Otros diarios hablaban de “balacera entre ambos bandos”; otro, de “combate”; otro, de “sangriento encuentro”. Se repetía que el movimiento estudiantil había sido envenenado con ideas exóticas e influencias extranjerizantes.
Reséndiz no creía lo que le habían publicado. “Esto no fue lo que mandé”. Por principio, si hay de un lado dos soldados muertos y cientos de manifestantes fallecidos y heridos, las cuentas no salen.
El joven reportero, por sus fuentes, supo pronto lo que era entonces imposible de publicar: los francotiradores eran miembros activos del Estado Mayor Presidencial, es decir, dependían directamente de las decisiones del Presidente, y los civiles de guante blanco en la mano izquierda, miembros del Batallón Olimpia, pertenecían a diversas corporaciones militares y policiacas, y se coordinaron directamente con el ejército durante la matanza.
Alicia fue trasladada a un hospital de Polanco. Se dieron cuenta de la gravedad. Permaneció un mes y medio. Lo único que pidieron los médicos, ante el temor al gobierno, fue confidencialidad absoluta. “Pero su hija es un caso de conciencia”, dijo uno de los médicos en un raro ejemplo de probidad. Le quitaron esquirlas del vientre y del muslo, pero sin percibir que aún quedaban algunas.
En junio de 2003, 35 años después, a ese hospital de Polanco, Reséndiz fue a visitar a su esposa que estaba internada. Ya era un reportero famoso: aplaudido y temido por la clase política y empresarial, vilipendiado por casi toda la izquierda. Oyó de pronto a un médico hablar que a la paciente Alicia Pradera la ingresaran en el cuarto 505. Vio la camilla. “¿Alicia Pradera? Debe ser aquella niña del hospital de la Cruz Roja”, se dijo.
Se acercó a la camilla. Era una mujer de cerca de 50 años. Blanca, de cabello castaño, pero con las primeras canas.
—Disculpe, soy Livio Reséndiz. Periodista.
La mujer se sorprendió cuando Reséndiz le dijo que la había visto la noche de la matanza en el hospital. “Solo sentía —le dijo— que esa noche me dolía todo”. Sí, en efecto, seguía teniendo problemas con las esquirlas. La primera operación salió muy mal y llevaba otras quince operaciones. Su cuerpo parecía una criba. “No pude tener hijos”, dijo.
—¿Sabe usted que desde esa noche no puedo ver un soldado ni oír ruidos que parezcan balazos porque entro en un estado de angustia y de terror?
—Si necesita algo, le dejo aquí mi tarjeta.
“Lo contaré algún día todo”, recordó Reséndiz su promesa. Motivado por la conversación casual, ahora que la prensa en el país era más libre, escribió al fin con detalle lo que testimonió esa noche en la plaza, en la delegación de policía y en el hospital de la Cruz Roja: el antecedente de la escuela politécnica, el cerco criminal, los francotiradores, las decenas o centenas de cuerpos apilados en el atrio, la superposición de cuerpos en el anfiteatro de la delegación de policía, los hechos del hospital, el caso de la niña (en el que se detuvo especialmente)… La matanza, escribió, era el regalo que habían dado al Comité Olímpico Internacional el presidente, el ministro de Gobernación y el jefe del Estado Mayor Presidencial general Luis Gutiérrez Oropeza, para que se efectuaran las Olimpiadas.
En días sucesivos, por diversas vías, Reséndiz se enteró de que cierto número de empresarios y políticos lo acusaban de hacerle el juego a la izquierda y que cuál era el sentido de revivir un hecho de hacía 35 años, el cual solo servía para abrir heridas que pueden volver a supurar; a su vez, gente de izquierda lo acusaba de estafar a sus lectores con un doble juego ideológico y querer lavar sus culpas demasiado tarde. “En este país no se queda bien con nadie, ni se comprende que hay cosas que pueden decirse solo en determinado momento”, se dijo, con un acre sabor en la boca.
Una semana después, casi a medianoche, oyó el teléfono. Era la madre de Alicia. Ya muy grave, su hija le dio su tarjeta pidiéndole que le hablara para decirle que leyó su artículo y le había conmovido que la recordara. “Alicia no soportó la última operación”, le dijo.
Reséndiz colgó el teléfono. Fue hacia el ventanal de su departamento y se quedó contemplando la llovizna incesante y el cielo gris, sin estrellas.