El tiempo que nos roban

Ensayo

'Los cronófagos', de Jean Robert, ofrece buenas razones para replantear las condiciones del desarrollo tecnológico y material.

Los tiempos muertos y su inequitativa distribución social son la materia de 'Los cronófagos'. (Foto: Alexandru Vicol | Unsplash)
Carlos Illades
Ciudad de México /

Los cronófagos. La era de los transportes devoradores de tiempo (Itaca, 2021), es la edición en español del libro de Jean Robert (1937-2020) publicado originalmente por Éditions du Seuil en 1980. Puerta de entrada a la lógica del transporte motorizado, el volumen rejuvenece con los años en cuanto crítica radical de las políticas urbanas. Con el argumento de la contraproductividad de Iván Illich, el arquitecto suizo, su discípulo, borda un fino análisis de la desigualdad social y de la (ir)racionalidad del capitalismo contemporáneo.

El mundo fabril había separado al trabajador del espacio físico y las condiciones elementales para reproducir su existencia, obligándolo a migrar del campo a la ciudad y desplazarse de la casa al lugar de empleo para conseguir el sustento de él y los suyos, mientras que el reloj reguló la disciplina industrial y marcó la frontera entre el tiempo pagado por el patrón y el del trabajador, entre la faena diaria y el tiempo libre. Las jornadas laborales eran largas (16, 12, 10, hasta reducirse a 8 horas tras intensas luchas) y el descanso únicamente los domingos y los días feriados. El tiempo adquirió un valor monetario: no había de malgastarse. Los tiempos muertos —la disrupción de la cadena fordista de producción en Tiempos modernos, de Chaplin— eran indeseables por improductivos.

Estos tiempos muertos y su inequitativa distribución social son la materia de Los cronófagos. La revolución de los transportes a finales del siglo XIX, con la utilización de combustibles fósiles, desequilibró la velocidad a la que se transportaban las personas, hasta entonces básicamente movidos por las energías humana y animal. La urbanización se desarrolló en función de las demandas de locomoción de contingentes humanos cada vez más distantes de sus centros de trabajo, condenados a ser “migrantes cotidianos” o “viajeros pendulares” que regularmente recorren el mismo trayecto de ida y vuelta. Ir más deprisa fue el privilegio de los menos, para quienes nuestro espacio vital, mutilado por las autopistas urbanas, solo “existe como distancia que se trata de anular”. La celeridad del desplazamiento de los “capitalistas de la velocidad” obligó a los “proletarios del transporte” a circular en vialidades lentas y saturadas, con lo que la velocidad media disminuyó ostensiblemente, incluso por debajo del umbral alcanzado por las bicicletas. El costo humano de este desnivel —incrementado por los peajes— es que el todo social tarda más en desplazarse, emplea más tiempo y éste se desvaloriza.

La distribución de esta minusvalía es inequitativa. “Para los asalariados —dice Robert—, los traslados domicilio-trabajo sirven para realizar el valor de cambio de su fuerza de trabajo, que por ello mismo se abstienen de usar para sí como valor de uso”. Ese tiempo muerto en el tránsito diario es a costa del descanso y recreo, del tiempo de vida, y su única función es permitirles llegar “a tiempo” al trabajo y recibir una paga. Bien visto, las horas de traslado, que suponen esfuerzo y cansancio, son una extensión implícita de la jornada laboral sin retribución, un tiempo que no produce valor y es costeado íntegramente por el asalariado, al que cada vez le cuesta más ganarse la vida (una variante del “trabajo fantasma” conceptualizado por Illich). Con ello también se pierde “la capacidad autónoma de los citadinos de utilizar su ciudad como un instrumento para producir valores no mercantiles como la diversidad, la paz, la seguridad y el acceso no violento entre humanos”.

La renovada actualidad de Los cronófagos concierne tanto a la exploración de una de las facetas palpables de la desigualdad social como a la discusión contemporánea acerca de las estrategias de la izquierda para contender con el capitalismo global. En 2014 Nick Srnicek y Alex Williams, publicaron el Manifiesto por una política aceleracionista donde los jóvenes intelectuales marxistas plantearon servirse de los portentosos logros técnicos y materiales del capitalismo para, invirtiendo su racionalidad depredadora, crear una sociedad distinta y mejor. Estos instrumentos tecnológicos incluso servirían para activar una política de izquierda. No era dando la vuelta al progreso material como se configuraría ésta, antes bien había que utilizarlo en beneficio de las mayorías. Por tanto, indicaban, “la izquierda tiene que aprovechar todos y cada uno de los avances científicos que hace posible la sociedad capitalista” en lugar de poner por delante de la “eficiencia estratégica” la “autocomplacencia afectiva” que pugna por “una variante del localismo neoprimitivista, como si para luchar contra la violencia abstracta del capital globalizado fuese suficiente la autenticidad frágil y efímera de la inmediatez comunal”. Empero, leyendo a Robert esta “inmediatez comunal” no suena tan ingenua. Los cronófagos ofrecen buenas razones para replantear las condiciones del desarrollo tecnológico y material, así como para someter a un control social su propulsión desbocada.

Carlos Illades

Profesor distinguido de la UAM y miembro de número de la Academia Mexicana de la Historia. Autor de 'Vuelta a la izquierda' (Océano, 2020).

AQ

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