El silencio de Dios

Cine

Tarkovski aborda la metáfora del creador como un padre cuya ausencia es incomprensible para el hijo.

Fotograma de 'El sacrificio', de Andréi Tarkovski.
Fernando Zamora
Ciudad de México /

La vida consiste en ir construyendo nuestra propia memoria. Recordamos para dar sentido al existir y además para fabular. Junto a los ríos de Babilonia, dice el Salmo, nos sentamos recordando a Sion. Muchos de aquellos exiliados nunca conocieron Jerusalén, pero sus padres les contaron historias de La Montaña Sagrada. He aquí la importancia del arte de narrar.

Las fábulas producen en nosotros, los desterrados, memorias de cosas que nunca vivimos: hechos heroicos, terribles y hermosos. Un monte en Jerusalén. Recordando mi vida (utilizando el método que usó Warburg en su Atlas de la memoria) llego hasta la raíz de este amor.

Cuando cumplí seis años, mis padres me llevaron al cine Tlalpan. Cuando terminó la función y preguntaron ¿qué quieres hacer? Yo contesté feliz: volver a ver la película. Gracias al internet, muchos años después, supe que lo que vi en aquel cine de barrio era una película para niños que dirigió Karel Kachyna, cineasta de un país que no existe ya y cuyo clásico, Transporte a Viena, puede verse aquí.

Kachyna plantó en el árbol de mi memoria una semilla que comenzó a desarrollarse y terminó por crecer en tiempos igualmente antiguos en una fiesta que vivíamos los hombres del siglo pasado que se llamaba en el D.F. Muestra Internacional de Cine de la Cineteca Nacional. En ella pude ver El sacrificio de Tarkovski (disponible en MUBI). La sinopsis parece simple: un hombre que tiene un hijo a quien llama “hombrecito” y al que acaban de operar de paperas (por lo que no habla) despierta una mañana para ver en las noticias que ha comenzado la guerra nuclear. Aterrado, recuerda que recientemente hojeó un libro de iconos en el que contempló la Trinidad de Andrei Rubliov. El hombre decide creer. Reza a Dios: te doy lo que más amo, te doy a mi hijo, al hombrecito, si puedes salvar a la humanidad. A la mañana siguiente, luego de un sueño raro en que él mismo levita, la guerra no existe ya. El protagonista, claro, no sabe si todo aquello de la guerra nuclear fue solo un sueño o hizo una petición que fue escuchada. Pero, habiendo creído no hay marcha atrás. El hombre tiene que sacrificar a su hijo y lo hace sacrificándose a sí mismo, dejando de hablar.

Estoy convencido de que el único modo de saber si una película te ha gustado es que la recuerdes una y otra vez a lo largo de tu vida. Si se incrusta en tus recuerdos. Esos que, según Apichatpong Weerasethakul (en Memoria, del 2021) te unifican de modo intangible con las piedras y las hojas de los árboles; con Sion y los ruidos de un guijarro que ahora mismo golpea contra otro guijarro en un arroyo tailandés.

La idea cobra sentido nuevamente en el cine, en la luz parpadeante que pega en los ojos y les da ilusión de movimiento. Luz que viene de todas partes y que se va por doquier. El sacrificio es una obra teológica. En el final, cuando escuchamos al niño hablar por primera vez y comienza la Misa de Bach, entendemos que en el principio era el Verbo. Y pregunta el niño ¿por qué papá? La respuesta no la sabremos. El protagonista de El sacrificio ha dejado de hablar. Se lo llevan por loco. Se aleja para siempre. ¿Por qué, papá? Esta pregunta es un leitmotiv en el cine de Tarkovski quien tal vez retomó el final de La Comedia de Dante y en el cine del maestro ruso equivale a preguntarle a Dios: ¿por qué te has callado? Tal vez para que la humanidad, que somos nosotros (el hombrecito) podamos tener una voz, una historia con la que ir construyendo una vida frente al silencio de Dios.

Fernando Zamora.

Escritor, guionista, crítico de cine. Es autor de la novela 'Por debajo del agua' y del guion de la película 'Mar de fondo'.

AQ

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