El sueño y sus metáforas

Los paisajes invisibles | Nuestros columnistas

'El hombre de los sueños', de Kristoffer Borgli es, por encima de todo, un homenaje al onirismo.

Nicholas Cage en 'El hombre de los sueños'. (A24)
Iván Ríos Gascón
Ciudad de México /

En la película del noruego Kristoffer Borgli, El hombre de los sueños, un individuo ordinario obtiene sus quince minutos de celebridad y otros quince de mala fama no por voluntad ni por accidente sino debido a una circunstancia extraña, absurda y arbitraria como la ilógica del sueño: la gente comparte sus aventuras del inconsciente con Paul Matthews, un anodino profesor y aburrido padre de familia que, antes de irrumpir en las psiques ajenas, ve la existencia transcurrir sin sentido alguno.

A ese hombre calvo, avejentado, con gafas y rostro insípido lo sueñan su hija y sus alumnos, los amigos de sus colegas, los compañeros de trabajo de su esposa, el personal de restaurantes, cafeterías, hoteles. Personas que sin haberlo visto, sin haber escuchado o leído algo acerca de él, y a kilómetros de distancia del lugar en el que vive, lo ven todas las noches. Su imagen se extiende rápida como un virus, aparece como testigo o como comparsa, entre la muchedumbre o en primer plano en millones de delirios que nadie sabe cómo se gestaron, si él los propició o se trata de un fenómeno espontáneo, y ese Paul Matthews al que sus cercanos menosprecian, traicionan, critican, relegan, le hacen el feo y evitan, se convierte en estrella de la noche a la mañana.

El don de ubicuidad le cambia la vida: quienes lo sueñan quieren conocerlo, le piden entrevistas, dialoga con sus compinches de aventuras, una empresa le “descubre” el enorme potencial de marketing (publicitar refrescos u otras chucherías, por ejemplo), y en cuanto a él, se percibe a sí mismo como un arquetipo junguiano pero el gusto le dura poco: cuando sucumbe a la ira porque una compañera plagia su trabajo para un artículo, sus apariciones se vuelven pesadillas.

El tipo suburbano, el hombre gris, pusilánime y mediocre de Dream Scenario (título original del filme de Borgli, y más preciso con respecto a su relato, escenario de ensueño) se transfigura en la sombra de sus huéspedes oníricos. Una especie de Freddy Krueger sin sombrero, suéter a rayas y guante de garra, pero más temible aún, pues el monstruo es un individuo común y corriente, como son los monstruos verdaderos.

Así, el brillo se trastoca. Ahora le temen, lo aborrecen, lo agreden, amenazan y le huyen, retorna a su vida de apestado pero recargada. De poco le vale la humildad. Es inútil tratar de convencer a una masa furiosa de que él no es responsable del ensueño ajeno, de nada sirve pedir perdón. El antiguo profesor insulso pierde todo, incluyendo a su familia.

La película de Borgli es un naipe de metáforas: el retrato del perfecto loser, una lúdica reflexión sobre los caprichos del inconsciente, la tétrica exposición de los horrores colectivos, una mirada singular al linchamiento y el infierno del desprestigio pero, encima de todo, un homenaje al onirismo: así como empiezan las ilusiones o terminan las pesadillas, tal como una vivencia noctámbula sin gracia ni coherencia puede subvertirse en una andanza frenética, luego divertida o espeluznante y culminar en una fantasía cachonda, las desventuras de Paul Matthews acaban de súbito. Se desvanece en las soñolencias. Se esfuma de sí mismo, de la sombra y del ánima. Se hace olvido.

La metáfora más sutil de Dream Scenario alude a la génesis del enemigo público: en el mundo de las relaciones tóxicas, de la polarización política y social, la gente es proclive al miedo y el odio irracional en contra de un individuo, de una clase, una etnia, un credo o una nación entera que se desconoce, se le niega la alteridad.

Las emociones perniciosas son fáciles de estimular porque el espejo del horror es la pesadilla, la esencia que Shakespeare advirtió y nos resistimos a entender: “estamos hechos de la misma madera que nuestros sueños”.

AQ

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