1. Color de ausencia
Durante los últimos años de su larga vida, Elías Nandino se instaló de manera definitiva en su casa de Cocula, el pueblo donde había nacido justo al comienzo del siglo pasado, el 19 de abril de 1900. Vivía solo y disfrutaba de su soledad. “Por las noches, cuando no puedo dormir, abro los ojos en la oscuridad y enciendo un recuerdo”, nos decía. Nada cuesta imaginar el desfile de imágenes que iluminaban sus noches. Los amores más o menos fugaces, las caminatas hacia la cumbre del Popocatépetl, las incontables veladas frente a la hoja en blanco, las noches de juerga en el Salón México, la “sola y enorme mirada” de Xavier Villaurrutia… Qué caudal de imágenes habrá conservado el querido poeta. ¿Volvería, tal vez sin quererlo, a vivir aquella escena del fusilamiento que presenció a sus diez años durante la Revolución y a los ahorcados meciéndose entre las ramas de los tabachines en la plaza de su pueblo? ¿El sabor de la bolita de chocolate con que lo mimaba su abuela? “Cuando chiquillo, Cocula era para mí el centro del mundo. En aquel entonces no lo analizaba, nomás gozaba las estaciones, el tiempo de aguas y el de secas, que era lo más evidente a mis ojos de niño, porque el pueblo empezaba a resucitar con la lluvia y después como que se moría, como que quedaba en un letargo hasta que llegaban las otras lluvias”.
Elías Nandino vivía solo, nunca aislado, en su casa de dos pisos en la calle Independencia. Recibía constantes visitas de sus alumnos, periodistas, investigadores y escritores; les leía cuentos a los niños que se acercaban a su biblioteca y no obstante haber dejado de practicar la medicina, atendía a sus paisanos sin cobrarles un peso. En diversas ocasiones compartió con nosotros el deseo de que sus restos mortales reposaran en el cementerio de Cocula donde, efectivamente, se encuentran ahora en una tumba más bien modesta, justo a la entrada del camposanto. Ya en su madurez había escrito el “Canto a mi pueblo”, donde pronostica que habría de regresar “a dejarte mi polvo”. Un poema que junto con otros versos y un apunte biográfico puede leerse enmarcado en los portales de Cocula, frente a la plaza donde su estatua, de cuerpo entero, ostenta una placa que lo define como gran poeta modernista, cuando, a todas luces, Elías Nandino no perteneció a dicho movimiento literario.
Mi pueblo es diferente porque no tiene nada,
con el sol se transforma en muerte iluminada,
y en las calles desnudas como sendas de brasas:
de vez en cuando cruza la humilde sombra exacta
de una niña o de un hombre, de un anciano o de un ángel,
que se dan un saludo sin darse la mirada
y se borran disueltos en la luz despiadada…
2. Río de sombra
Hoy en día todos estos personajes —hombres y ángeles, niñas y ancianos— parecen haber hallado en la motocicleta el medio de transporte idóneo para circular por las calles de Cocula. Y lo hacen a toda velocidad, sin protección alguna. Son los últimos días de septiembre y el pueblo se dispone a celebrar las fiestas de San Miguel Arcángel, su santo patrono, y a recordar el trigésimo aniversario luctuoso de Elías Nandino, el próximo 2 de octubre.
El taller literario que lleva su nombre y con el que trabajaré de lunes a viernes, sesiona en la Casa de la Cultura, un edificio que se levanta sobre los cimientos de un centro deportivo. En la sesión inaugural me acompaña el poeta Carlos Vicente Castro, coordinador actual del taller, y una veintena de entusiastas talleristas capitaneados por Eusebio Martínez, a quien cariñosamente llaman “el profe”. El recinto, un gran salón de paredes desnudas y ventanas cubiertas por cortinas de un deslavado color púrpura, me hace pensar en el recibidor de una funeraria. ¿No sería mejor trabajar en la antigua casa de Nandino, donada por él al Gobierno de Jalisco y convertida ahora en biblioteca y museo de sitio, al amparo de su recuerdo y de los libros? Luego de algunas gestiones, que interpreto como una rivalidad o mera falta de coordinación entre funcionarios culturales, nos cambiaremos de escenario.
A la casa original se le añadió hace años un ala nueva, anexa al patio central, para albergar los numerosos volúmenes, me cuenta Jaime Hernández, encargado del recinto y a quien conozco desde hace más de treinta años, cuando fue el propio Nandino quien le encomendó la tarea. Provisto de mesas y algunas computadoras, amén de una buena cantidad de estantes repletos de libros y decorado con fotografías y carteles alusivos a Nandino, el amplio salón, con un pequeño patio al fondo, me parece un espacio mucho más acogedor. Sin embargo, Jaime se muestra incómodo. Me explica que en los años más recientes han tenido que sobrevivir batallando contra los constantes recortes presupuestales a los que se suma el franco desinterés de quienes a nivel municipal y estatal tendrían que ser los principales cuidadores del legado de Nandino. Cuando le pregunto por el museo de sitio que alguna vez visité en la segunda planta de la casa, el desconsuelo de Jaime se acentúa. “Es un desastre, una parte del techo está por caerse, hace ya mucho tiempo que no lo abrimos al público. Pero si quieres verlo tengo la llave”.
3. Cerca de lo lejos
Es de madrugada y en las calles vacías de Cocula impera un raro silencio. Tal vez esas dos sombras que avanzan responden todavía a los nombres de Elías y Xavier. Ambos conversan animadamente, se detienen a la luz de un farol y el más alto enciende un Raleigh que le pasa a su amigo, acto seguido enciende otro que fuma con la avidez que lo caracteriza.
—¿Puedes creerlo, Xavier? Mis paisanos han conservado mis cosas como un bien preciado. Las fotografías firmadas por Celia, Agustín y mi querida Yolanda Montes… Entre tantas otras. Los álbumes con todos esos recortes de prensa perfectamente catalogados… Mis diplomas y reconocimientos. ¡Cuántos recuerdos! Las primeras ediciones de mis libros que con tanto esmero mandé encuadernar en piel, mi máquina de escribir Olimpia, los lentes de fondo de botella y hasta el aparato para la sordera que no he vuelto a usar jamás…
—Te envidio, querido, yo solo tuve una casa y ahora es nada. Pero, dime, ¿cómo hiciste para conseguir esa fotografía que nos tomó al pasar un fotógrafo ambulante por las calles del centro, en la Capital?
—Ah, ese es un pequeño secreto que te revelaré un día de éstos. Vamos a continuar con el paseo, siempre soñé con traerte a visitar mi pueblo. Por esta calle llegaremos hasta el panteón. No te asustes, sólo quiero mostrarte nuestros epitafios colocados a la entrada, te prometo que no iremos más allá.
—Qué cosas dices, Elías, cuando bien sabes que el más allá es desde hace tiempo nuestro lugar.
Y se fueron fumando, apenas iluminados por la luz de unas cuantas farolas.
AQ