La libertad es como la salud: pasa de noche, hasta que un día nos falta. Damos por hecho lo mejor que tenemos, al modo de aquel niño que asume que sus padres siempre estarán ahí para cuidar sus pasos. Nada nos ha costado sentirnos saludables, ni hacer o decir lo que nos da la gana. Tampoco nos soñamos despojados de esas prerrogativas esenciales, que por cierto no todo el mundo tiene y más de uno las mira con inquina.
Algunos no toleran la libertad ajena, y entre ellos menudean quienes darían todo —la propia vida incluso— con tal de suprimirla. En su burda opinión, un ser humano sólo puede ser tal si piensa exactamente como ellos. Es decir, si no piensa y apenas obedece, y quien así no lo haga es víctima de un odio maquinal lo bastante dogmático, virulento e impune para jurarse caído del cielo. Conocemos los frutos de esa rabia, así como sus síntomas infames —la Historia está repleta de sus huellas hediondas— aunque no siempre los tenemos presentes. “¡No seas exagerado!”, reparamos, ávidos de sosiego, cuando alguien los señala con preocupación.
“El camino hacia Auschwitz fue construido por el odio, pero pavimentado por la indiferencia”, escribió Ian Kershaw, conocedor profundo del Tercer Reich y biógrafo del asesino más notorio del siglo pasado. Mirar hacia otra parte mientras bulle la sangre en el matadero es al cabo un impulso defensivo, que a su pesar emula el último recurso de las avestruces. ¿Qué más podría pedir un asesino, y todavía mejor una pandilla de ellos, que ver a los testigos de sus vilezas con la cabeza hundida entre la tierra? ¿Es acaso casual que los esbirros de las tiranías arresten a la gente por la noche?
“No sé si los perdemos de vista porque los hechos son aislados y no los miramos en conjunto, o si en Occidente preferimos no ver”, se pregunta la autora de este libro, delante de una lista demencial de huellas del terror fundamentalista en las últimas décadas, todas ellas nacidas de un mismo odio fanático y sanguinario contra la civilización occidental, y especialmente (al menos por ahora) contra los judíos. No en balde, como apunta Silvia Cherem con entereza lúcida y amarga, “el antisemitismo ha sido la escuela de odio más grande de la Historia”.
Este es un libro que duele. ¿Qué más es el dolor, en todo caso, sino un antídoto contra la indiferencia? Si hay algo que se pudre en las entrañas, vale más que el dolor lo haga presente. Si en otras ocasiones Silvia Cherem viajó a Israel para darse el gustazo de conversar con gente como David Grossman y Amos Oz, esta vez fue directo hacia el horror, resuelta a caminar sobre cristales rotos mientras el mundo mira hacia otra parte.
Una forma segura de sumergir la cabeza en la tierra sería dar por hecho que este libro trata del Medio Oriente y nada más. A los ojos de un fundamentalista, David Grossman y Bibi Netanyahu son un mismo objetivo militar. Algo no muy distinto piensa de homosexuales, feministas y liberales, por citar solo tres entre las numerosas bestias negras del wahabismo. Es decir que al final, en un sentido amplio que ellos mismos insisten en subrayar, ninguno de nosotros está a salvo. Es solo que la cosa va por turnos.
¿Qué pasó en la mañana del 7 de octubre del 2023? Silvia Cherem lo cuenta desde la perspectiva de quienes lo sufrieron. Entra en sus casas, habla con sus familias, recorre los caminos y los pueblos donde ocurrió la orgía de crueldad, escarba en los recuerdos espeluznados de quienes nunca más serán los que eran y revive las horas del pogromo con una vividez que encoge el alma, al tiempo que alebresta la conciencia.
¿Cómo es posible, o siquiera concebible, tamaña conjunción de atrocidades? Quien esto escribe ha devorado cuatro biografías de Hitler —las clásicas de Bullock, Fest, Kershaw y Ulrich— arrastrado por la misma pregunta, y a la fecha no encuentra respuesta suficiente. Se dirá, con razón, que son casos distintos, incluso muy distintos, pero encuentro que el odio es el mismo y hay detrás un Estado que lo alimenta, amén de toneladas de propaganda que cínicos, ingenuos, comodinos y colaboracionistas dan hoy en día por información. Ingeniosos aliados de sus sepultureros, diría Milan Kundera.
Se entiende, por supuesto, que el Ministerio de Salud de Hamás disemine los números y datos que mejor acomodan a los terroristas, pero de ahí a tomarlos por fidedignos tendría que haber un abismo de inconsecuencia. A menos que nos diera por llamar democracia al gorilato que ejerce Hamás, que como es natural no da cuentas a nadie que no sea su patrocinador. “El símil de esto”, escribe Silvia Cherem, “hubiera sido ofrecer los micrófonos a los líderes de Al Qaeda tras el ataque a las Torres Gemelas”. Y al fin de datos duros está lleno este libro, que es también una suerte de vacuna contra el oscurantismo predominante.
No es casual que la autora sea mujer, judía, periodista y escritora. Cualquiera de estas cuatro condiciones sería más que bastante para hacer de ella esclava, prisionera o cadáver bajo el régimen de los hombres de Hamás. Antes, pues, que engañarse por cuadruplicado creyendo que no pasa lo que pasa, Silvia echa mano de una valentía poco o nada común en estos tiempos. Nada le simpatizan Netanyahu y su corte de extremistas, y ello la deja en la tierra de nadie de mesura, razón y humanidad: tres virtudes en tal medida escasas que para muchos pasan por excéntricas. No imagina tal vez la indiferencia el gran servicio que le presta al odio. Cree, en su candor angélico, que hallará en su silencio la supervivencia. Lo cual es tan probable como encontrar clemencia en quien cree que matando se va a ganar el Cielo. Y eso explica que el odio, con su vehemencia tóxica, putrefacta y bestial, sea aún menos temible y escandaloso que la indolencia: esa secuaz del diablo que se ignora.
AQ