“Sólo la palabra libertad puede aún suscitar mi exaltación”, escribía André Breton en 1924, año de publicación del Manifiesto surrealista. Pues, para el movimiento de quien se hizo el portavoz —antes de volverse el papa—, la libertad era la razón principal de su combate. Paradójico destino hoy el de una vanguardia que defendía ante todo y contra todos la emancipación de lo social y la libertad de soñar que la de ser objeto de conmemoraciones y grandes exposiciones que la sacralizan. De la publicación de los manifiestos en la prestigiosa Biblioteca de la Pléiade a la magna exposición que, antes de su largo cierre por obras, le consagra el Centro Pompidou vemos cómo se despolitiza el surrealismo al reducirlo a su dimensión literaria y artística, borrando su espíritu libertario y su ferviente combate por devolver sus derechos a la imaginación. Sin embargo, quien se acerque al surrealismo, a su primer manifiesto, encontrará aún esa fuerza subversiva que nos invita a cambiar la vida y, así, el mundo.
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Nada gratuito había en la exigencia de subversión, de revuelta permanente del surrealismo. Su búsqueda de formas nuevas respondía a la crisis del lenguaje desencadenada por la Primera Guerra Mundial, crisis de un lenguaje reducido a órdenes que, contra toda lógica, incluso bélica, envió a la muerte a diez millones de hombres. Llamado al frente en 1915, Breton —entonces estudiante de medicina y psiquiatría— comienza en la artillería y conoce el horror de la guerra, “una cloaca de sangre, estupidez y fango”, según lo describe más tarde. Pero es en 1916, al momento de ser asignado a demanda suya a un centro neuropsiquiátrico, cuando hace un descubrimiento fundamental: en el diagnóstico de locura de esos soldados que rompió la guerra, Breton no ve una patología o una deficiencia mental, sino una capacidad singular de creación. Como médico, toma el partido de los locos y establece una relación de igual a igual con ellos. El abandono de un lenguaje de poder, como el del diagnóstico, el de la jerarquía entre médico y paciente, le permite sentar las bases de lo que será la escritura automática: un flujo de palabras que escapa a la racionalidad y al control, una escritura sin sujeto ni objeto. “Dedicaría mi vida a provocar las confidencias de los locos”, escribe. “Son gente de una honestidad escrupulosa, de una inocencia que no encuentra comparación sino en la mía”. Y quizás en eso consiste la mayor aportación del surrealismo, en esa mirada que desestigmatiza lo anormal y revela una fuerza en lo vulnerable. En esos cuerpos devastados, en la demencia, encontrará una reserva de humanidad, la forma de resistir a lo absurdo de la guerra. Una nueva forma de poesía. La fe recobrada en el lenguaje y en su capacidad de incidir en el mundo.
Al terminar la guerra, desde 1919, Breton experimenta la escritura automática y escribe con Philippe Soupault los célebres Campos magnéticos, libro de textos en prosa, firmado en conjunto como una manera de hacer estallar el “yo”, primer paso hacia la acción colectiva tan anhelada, pese a las numerosas disensiones y exclusiones. Ahí figuran ya los principios del surrealismo: su defensa del sueño como fuente que reaviva la imaginación y el deseo, medio de conocimiento privilegiado de sí y del mundo, que el surrealismo nunca reducirá a lo visible, viendo su doble en lo oculto y el espiritismo. A un mundo exhausto, seco, a la sociedad industrial que condujo al aniquilamiento en masa, el surrealismo ofrece un horizonte utópico mediante el sueño, objeto de experimentaciones colectivas a partir de 1922. Esas sesiones de sueño despierto funcionan como un verdadero “lavado de cerebro” de la propaganda nacionalista, del ideal heroico que sustentó y justificó la masacre. Pero, sobre todo, son la expresión de un trabajo colectivo que, a través de la hipnosis, busca poner el inconsciente al servicio de la poesía, la cual no se limita al poema. Pues la gran lucha del surrealismo fue vivir poéticamente y poner la poesía al alcance de todos. “La poesía debe estar hecha por todos, no por uno”, escribía Lautréamont, en quien Breton y Soupault identifican un precursor, junto con Nerval, Baudelaire y Rimbaud. La poesía no tiene que ver con el talento ni la erudición, es más bien una disposición mental y corporal, un ejercicio cotidiano que, al acoger las asociaciones libres, perturba la sintaxis, el orden de la lengua que nos estructura.
