“¿Quién, después de Adriano, ha tenido el poder y el valor de convertir a su amante en Dios?”. Esta fue la reacción de un cercano amigo del historiador Francisco de la Maza tras la publicación de Antinoo. El último dios del mundo clásico, investigación sobre las representaciones artísticas del amante del emperador romano, publicada en 1966. Actualmente, el académico recibe un homenaje en el Museo Nacional de San Carlos (MNSC) con la exposición Antinoo: El efebo eterno, que ilustra con piezas ejemplares un último momento estelar del arte clásico y celebra la conmovedora inspiración detrás de su obra.
Francisco de la Maza fue, junto con su profesor Manuel Toussaint y su colega Justino Fernández, pionero de la historiografía del arte en México. Sus extensivos estudios sobre el barroco, su apasionada defensa del patrimonio artístico y su vocación docente en aulas del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM lo consolidaron como “el gran historiador del arte novohispano” de su época. Sin embargo, la publicación considerada por muchos como su mejor trabajo aborda, en cambio, un peculiar tópico del arte romano: Antinoo.
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De la Maza explica que se sabe poco del Antinoo histórico. Un bello joven griego de Bitinia, Antinoo pasó a la historia no por su vida sino por su muerte: ahogado en el río Nilo bajo circunstancias misteriosas que apuntan, entre las principales teorías, a un suicidio durante una de las muchas excursiones en las que acompañó al emperador viajero. El historiador romano Dion Casio ofrece las únicas palabras atribuidas a Adriano acerca del suceso, Νεῖλον ἐκπεσῶν (“cayó al Nilo”), y presenta la teoría de que su muerte fue en realidad un sacrificio. Pero, “¿por qué Adriano fue tan parco y frío en hablarnos de la muerte de su favorito?”, cuestiona De la Maza. “En este caso, nos parece agudo y veraz el historiador [Lorentz] Dietrichson. Dice que en esa frase hay huida, deseo de no tocar una herida dolorosa”.
En 1939, a los 26 años de edad, Francisco de la Maza viajó a Nueva York, donde contempló el Efebo del escultor Louis-Aimé Lejeune en el Museo Metropolitano de Arte (Met). Fue el primero de muchos encuentros con esta expresión de belleza clásica. Como luego señalaría en Antinoo, la belleza en el mundo antiguo tenía un carácter divino y su valor estaba a la par de la virtud (la palabra griega καλός significa noble, bueno y bello por igual). Este culto a la belleza no estaba dedicado sólo al físico femenino, sino también a los rasgos juveniles de los varones: la belleza efébica.
Tras la muerte de Antinoo, Adriano decretó su deificación. Fundó a las orillas del Nilo una “ciudad-templo-sepulcro” y comisionó obras de arte que reflejaran su imagen. No era la primera vez que un mortal entraba a la morada de los dioses, pero la deificación no podía ejecutarse por mero capricho, así fuese un capricho imperial. El culto a Antinoo se mantuvo por varios siglos después de la muerte del propio Adriano, hasta la caída del imperio, y la reproducción de estas imágenes sagradas se extendió, según el historiador Dion Casio, por “casi todo el mundo” (Roma, Grecia, Egipto y Asia Menor). Además, a diferencia de lo ocurrido con otras deificaciones, Adriano no estableció castigo alguno para quien “no creyera” en el nuevo dios. El culto a Antinoo tenía mérito en sí mismo, por una parte debido al carácter trágico de su muerte, no lejano al de Patroclo, compañero de Aquiles, y su belleza efébica le daba cierta aura divina al relacionarlo con dioses como Hermes y Dionisios en la creencia de que habían descendido en forma de Antinoo a la Tierra.
Las esculturas de Antinoo elaboradas durante y después del reinado de Adriano muestran al efebo ideal. Fue varios siglos más tarde cuando Marguerite Yourcenar se atrevió, en sus Memorias de Adriano, a imaginar el efecto que el muchacho pudo haber tenido sobre el emperador: “Vuelvo a ver una cabeza inclinada bajo una cabellera nocturna, ojos que el alargamiento de los párpados hacía parecer oblicuos, una cara joven y ancha. Aquel cuerpo delicado se modificó continuamente, a la manera de una planta, y algunas de sus alteraciones son imputables al tiempo. El niño cambiaba, crecía. Una semana de indolencia bastaba para ablandarlo; una tarde de caza le devolvía su firmeza, su atlética rapidez. Una hora de sol lo hacía pasar del color del jazmín al de la miel. Las piernas algo pesadas del potrillo se alargaron; la mejilla perdió su delicada redondez infantil, ahondándose un poco bajo el pómulo saliente; el tórax henchido de aire del joven corredor asumió las curvas lisas y pulidas de una garganta de bacante. El mohín petulante de los labios se cargó de una ardiente amargura, de una triste saciedad. Sí, aquel rostro cambiaba como si yo lo esculpiera noche y día”.
Un efebo mexicano
Francisco de la Maza tuvo, podría decirse, a su propio Antinoo, Raúl Flores Guerrero, historiador y crítico de arte, descrito por Raquel Tibol como “el talento más precoz y prometedor de su generación”, llegó a ser “uno de los más finos y fecundos” críticos del Instituto de Investigaciones Estéticas, versado en arte prehispánico y colonial, pintura y arquitectura mexicana contemporánea y danza moderna. Alumno de Francisco de la Maza, pronto destacó entre sus pares, y la admiración y respeto entre ambos se transformaron en una relación sentimental durante sus viajes por distintas partes del país como parte del estudio de obras coloniales. Contemporáneos de ambos recuerdan que Raúl tenía un físico comparable al efébico, pero no acabaron allí sus similitudes: falleció a los treinta años a causa de una depresión autodestructiva, en la Ciudad de Nueva York. “Por su labor truncada, por el futuro que en él había como investigador y estudioso de nuestro arte, por el compañero y amigo que en él tuvimos, la muerte de Raúl Flores Guerrero es una dolorosa pérdida”, lamenta la semblanza publicada por el Instituto de Investigaciones Estéticas en 1960.
