Concede el consuelo de Israel
A uno que tiene ochenta años y no tiene mañana.
Transcribo aquí (¿para qué?) unos versos de Eliot. En cualquier caso, no como posible lema para uno de mis libros, porque yo no voy a escribir nada nunca más. Y si, a pesar de todo, escribo estas líneas, en absoluto las considero literatura. Ya he escrito suficiente literatura, durante sesenta años no he hecho otra cosa, pero permítaseme ahora, al final del final, un momento de lucidez: todo lo que he escrito después de los treinta años no ha sido más que una penosa impostura. Estoy harto de escribir sin la esperanza de poder superarme algún día, de poder saltar más allá de mi propia sombra. Es cierto que, hasta cierto punto, he sido honesto de la única manera en que puede serlo un artista, es decir, he querido contarlo todo sobre mí, absolutamente todo. Pero la ilusión ha sido más amarga si cabe, dado que la literatura no es el medio adecuado para decir algo real sobre uno mismo. Junto con las primeras líneas que despliegas en la página, en esa mano que sujeta la pluma, entra, como en un guante, una mano ajena, burlona, y tu imagen, reflejada en el espejo de las páginas, se escurre en todas direcciones como si fuera azogue, de tal manera que de sus burbujas deformadas cristalizan la Araña o el Gusano o el Fauno o el Unicornio o Dios, cuando de hecho tú solo querías hablar sobre ti. La literatura es teratología.
Desde hace unos cuantos años, duermo mal y sueño con un viejo que enloquece por culpa de la soledad. Únicamente el sueño me refleja de forma realista. Me despierto llorando de soledad, incluso aunque de día me sienta acompañado por aquellos de mis amigos que aún viven. Ya no puedo soportar mi vida, pero el hecho de entrar hoy o mañana en una muerte infinita, me obliga a intentar pensar. Por ello —puesto que tengo que pensar, como aquel que, arrojado en el laberinto, tiene que buscar una salida entre paredes embadurnadas de estiércol, o incluso a través de la boca de una ratonera— y solo por ello, escribo estas líneas. No por demostrar(me) que Dios existe. Desgraciadamente, y a pesar de todos mis esfuerzos, nunca he sido creyente, no he sufrido crisis de fe ni de negación de la fe. Quizá habría sido mejor serlo, porque la escritura exige drama y el drama nace de esa lucha agónica entre la esperanza y la desesperanza, en la que la fe desempeña un papel, me imagino, esencial. En mi juventud, la mitad de los escritores se convertía y la otra mitad perdía la fe, pero en su obra literaria el efecto era más o menos el mismo. ¡Cómo los envidiaba yo por aquel fuego que sus demonios atizaban bajo los calderos en que se regodeaban como artistas! Y mírame ahora, en mi escondrijo, un ovillo de harapos y cartílagos por cuya mente o corazón nadie apostaría, porque a mí nadie puede ya quitarme nada.
Permanezco aquí, en mi sillón, aterrorizado por la idea de que ahí fuera ya no exista nada más que una noche sólida como un infinito témpano de brea, una niebla negra que ha engullido lentamente, a medida que he ido envejeciendo, las ciudades, las casas, las calles, los rostros. Parece que el único sol del universo es la bombilla de la lámpara y lo único que ilumina es el rostro de un anciano, arrugado como un higo.
Cuando yo haya muerto, mi cripta, mi guarida, seguirá flotando en esa niebla negra y sólida, y llevará estas hojas a ninguna parte para que nadie las lea. Pero en ellas está, al fin y al cabo, todo. He escrito varios miles de páginas de literatura —polvo, nada más que polvo—. Intrigas construidas de forma magistral, fantoches con sonrisas galvanizadas, pero, ¿cómo vas a poder decir algo, por poco que sea, en esta inmensa convención que es el arte? Querrías sacudir el corazón del lector pero, ¿qué hace él? A las tres terminas tu libro y a las cuatro empiezas con otro, por muy bueno que sea el libro que tú hayas depositado en sus manos. Sin embargo, estas diez o quince páginas son otra cosa, se trata de un juego diferente. Mi lector de ahora no es otro que la muerte. Veo ya sus ojos negros, húmedos, atentos como los ojos de una adolescente, leer mientras completo una línea tras otra. Estas hojas contienen mi proyecto de inmortalidad.