Si bien, en la práctica, el movimiento tenía una existencia plena, la necesidad de explicarse y definirse se hace sentir, en particular tras la ruptura con el dadaísmo cuya fuerza crítica, según los surrealistas, se había convertido en un mero “circo de la negación”. Será, como es sabido, André Breton quien tomará las riendas de la redacción del Manifiesto surrealista, legitimando a sus miembros, señalando a sus enemigos y, en un acto performativo, mostrando mediante la elección de una forma fragmentaria y el recurso al collage las posibilidades estéticas del surrealismo. Había pues que inscribirse en el tiempo, marcar su lugar en la historia, patentar su nombre surgido de la pluma de Guillaume Apollinaire, gran poeta del Espíritu Nuevo, pero que con ellos se volvió ese “modo de expresión pura” que permite acceder al mecanismo real del pensamiento: “Creo en la resolución futura de ambos estados, aparentemente tan contradictorios, que son el sueño y la realidad, en una especie de realidad absoluta, en una surrealidad, si así nos es permitido llamarla”.
Si al inicio el Manifiesto se presenta como el prefacio al libro de André Breton Pez soluble, también resultado de sesiones de escritura automática, se impondrá rápidamente como referencia. En la empresa surrealista, en sus frases involuntarias, concebidas en un estado de semisueño, en apariencia ilógicas, absurdas, gratuitas, se encuentran, según Breton, “elementos poéticos de primer orden”, semejantes a los que observó en los manicomios durante su servicio militar. Aunque, como lo muestran sus diversas experimentaciones, para alcanzar ese estado se requiere de un arduo trabajo de transformación de sí que prepare al abandono de las convenciones y del uso utilitario del lenguaje. Lo surreal no surge espontáneamente; es necesaria la voluntad de imponerlo contra el aparato represivo de la lógica y la moral que emanan de la sociedad. El Manifiesto va de hecho más allá y exige una revolución antropológica: el reconocimiento del hombre como “soñador definitivo” y la omnipotencia del sueño.
El surrealismo oscila así entre deseo y conciencia, entre inspiración profética y realismo crítico. Y su compromiso con la vida, con su transformación que solo sería posible reimaginando lo cotidiano, lo conduce a involucrarse políticamente, con la esperanza de conciliar dos exigencias: la de “cambiar la vida” como lo pedía Rimbaud y la de “transformar el mundo”, como lo quería Marx. Su posicionamiento anticolonialista —ilustrado por su firme oposición a la guerra del Rif marroquí en 1925—, su adhesión al Partido Comunista en 1927 y, posteriormente, su antiestalinismo, son indisociables de la manera en que Breton concebía la lengua y las imágenes como medio de acción.
Visto con ojos de nuestra época, el Manifiesto surrealista podría parecernos grandilocuente e incluso ingenuo por su apego a lo maravilloso, a lo mágico, a lo oculto. Subsiste, sin embargo, algo poéticamente político en él, en su afán regresivo por volver a la infancia, a ese momento en que, mediante el juego y la imaginación, era posible resistir a las tentativas de domesticación de la sociedad. “Quizá sea la infancia lo que más se aproxima a la verdadera vida […]; la infancia en la que todo favorece la eficaz, y sin contratiempos, posesión de uno mismo. Gracias al surrealismo, parece que las oportunidades de la infancia reviven en nosotros. Como si corriéramos de nuevo en pos de nuestra salvación, o de nuestra pérdida”. La vuelta perpetua a la infancia, a su capacidad de asombro y su curiosidad insaciable se vuelven aquí imperativo ético y político. “Depende solo del hombre poseerse por completo, es decir, mantener en estado de anarquía el conjunto cada día más temible de sus deseos. Y esto se lo enseña la poesía”.
Podemos medir aún la dificultad de la empresa surrealista que perseguía hacer del sueño el lugar de nuestra creatividad. Hacerlo hoy implicaría aceptar el regreso de lo inhibido, la ambigüedad de nuestros deseos, la pulsión de violencia que los anima y los haría, si nos atrevemos a expresarlos públicamente, cancelables. En la actualidad, el sueño parece incompatible con las demandas de lo políticamente correcto, que vuelven reprobables las profundidades del inconsciente pues perturban la vigilia, pero principalmente entorpecen el imperativo de productividad.
Detenerlo todo para soñar, extraerse del ritmo laboral para adentrarse en la fábrica de sueños propia y, al abrir los ojos, luchar por conservar el horizonte utópico abierto por el sueño son quizá las mayores herencias del surrealismo. Persiste su invitación a continuar esa búsqueda apasionada de la libertad, vencer la autocensura y sumergirnos en nuestras profundidades para “buscar el oro entre las escorias de nuestra mente”. Pues no hay arte posible sin que participe en el combate por la emancipación.
AQ