El 23 de junio de 1959, un colérico, vociferante Boris Vian, se agitaba en su butaca del cine parisino Le Petit Marbeuf. Era el preestreno de Escupiré sobre vuestra tumba, basada en su novela homónima, de la que renunció al crédito por una ríspida disputa con el director Michel Gast y los productores de la cinta.
Con vituperios y rechiflas, el ingeniero, escritor, jazzista, traductor y periodista de 39 años, tiró la toalla en plena función: su músculo cardíaco colapsó. Se detuvo por completo de camino al hospital.
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La muerte de Vian fue irónica, poética y patética. Fantástica y oscura como sus fábulas, porque en el mismo tono de las atroces peripecias de Lee Anderson, protagonista de Escupiré sobre vuestra tumba, o del barman neoyorquino Dan, el antihéroe de Todos los muertos tienen la misma piel, o del siniestro psicoanalista Jacquemort de El arrancacorazones, Boris se piró del mundo con un lance quijotesco: el pleito con los adaptadores fue por desacuerdos con la interpretación del texto, así que esa mañana entró de incógnito a la proyección. La ira, no lo sospechó, iba a causar el último estertor de un tipo que adoraba soplar la trompeta en Le Tabou, el emblemático club de jazz de Saint–Germain–des–Prés, al que acudían personalidades de la bohemia francesa, y de la transatlántica, como Jean Cocteau, Juliette Gréco, Duke Ellington, Charlie Parker y Miles Davis.
Gracias a su don de ubicuidad en la bohème, Vian se movía en distintos ámbitos como pez en el agua. Con el apoyo de Raymond Queneau y Jean Rostand, lanzó sus primeros libros en Gallimard y Éditions du Scorpion. Todos fracasaron comercialmente, razón por la que, espoleado por el desaire, se burló de la crítica y de los lectores con un ardid muy de su estilo: se inventó a un tal Vernon Sullivan (narrador afroamericano que, supuestamente, conoció en una de las rumbosas fiestas a las que no faltaba), y con la coartada de su amigo, el editor Jean d’Hallouin, se hizo pasar por el traductor de Escupiré.., que cuenta los vengativos crímenes del negro–blanco Lee Anderson, en un condado racista, clasista y xenófobo del sur de Estados Unidos. Esa primera novela de Sullivan lo sacó del fango pero lo expuso a la censura y a un largo proceso judicial por violentar las buenas costumbres, que terminó perdiendo con honor. Digamos, como el último párrafo con que describe el ajusticiamiento del mestizo: “Los del pueblo le colgaron igual, porque era un negro. Su pantalón seguía formando en la entrepierna un bulto irrisorio”.
Traduciendo a Sullivan, Boris publicó Todos los muertos tienen la misma piel, Que se mueran los feos y Con las mujeres no hay manera. Ninguna repitió el éxito del provocativo debut.
La amistad con Sartre, Simone de Beauvoir y Camus le sirvió para escribir en Les Temps Modernes y en el diario Combat. Esa camaradería con celebridades exquisitas no tardó en pasarle la factura: el amorío de Sartre con su esposa Michelle Léglise, germinó el divorcio de 1951.
Aclamado y figura de culto luego de su muerte, Vian cerró los ojos ignorando el futuro de su obra. La única que le dio dinero, fama y dolores de cabeza fue Escupiré sobre vuestra tumba, quién lo diría, hay libros que quizá no debían de ser escritos o tal vez no publicarse, textos que estarían mejor en un cajón, a la espera de su tiempo si éste ha de llegar, o será, también, que como en los partos, no es recomendable forzar la salida del producto, a riesgo de que nazca con ciertas taras o defectos. Un libro puede ser un hijo ingrato o la oveja negra de nuestra prole literaria.
¿Qué fue lo último que pasó por la mente de Boris, en esa sala iluminada apenas por destellos?
Lo imagino en el último suspiro, como en esa imagen que plasmó en El arrancacorazones: “Poco a poco, fue relajándose y deslizándose hacia la inconciencia, hasta que cerró sus cansados párpados sobre sus retinas laceradas por las ásperas correas de visiones insólitas”.
AQ