El sabor de las letras

Toscanadas | Nuestros columnistas

Habría que educar el paladar antes de exigir que cambien las recetas. Lo mismo ocurre en la literatura.

Los turistas faltos de curiosidad suelen ser pésimos críticos culinarios. (Imagen generada con DALL E)
David Toscana
Ciudad de México /

Tras su viaje a Madrid en 1865, Manet escribió varias cartas lamentándose de la mala comida. A Baudelaire le dijo que España era una fiesta para el ojo, mas no para el estómago. “Cuando te sientas a la mesa, dan ganas de vomitar antes que comer”. Las viandas le parecían grasosas y no tenía paladar para esos vinos que con tanto gusto bebía Sancho Panza. En cambio, la vista de Manet gozó con las mujeres, Velázquez y las corridas de toros.

Hay que creerle más al ojo de Manet que a su paladar. Los turistas faltos de curiosidad suelen ser pésimos críticos culinarios; a fin de cuentas, su maestro fue Thomas Couture y no Brillat-Savarin.

Cuando viví en Lisboa, solía visitar un restaurante que cargaba con pésimas reseñas en los portales turísticos. Servían una deliciosa cabidela, pero a muchos gringos les asqueaba enterarse de que esta sabrosura se cocina con la sangre del pollo. Con sus gustos macdonaldizados, desde una deficiente formación palatal, se ponen a emitir juicios con la certeza de un perito.

Si a alguien le molesta comer orelha de porco, el problema no está en la oreja. Esos turistas califican mal el queijo amanteigado, las tripas à moda do Porto, la feijoada de lulas, las enguias o los caracóis, porque su aspecto no es nítido, tranquilizador y conocido como el de un bistec.

Muchos adultos hacen muecas de bebé al probar o apenas oler ciertos quesos franceses. Se espantan ante las tripas. Rehúyen los corazones de pollo. Eluden las galaretkas polacas. Reprueban tantas otras cosas, no asumiendo una condición de subdesarrollo papilar y olfativo, sino demeritando el plato. Cuánta ramplonería hay en los turistas que gesticulan horrorizados cuando se le echa limón a unas chocolatas. Creepy! It’s alive! Disgusting!

Para tal gente, los huevos serían lo más repugnante visual, biológica y gustativamente, si no fuera porque los conocieron desde antes de desarrollar su capacidad de rechazo.

Y sin embargo, estos chabacanos opinadores tienen tal poder que comienzan a modificar la oferta de las tabernas. El que ahora muchos sustituyan la sangre por tomate en la cabidela es tan desatinado como hacer moronga con V8.

Muchos madrileños aman los bocadillos de calamar. El hecho de que a mí no me gusten no me da el derecho de afirmar que es una comida poco sabrosa. El juicio sobre éstos se lo dejo a algún avezado comedor que pueda decir si el calamar estaba pasado o lo frieron en mal aceite o si el pan es viejo o si se les pasó la sal o, por el contrario, si todo estaba en su punto. Hago juicios sobre el tequila; nunca sobre el mezcal.

Los amables lectores que han llegado hasta esta línea, ahora imaginen las implicaciones de este artículo si no hubiese tratado de comida, sino de literatura.

AQ

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