Madrugada. Así la mesura en el acelerador, así la cautela en el freno y la firmeza en los cambios al subir la cuesta. Al ruido del motor lo envuelve la neblina. Neblina que se cansa por momentos y permite vislumbrar líneas blancas sucediéndose unas de otras sobre el asfalto que rodea una montaña rocosa. En ese recorrido solitario, quien conduce puede ser que sujete el volante y trate de entender lo que le cae encima: carne en el desamparo, carne para los coyotes.
No hay rayos de sol que abracen todo aún; en los espejos laterales y en el retrovisor, uno tras otro, se enfilan los tráileres que como él forman un flujo infinito sobre el hilo gris en ascenso. De golpe se despeja el cielo, las nubes blancas bordean la cima que pronto subirá. Justo ahí, en ese tramo de la cumbre, observa un auto diminuto que se mueve de un carril a otro, insistente. Después de unos minutos, concluye que los tráileres —para ese minúsculo auto— son una pesadilla. Su pequeñez busca un espacio entre las enormidades que ruedan. Lo observa situarse detrás de un camión mediano, ahí se mantiene. El pequeño auto asegura un espacio entre tantas plataformas que han ajustado su carga con cadenas, candados; circula entre cajas dobles y cajas que han desaparecido de las cabinas, ahora semejantes a una cabeza de hormiga desprendida del cuerpo. Los tráileres se entienden dentro del margen de lo humano. Se agolpan en cualquier parte del país como ataúdes en un río que cruza la frontera, línea sagrada y voluble, línea a la que se le ha injertado una cámara de vigilancia, donde la mano del verdugo oculta y descarta imágenes a conveniencia.
Frontera, cajas, cuerpos y fotografía, palabras que hierven y se transforman en idiomas y lenguas, en colores dolientes. Palabras que padecen y se resisten a ser de un extremo u otro de la línea. La línea, conveniente para la versión oficial de la Historia.
Dentro de la caja del tráiler, una forma de locura se fortalece, cuando cruza las líneas divisorias, un ave de tres cabezas: gobierno, humanidad y avaricia, encuentra su sitio sobrevolando los contenedores de doble fondo, y acercándose más a otros con sistema de refrigeración para frutas y cuerpos.
Las cajas, ordenadas y silenciosas, se multiplican a la salida de cada estado, como el discurso frío de los poderosos, y cumple una de tantas funciones: ser magia rancia que altera las palabras, enferma a las palabras. Y la Palabra se resiste a esa pinza que el poderoso usa para extraerle el diente a los significados que conocemos. Se resiste inútilmente a la anestesia del recuerdo atrapada dentro de la caja de un tráiler. La magia rancia aparece y desaparece piernas abiertas y sangre. Invisibiliza cifras y rompe los brazos de lo que llamamos libertad. A esa magia arcaica no la llaman agua y tierra contaminadas, no la llaman madres dentro de pesadillas de ácido, cemento y piedras. No. La llaman voluntad, avances. Obligan, sujetando de los hombros, a presenciar, desde el fondo de la caja de un tráiler, el desamparo en forma de progreso y alegría: marcas registradas, publicidad sin fecha de prescripción.
Asombra el ver el paso de tantos tráileres, pero poco el ver cabezas que ruedan como ciruelos maduros. No es novedad tampoco ver cuerpos que penden en los puentes del norte del país; performance que manos oscuras han refinado. Y cuando preguntamos por qué, da inicio la parte difícil del camino: moverse como ese pequeño auto blanco entre los tráileres, indefenso en la cuesta, que observa con horror cómo la caja bambolea, una llanta explota. La conciencia surge como señaléticas amarillas que alertan al lado de la carretera, exhibiendo palabras conocidas: estadística, naturaleza, representatividad, justicia, igualdad. Entonces la pregunta y la luz como los cuartos traseros de un tráiler que da el paso y, al hacerlo, dice: adelante, ¿puedes?, intenta alcanzar la verdad, esa que desfallece en las solapas de quien entrevista, herida por el dinero; esa que ocultan y a la vez es evidente y descubrimos tarde o temprano, como ese apuntador que en el oído pide que se diga o se calle.
Apuntador como vergüenza.
Vergüenza replicada en la radio del tráiler que se dirige hacia su destino a vuelta de rueda. Las llantas revelan la presión de quien conduce, sabe qué es lo que trasladada: en ocasiones cuerpos extranjeros, otras, campesinos con flores secas en lo que una vez fue la mirada. Por eso las llantas se deshacen como hilos de dolor, por eso la carga peligra, trastabillea hasta volcarse, porque cargan, también, toneles llenos con nuestra indiferencia.
Cajas y contenedores como las palabras, si no se ata la carga perfectamente, caerá, destrozará a personas y paisajes. Si se logra comprender sus dimensiones y su peso, si se logra abrazarla, contenerla, si no hay impactos por alta velocidad que derivan de la locura, y la carga de tráiler no se arrastra sobre el pavimento, abriendo surcos como marcas implacables sobre la piel de las niñas dormidas, entonces y solo entonces, entregarán la preciada mercancía: la palabra entera como una pieza monumental de alto valor. Solo así se evitaría leer en ese enorme anuncio verde de carretera con letras blancas que divide territorios, mensaje semejante: Buen viaje. En un estado —Coahuila— donde cuarenta y cinco mujeres al día son golpeadas o heridas por hombres que dicen amarlas.
AQ