Escribe Yourcenar desde la voz de Adriano: “Antinoo ha muerto. Y lejos de haber amado con exceso, como Serviano, mi cuñado, lo estaría afirmando en ese momento en Roma, no habría amado lo bastante para obligar al adolescente a que viviera… si había esperado protegerme mediante su sacrificio, debió pensar que yo lo amaba muy poco para no darse cuenta de que el peor de los males era el de perderlo”.
Desde la infancia, tanto Adriano como Francisco de la Maza desarrollaron una gran afinidad por la cultura grecolatina (el emperador, sin saberlo, en la víspera de su ocaso; el historiador a raíz de vestigios en los ritos de la religión católica) y abogaron por su arte e intelectualidad toda la vida. También de manera similar a Adriano, De la Maza tomó su dolor por la pérdida del ser amado y lo convirtió, con disciplina estóica, en una de las obras más admirables de su legado.
La fascinación por la belleza efébica que comenzó en los años treinta con aquel viaje a Nueva York lo llevó posteriormente a París, Palermo, Nápoles, el Vaticano, Delfos y otros destinos con esculturas antinoicas, construyendo así una extensa investigación de campo y amplio archivo visual a lo largo de los años que le permitió identificar hasta las más finas variaciones estilísticas en estas obras y su razón de ser. Estableció comunicación con diversos museos, instituciones y académicos, así como con la propia Yourcenar, quien había publicado las Memorias en 1951 tras entregar décadas al estudio de Adriano y la exploración de su psique.
Pero entre sus más notables aportaciones está, sobre todo, la valentía con la que denuncia cómo los prejuicios de los autores —teólogos, historiadores y otros— han obstruido y perjudicado durante siglos el estudio no sólo de estas dos figuras históricas sino del arte clásico en sí mismo. “Ante Adriano y Antinoo”, De la Maza señala, “los historiadores se olvidan de la historia, es decir, de su oficio, y se vuelven moralistas. Inventan teorías para ‘salvar’ al césar del amor y dejarlo incólume. Si la verdad les molesta, la ocultan o la cambian. (...) Pero hay otro tipo de intérpretes: los que admiten la verdad y la declaran, pero entonces ese dedo que no trató de tapar el sol, se vuelve la señal de la justicia y se dirige, admonitorio y terrible, a condenar a los pecadores de la historia. Esos exégetas, que son puros como ángeles, no tienen mácula; la frase evangélica de ‘el que esté limpio de pecado tire la primera piedra’, no fue dicha para ellos. Y es que en realidad para esos dos tipos de historiadores la verdad es insoportable”. Se trata de una crítica de la homofobia desde su perspectiva como investigador riguroso y como hombre homosexual.
Francisco de la Maza falleció en 1972, y el libro permaneció agotado hasta 2020, cuando fue reeditado por el Comité Editorial del Instituto de Investigaciones Estéticas. Dos años después, el Museo Nacional de San Carlos retoma las observaciones y el espíritu de esta obra en Antinoo: El efebo eterno. Esta exposición, dividida en cuatro núcleos, lleva a la práctica las observaciones de De la Maza reuniendo varias esculturas antinoicas de la colección de la Antigua Academia de San Carlos y una serie de dibujos realizados por Juan Urruchi, José María Velasco, Rafael Ximeno y Pedro Patiño Ixtolinque, entre otros artistas, así como parte del archivo personal de Francisco De la Maza, del cual destaca su biobibliografía y su correspondencia con personalidades como Marguerite Yourcenar, Julio Cortázar, Ángel María Garibay y Salvador Moreno. Con este conjunto, la curaduría busca resaltar “la visión y la valentía de un autor que siempre estuvo orgulloso de su condición homosexual y quien supo expresar, con enorme sensibilidad y erudición, una mirada de género patente en una buena parte de sus trabajos académicos”.
Así como no hay palabras de Adriano sobre sus sentimientos por Antinoo, y de la misma manera que Marguerite Yourcenar se abstuvo de dedicar sus Memorias de Adriano a Grace Frick, su traductora y pareja sentimental, Francisco de la Maza no hizo mención directa a Raúl Flores, sin embargo, “Raúl puede tenerse como el verdadero y oculto destinatario de los esfuerzos de su pluma”, comparte el curador Jaime Cuadriello en el prólogo de la nueva edición del libro. “Antinoo fue, según sus amigos más cercanos a los cuales traté, un tributo honorífico y una catarsis silenciosa”.
¿Quién, después de Adriano, ha tenido el poder y el valor de convertir a su amante en Dios? La pregunta deja de ser retórica a la luz de esta historia.
La exposición Antinoo: El efebo eterno se exhibe hasta el 30 de octubre en el Museo Nacional de San Carlos.
El libro Antinoo. El último dios del mundo clásico se encuentra de manera gratuita en el apartado de Publicaciones Digitales del Instituto de Investigaciones Estéticas o bien a la venta en la Tienda En Línea de la UNAM.
AQ