El rey | Por Christine Hüttinger

Ficción

En este relato, sentado sobre un raído taburete, el protagonista imagina estar en un trono; una de sus manos parece sostener el globo imperial mientras la otra “parecía querer estrechar el cetro pesado”.

Me posé en mi asiento, un bajo taburete de cocina tejido de mimbre, y mi mirada vagaba por la cocina. (Ilustración: Simón Serrano)
Christine Hüttinger
Ciudad de México /

¿Qué es el Schne...tz? El Schnetz es una palabra corta, totalmente desconocida para mí. Por la secuencia de consonantes creo distinguir que se trata de una palabra del idioma alemán, que, en contraste con, por ejemplo, el español o el italiano, consiste en una sucesión crepitante de sonidos explosivos, presurosos, tamborileantes y apretados. Pero no conozco la palabra. Tampoco podría señalar a qué dominio pertenece. ¿Tiene que ver con schmatzen, que en alemán significa chasquear con la lengua al comer? ¿El sonido que se produce al trago voraz del alimento? ¿O tiene que ver con trocear? El proceso que a veces antecede a la ingestión de los alimentos y consiste en desmenuzar los ingredientes en pequeños fragmentos. Simplemente no me explico esta palabra.

Me posé en mi asiento, un bajo taburete de cocina tejido de mimbre, y mi mirada vagaba por la cocina. La pared ennegrecida por el hollín detrás de la estufa, el ancho fogón de rústico ladrillo con sus rejillas de metal, dispuestas a soportar ollas pesadas de hierro colado. En la pared opuesta, una gran variedad de alimentos, especias, verdura, fruta. Mis ojos percibían una danza colorida. De repente, limones, con amarillo fulgor, cautivaron mi mirada errante. ¡Frutos del mediodía y del mar! ¡Hijos de cielos azules y de música suave! ¡Aquí, en esta región de escasa luz, aún irradian la luminosidad de su tierra!

Con tristeza, me di la vuelta sobre mi asiento de limones. Desde la ventana se escuchó el ruido insidioso de un auto. Permanecí sentado en silencio. ¿Quién podría ser? No esperaba ninguna visita. Una interrupción molesta de mi soledad sería un fastidio extremo para mí.

El ruido del motor murió. Sin levantarme, atisbé a través de la ventana, pero ahora con mayor precisión y agudeza que antes. Vi copos de nieve. Los copos caían desde el suelo hacia arriba. Eso, de hecho, era muy raro. ¿Acaso la caída o el deslizamiento de los copos de nieve no es un movimiento que se caracteriza por realizarse de arriba hacia abajo y que cumple, de esta manera, con delicadeza y levedad, las leyes de atracción de los cuerpos en razón de su masa? Caramba, describo lo que veo, y eso era hoy diferente a otros días.

Los copos de nieve caían hacia arriba. Mi pequeño y raído taburete en la cocina sofocante y fría se convirtió en trono. Disfruté la sensación solemne de estar sentado en un trono. Una calma majestuosa invadió mis muslos, se extendió hacia mis pies, firmemente anclados en el piso, y se apropió de mi cuerpo entero. Así se sienta un rey sobre su trono. Ya mi mano hizo el gesto para sostener el globo imperial, y la otra parecía querer estrechar el cetro pesado. El cuello inclinado ligeramente hacia adelante, pues tenía que ejercer un contrapeso a la presión abrumante de la capa de armiño, ajustada por un broche suntuoso.

La ventana se abrió de golpe. No podía ver a nadie que hubiera abierto los asideros de la ventana y movido los batientes. Estaba sentado como rey silencioso y observaba lo que pasaba en mi reino. Las cosas se habían independizado. Inventaron sus propias leyes. De repente, un olor agrio subió a mi nariz, se enredó entre las delgadas membranas y ascendió hasta el cerebro. Allí se asimiló la sensación olfatoria, se transmitió y se interpretó. Lo que había causado el estímulo sobre las paredes internas de mi nariz debían ser inmundicias. Se trataba —así la interpretación— de una mezcla repugnante de restos alimenticios podridos, cáscaras de verdura y despojos de fruta. Y de un brebaje que, durante el proceso de putrefacción, se despedía como bazofia de los objetos sólidos, formando así una capa lodosa nauseabunda. Esas eran las impresiones olfatorias que percibía el rey en su trono. Con cautela, miró delante de sí. Habían cambiado tantas cosas que le parecía mejor actuar con precaución para que los acontecimientos no lo tomaran de sorpresa. Entonces, vio la causa del trastorno oloroso. Una cubeta con desechos se había volteado, derramando su contenido sobre los reales pies. Paulatinamente, los pies reales percibían que la masa asquerosa los empapaba. Los dedos se movían hacia arriba y hacia abajo en un chasquido desagradable.

El rey dejaba sus pies y sus dedos en el cieno. Permitió que saborearan el lodo. Sin embargo, intentó que el resto de su cuerpo conservara la postura real. Otra vez: la espalda recta, una mano que parecía empuñar el cetro, en la otra parecía que descansaba el globo imperial, tranquilo y pesado; el cuello se estira ligeramente hacia adelante para que no sea jalado hacia atrás por el peso de la capa de armiño. Los ojos miran de frente. A través de la ventana abierta se arremolina la nieve a la cocina grisácea. La nieve fría y suave cubre la figura silenciosa y obscura que, con mirada sosegada y serena, no pierde los estribos. Un rey en su absurdo reino. Un rey que ocupa su trono. Está sentado en un asiento. El asiento real es un asiento de limones. El rey está llorando.

Christine Hüttinger

Autora, entre otros libros, de ‘Cronología de los sentimientos’. Nació en Salzburgo, Austria, pero radica en México. Actualmente trabaja como profesora e investigadora de tiempo completo en el Departamento de Humanidades de la Universidad Autónoma Metropolitana Azcapotzalco.

AQ

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