Digo proyecto, aunque todo —y ese es mi triunfo y mi esperanza— es verdad. Qué extraño: la mayoría de los personajes que pueblan mis libros son inventados pero todo el mundo los ha tomado por copias de la realidad. Apenas ahora he reunido el valor suficiente para escribir sobre un hombre real que vivió mucho tiempo a mi lado pero que, en mi convención artística, habría resultado completamente inverosímil. Ningún lector habría aceptado que en su mundo pudiera vivir, apretujado en el mismo tranvía, respirando el mismo aire, un hombre cuya vida es la demostración matemática de un orden en el que ya nadie cree o en el que cree tan solo porque es absurdo. ¡Pero, ay! El Ruletista no es un sueño, no es la alucinación de un cerebro escleroso ni tampoco una coartada. Ahora, cuando pienso en él, estoy convencido de que también yo conocí a aquel mendigo del final del puente, sobre el que hablaba Rilke, en torno al cual giran todos los mundos.
Así pues, querido nadie, el Ruletista existió. También la ruleta existió. No has oído hablar de ella pero, dime, ¿qué has oído sobre Agartha? Yo viví la época inverosímil de la ruleta, vi cómo se derrumbaban y cómo se amasaban fortunas a la luz feroz de la pólvora. También yo aullé en aquellos sótanos pequeños y lloré de alegría cuando sacaban a un hombre con los sesos reventados. Conocí a grandes magnates de la ruleta, a industriales, a terratenientes, a banqueros que apostaban sumas muchas veces exorbitantes. Durante más de diez años, la ruleta fue el pan y el circo de nuestro sereno infierno. ¿Que no se ha oído ningún rumor sobre ella en los últimos cuarenta años? Piensa un poco, ¿cuántos miles de años han transcurrido desde los misterios griegos? ¿Conoce alguien acaso qué sucedía en realidad en aquellas cavernas? Cuando se trata de sangre, impera el silencio. Todos han callado, tal vez cada uno de los testigos haya dejado a su muerte unos folios tan inútiles como estos, a los que seguirá, con un dedo esquelético, solo la muerte. La muerte individual de cada uno, el gemelo negro que nació junto con él.
El hombre sobre el que escribo aquí tenía un nombre cualquiera que todo el mundo olvidó porque, al poco tiempo, ya era conocido como “el Ruletista”. Al decir “el Ruletista” se referían solo a él, aunque ruletistas hubiera bastantes. Lo recuerdo con nitidez: una figura hosca, un rostro triangular sobre un cuello largo, pálido y delgado, de piel seca y cabellos rojizos. Ojos de mono amargado, asimétricos, creo que de diferente tamaño. Causaba una cierta impresión de desaliño, de suciedad. Ese mismo aspecto presentaba tanto con sus harapos de la granja como con los esmóquines que vestiría más adelante. ¡Dios mío, qué tentado estoy de escribir una hagiografía, de arrojar una luz transfinita sobre su rostro y de ponerle fuego en la mirada! Pero tengo que apretar los dientes y tragarme estos tics miserables. El Ruletista tenía una cara sombría, como de campesino pudiente, con la mitad de los dientes de metal y la otra mitad de carbón. Desde que lo conocí y hasta el día de su muerte (por culpa de un revólver, pero no de un balazo) presentó siempre el mismo aspecto. Y, sin embargo, ha sido el único hombre al que le fue concedido vislumbrar al infinito Dios matemático y luchar cuerpo a cuerpo con él.
