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El “ser nacional”

En los albores de la globalización se publicaron trabajos cardinales acerca de la identidad nacional y de la subordinación de los pueblos originarios dentro del orden dominante.

Carlos Illades
Ciudad de México /

La pregunta sobre el ser nacional obsesionó a la intelectualidad mexicana. En el siglo XIX la disyuntiva más elemental era encontrar una ruta propia o asumir la herencia española. Eso confrontó la postura de Ignacio Manuel Altamirano con la de Francisco Pimentel a la hora de definir el canon de la literatura nacional: el escritor tixtleco era partidario de lo primero, en tanto que el hacendado aguascalentense se inclinaba por seguir la senda metropolitana. Pimentel incluso planteó acabar con la “raza indígena” a instancias de sucesivos mestizajes con los blancos que terminar disolviendo tanto los rasgos fisonómicos como las creencias paganas de los nativos mesoamericanos. En el Porfiriato Justo Sierra y Andrés Molina Enríquez identificarían al mestizo con el mexicano, siendo este el sujeto de la historia nacional y la nueva simiente surgida de la fusión de ambas culturas.

A principios del siglo XX Julio Guerrero encontró impresos en la naturaleza del indígena el atraso, la barbarie y la reactividad al progreso fraguada por su noción circular del tiempo, que lo ataba irremediablemente a la repetición, tesis transliterada por Samuel Ramos en El perfil del hombre y la cultura en México (1934), y reconfigurada por Octavio Paz como la fatalidad materializada en la historia reciente en la ofrenda de sangre en Tlatelolco y en la guerra florida en la Lacandona. Los hiperiones dieron sustancia a la filosofía de lo mexicano e hicieron a un lado la tesis de Ramos de acuerdo con la cual la índole nacional residía en el complejo de inferioridad, proponiendo Emilio Uranga la “insuficiencia ontológica” debida a la accidentalidad del mexicano, es decir, “aquello [el mexicano] cuyo ser se halla en relación de íntima dependencia con algo que no es él mismo [Europa]”. Insuficiencia que Santiago Ramírez encontró en la constitución de la psique nacional. “Literatura barata” era para Revueltas este empeño de los intelectuales en “definir a los mexicanos por su sentido de la muerte, por su resentimiento, por su propensión a la paradoja y por sus inhibiciones y elusiones sexuales”, dado que el ser nacional no es una esencia sino “un proceso universal de transformación, integración y desintegración del hombre, localizado en un punto concreto del tiempo y del espacio”.

Portada de 'La jaula de la melancolía', de Roger Bartra. (Debolsillo)

En los albores de la globalización se publicaron trabajos cardinales acerca de la identidad nacional y de la subordinación de los pueblos originarios dentro del orden dominante, textos que retomaban con una mirada crítica el hilo tejido por la filosofía de lo mexicano, el indigenismo y la psicología social. La jaula de la melancolía (1987) desmontó el mito de la mexicanidad, el cual no era sino una construcción ideológica desde el poder que reafirmaba la subordinación de las clases populares al régimen, por lo que Bartra convocaba a los nacionales a deshacerse “de esa imaginaría que oprime nuestras conciencias y fortalece la dominación despótica del llamado Estado de la Revolución mexicana”. Esa imaginaría crearía a la vez el prototipo del mexicano tradicional, corporizado en el indio, impermeable al tiempo y al progreso, en su hábitat rural, y del mexicano moderno, el mestizo, ese ente en estado de naturaleza que era el pelado, esto es, el campesino de la ciudad que “vive la tragedia del fin del mundo agrario y del inicio de la civilización industrial”. Integrado bajo esa forma patética a la cultura nacional, el nuevo proletariado urbano abrevará en el resentimiento, convirtiéndose en “un paria en la propia sociedad que lo ha creado”. México profundo. Una civilización negada (1987), de Guillermo Bonfil Batalla, detectó la matriz de esta óptica clasista en la antítesis del mundo mesoamericano, invisibilizado por la colonización perpetuada hasta la actualidad mediante un dispositivo de “control cultural” que la naturaliza y refuerza, con el México imaginario de las élites occidentalizadas, que lo vampiriza, deforma, ignora y deshistoriza, por lo que “cualquier dato que ponga en evidencia el mundo indio presente en las ciudades, queda conjurado con el simple calificativo de naco”. De esta manera, “la ciudad se resguarda de su realidad profunda”.

Portada de 'México profundo. Una civilización negada', de Guillermo Bonfil Batalla. (Los Noventa)

De alguna manera el conflicto entre los dos Méxicos lo zanjaría por la globalización, de acuerdo con Bartra. En un mismo movimiento había caído el bloque soviético y entrado en su crisis terminal el régimen de la Revolución mexicana, con lo que la “occidentalización” en un lado, y la “norteamericanización”, en el otro, quebraron sus complejos sistemas de legitimación y consenso. En nuestro caso, la crisis puso fin “a las formas específicamente ‘mexicanas’” de legitimación e identidad. El antropólogo encontraría la llave de la jaula en la democracia formal, desdeñando “viejos metadiscursos” tales como el de la autonomía entendida en el contexto mexicano cual “posibilidad de que comunidades y regiones con alta proporción de indígenas sean administradas mediante formas propias de gobierno adaptadas a las singularidades étnicas de la población”. La democracia sería también crucial para Bonfil Batalla en la tarea de reconfigurar el país y compaginar el México profundo con el imaginario, pero él no la entendía como la restrictiva democracia formal “de la minoría”, que convierte al pueblo no en actor sino “en obstáculo para la democracia”, e “insuficiente para garantizar la participación de la población en una sociedad étnicamente plural”, irreductible a la uniformidad cultural y con una pluralidad de formas de autogobierno. En una línea argumentativa similar, para Luis Villoro la autodeterminación sería un atributo esencial de una comunidad emancipada, por lo que pugnaría por un Estado plural, que reconociera las diferencias de los distintos pueblos, y la democracia republicana, que garantizara las condiciones para que todos los componentes del cuerpo social tuvieran las condiciones para realizar su libertad y ejercer sus derechos políticos y sociales. De esta manera, el Estado plural otorgaría el óptimo poder de decisión a los pueblos que conforman el país mediante “espacios de poder autónomos; subordinados a un poder de Estado, pero diferentes entre sí; aceptaría una pluralidad de sistemas políticos en una diversidad de territorios”. Mediante la democracia republicana participativa se ejercería el poder real al pueblo sin la exclusión de ninguna persona o grupo. En última instancia, estos son “los únicos fines que justifican la democracia”.

Profesor distinguido de la UAM y miembro de número de la Academia Mexicana de la Historia. Autor de ‘Por la izquierda. Intelectuales socialistas en México’ (Akal, 2023) y de ‘La revolución imaginaria. El obradorismo y el futuro de la izquierda en México’ (Océano, 2024).

AQ

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