Es obvio que el escritor se relaciona con el mundo a través del lenguaje escrito, altamente diferenciado del habla. En un poema, un cuento, una novela, un ensayo o una carta, el emisor entabla un diálogo con alguien a quien seguramente no conoce y que espera que esté ahí para recibir su mensaje.
La escritura artística contemporánea, mientras más clara, mejor, pues su propósito es conectar a los hombres y construir, en la medida posible, un entendimiento. Por ende, la escritura, como lenguaje, es un hecho social.
Definamos el concepto: el lenguaje es un depósito de experiencias, conocimientos, ideas que se convierten en energía. Quiérase o no, esta energía nos regresa al pasado a fin de dar cuenta del presente e intentar allanar el porvenir.
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El arte, hablamos de su manifestación escrita, se vale del “ayer” para hablarnos del “hoy”. Pero el arte, como el espíritu, es caprichoso y toma en préstamo a quien se le antoja, aunque otorgándole libre albedrío. Ese “alguien” tiene la libertad de honrar o no el llamado. Así las cosas, el escritor no es un “ente” en sí, es un medio para que la tribu, sus cofrades, hable. Ese “ente”, llámese Miguel de Cervantes (1547–1616) o Rosario Castellanos (1925–1974), siempre recurre a ese depósito conocido también como acervo, heredad, tradición.
Un nicaragüense de nombre Ernesto Cardenal (1925–2022) fue llamado a ser poeta. En 1961 dio a publicar sus Epigramas y, dos años más tarde, sus Salmos (1964). Tanto los Epigramas como los Salmos se convirtieron en el salterio, o libro de oración que encendería las brasas para ir en busca de libertad mediante Dios y el conocimiento.
Ernesto Cardenal, consciente del depósito —llamémoslo pozo—, fue a él muchas veces por agua cual Agar, la madre de Ismael en el desierto, movido por su fervor religioso.
El joven aprendiz de sacerdote, finamente educado por los jesuitas en el Colegio Centroamérica, descubrió que al reformular los epigramas de los poetas latinos Catulo (87 a.C.–57 a.C.) y Marcial (c. 40–104) y los salmos del rey David (c. 1040 a.C.–966 a.C.) podía dar cuenta de los dolores de la Nicaragua de aquellos años.
A través de la sátira, el apóstrofe y el quejido, Ernesto Cardenal ridiculizó, denunció y se lamentó del grave problema de las dictaduras que, para llanto y desconsuelo nuestro, siguen atenazándonos el corazón.
Cardenal albergó la esperanza de una Nicaragua justa. Sin embargo, esas esperanzas se estrellaron en el momento en que Daniel Ortega (1945) y Rosario Murillo (1951), la desquiciada Lady Macbeth tropical que maneja los hilos de un cruento tapiz adornado con la santería aprendida en Cuba, se alzaron con el poder en 1979.
La revolución sandinista, abanderada en sus inicios por el poeta Cardenal, produjo y sigue produciendo el mayor baño de sangre en la historia de Nicaragua. A ello se le suman torturas, destierros y el exilio de más de un millón de nicaragüenses en un país con una baja población. Nicaragua es el mayor Gulag o quizás la más grande cárcel del mundo en 2025, año en que celebramos el centenario del natalicio del poeta.
Sin embargo, como el salmista que compuso gran parte de su obra durante el destierro en Babilonia, los nicaragüenses celebramos la obra de Ernesto Cardenal en el exilio. El mundo no se ha enterado de que el poeta nicaragüense más reconocido después de Rubén Darío (1867–1916) fue profanado en su féretro cuando Rosario Murillo mandó a sus turbas a golpear a los asistentes de las exequias en la catedral de Managua. Su último poema, “Con la puerta cerrada”, contiene versos que dicen así:
las cárceles llenas y las calles vacías.
Una cárcel con el nombre del campamento de Sandino
y también el niño Conrado desangrándose
porque a los médicos se les prohibió atenderlo
y murió diciendo «Me duele respirar».
A todo el país nos duele respirar,
el país entero en manos de una loca,
la del estéril bosque de árboles de hierro.
Obra y autor no son lo mismo. Por eso, del año 1964 nos llegan estos versos y nos hablan empecinadamente a nicaragüenses, mexicanos, estadunidenses, palestinos, etcétera:
Bienaventurado el hombre que no sigue las
consignas del Partido
ni asiste a sus mítines
ni se sienta en la mesa con los gangsters
ni con los Generales en el Consejo de Guerra
Bienaventurado el hombre que no espía a su
hermano
ni delata a su compañero de colegio
Bienaventurado el hombre que no lee los anuncios
comerciales
ni escucha sus radios
ni cree en sus slogans.
Será como un árbol plantado junto a una fuente.
“Salmo I”
A quienes ven a Ernesto Cardenal como político y no pueden apreciar su obra habría que recordarles las palabras de Catulo: Odi et amo. Quare id faciam? fortasse requiris / Nescio, sed fieri sentio et excrucior (“Odio y amo. ¿Cómo es posible?/ preguntarás acaso. No lo sé, pero siento que me ocurre y me atormenta”).
Tenemos el salterio en mano. ¿Amamos u odiamos?
Roberto Carlos Pérez (Granada, Nicaragua, 1976). Es autor del libro de cuentos ‘Alrededor de la medianoche y otros relatos de vértigo en la historia’ (2012 y 2016) y editor de ‘José Emilio Pacheco en Maryland (1985 - 2007)’, ensayos en homenaje al poeta mexicano.
AQ