No es mérito mío el haberlo conocido y poder escribir sobre él. Podría construir, únicamente con su figura ante mis ojos, todo un andamio enormemente ramificado, una Babel de papel, un Bildungsroman de mil páginas, en el que yo, un humilde Serenus Zeitblom,* seguiría con el corazón en un puño la demonización progresiva del nuevo Adrian. ¿Y después? Incluso aunque —algo muy poco probable— consiguiera crear lo que no he creado en sesenta años de trabajo —una obra maestra—, me pregunto para qué… Para mi objetivo final, para mi gran apuesta (junto a la cual todas las obras maestras del mundo no son más que polvo de clepsidra), es suficiente con hilvanar en tres líneas las etapas de la vida larvaria de un psicópata: el niño brutal, de rostro sombrío, que corta insectos en pedacitos y mata pájaros a pedradas, obsesionado por el juego de canicas y el lanzamiento de herradura (lo recuerdo perdiendo, perdiendo siempre dinero, canicas, botones y peleándose luego con desesperación); el adolescente con arrebatos de furia epiléptica y un apetito erótico exacerbado; el preso condenado por violación y robo. Creo que el único “amigo” que tuvo en toda esta tortuosa etapa de su vida fui yo, tal vez porque nos conocíamos desde niños dado que nuestros padres eran vecinos. En cualquier caso, nunca me pegó y me miraba con menos recelo que a los demás, quienesquiera que fueran. Lo visité también en varias ocasiones —me acuerdo— en la cárcel, donde, en el frío verdoso del locutorio, se quejaba todo el tiempo, lanzando unos horribles juramentos, de la mala suerte que tenía en el póquer y me pedía dinero. Casi lloraba por la humillación de perder siempre, de no ser capaz de quedarse con el dinero de los demás en ninguna de las miles de manos que jugaba. Permanecía allí, paralizado sobre el banco verde: un tipo insignificante con los ojos enrojecidos por la conjuntivitis.
No, me resulta imposible hablar sobre él de forma realista. ¿Cómo voy a describir con realismo una parábola viva? Cualquier artificio, cualquier giro o automatismo estilístico que suene a prosa, me horroriza. Tengo que señalar que, tras abandonar la cárcel, se dio a la bebida y que en un año se degradó muchísimo. No tenía trabajo y los únicos lugares donde podías estar seguro de encontrarlo eran algunas tascas de mala muerte donde creo que, además, también dormía. Lo veías pasear de mesa en mesa, vestido con ese estilo inconfundible de los borrachos (una chaqueta directamente sobre la piel y el dobladillo de los pantalones barriendo la acera), pedir que lo invitaran a una jarra de cerveza. Asistí muchas veces a aquella farsa siniestra, para mí dolorosa pero al mismo tiempo divertida, a que lo sometían de vez en cuando algunos parroquianos de la taberna: le hacían venir a su mesa y le decían que conseguiría la cerveza si sacaba el palillo más largo de las dos cerillas que tenían en el puño. Y se morían de risa cuando sacaba siempre el palillo más corto. Nunca —estoy completamente seguro— se “ganó” una cerveza de esta forma.
Más o menos por aquel entonces aparecieron mis primeros relatos en algunas revistas y, poco tiempo después, mi primer volumen de cuentos, que considero, aún hoy, lo mejor que he hecho nunca. En aquella época era feliz con cada línea que escribía, sentía que competía no con los escritores de mi generación, sino con los grandes escritores del mundo. Penetré, poco a poco, en la conciencia del público y del mundillo literario, fui adulado y vituperado a partes iguales. Me casé por primera vez y sentí, en fin, que estaba vivo. Pero esto me resultó fatal porque la escritura no va habitualmente de la mano de la riqueza ni de la felicidad. Ya me había olvidado, por supuesto, de mi amigo, cuando lo volví a encontrar unos años más tarde en un lugar de lo más inverosímil tratándose de él: en un restaurante del centro, bajo la luz tenue, alucinada, de los brazos de unos candelabros con prismas irisados. Hablaba tranquilamente con mi esposa mientras paseaba la mirada por la sala cuando un grupo de hombres de negocios, sentados en torno a una mesa colmada de forma ostentosa, atrajo de repente mi atención. En medio de ellos, y centro de sus miradas, se encontraba él, con su rostro alargado y enjuto, vestido de tiros largos pero con su eterno aspecto de granuja de ojos apagados. Permanecía recostado con gesto de hastío mientras los demás charloteaban con una animación no exenta de zafiedad. Siempre he sentido repulsión ante las mejillas relucientes y los trajes de enterrador indecente con que ese tipo de hombres gusta de hacerse notar. Pero, ciertamente, me sentía en primer lugar contrariado por la inesperada prosperidad material de mi amigo. Me acerqué a su mesa y le tendí la mano…
* Personaje, junto con Adrian, de la novela Doctor Fausto, de Thomas Mann. (Nota de la traductora.)
AQ