El unicornio | Por Avelina Lésper

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"En la vulgarización comercial, este ser que representa la imagen mágica y pagana de la santidad, es un juguete que se malbarata, degradando su significado".

'Hallazgo del unicornio', tapiz de los Países Bajos meridionales. (The Metropolitan Museum of Art)
Ciudad de México /

Los mitos nos seducen más que la realidad, nos refugiamos en ellos tratando de alcanzar algo que nos haga sentir extraordinarios. En el Metropolitan Museum de Nueva York exhiben su colección de tapices renacentistas franceses. El tapiz central es un bosque, lo habitan dragones, panteras, un ciervo, faisanes, alrededor de una fuente. Varios nobles, entre ellos el príncipe, observan con sus perros de caza, a los animales. En el centro hay una fuente y un unicornio se arrodilla y coloca su cuerno sagrado para purificar el agua que brota, en una visión pagana que desafía los milagros. Purifica el agua, la bendice, un ser extraordinario, su virtud es la imposibilidad de existir, cuerno dorado, limpia lo que creemos impoluto.

En la vulgarización comercial, este ser que representa la imagen mágica y pagana de la santidad, es un juguete que se malbarata, degradando su significado.

Los nobles observan el prodigio, el agua fluye, es el momento de la fascinación por el conocimiento. Expediciones a la India y África llevaban animales imposibles en Europa, comisionadas por nobles y ricos comerciantes. El rinoceronte de Durero, dibujo y grabado, la voz que narra, el artista escucha, la mano describe, inventa y crea en ese instante una presencia que hace al mundo infinito. Llegó a Lisboa desde la India, para el rey Manuel I, que lo observó maravillado por su piel, armadura fuerte y flexible, su cuerno, arma mágica portadora de poderes.

El unicornio nunca llegó, surgió, nació, como los seres divinos y los milagros, fue contemplado por miles de personas, se aparecía en las habitaciones de las doncellas, acompañaba a los soldados, ahuyentaba a los asesinos. Obsesionados, se recompensaba a quien fuera capaz de mantenerlo cautivo, y ah, desdicha, se necesitaba un ser humano impecable, sin pasado y sin futuro, para que el unicornio dócil permaneciera unos instantes.

Las panteras del tapiz, fueron traídas desde África, feroces, nunca lograron domesticarlas, los príncipes, imitando a Dionisio, las tenían a su lado. En Florencia, Venecia, Francia, Portugal, panteras que miraban a los ministros con sus ojos amarillos, vestidas con collares de plata y piedras preciosas. Las panteras traían sabiduría y valentía a los príncipes. Tenían sus propios cuidadores, y deberían estar en calma, se cuenta que en la corte de Cosme de Medici, una pantera, ante el ruido de unos músicos callejeros, devoró a su cuidador, los guardias miraban aterrorizados, sin atreverse a tocarla, sabían que la pantera era más valiosa que sus vidas.

El unicornio no purifica nuestras aguas, las panteras en cambio, aquí están, siguen a mi lado, mirando, deteniendo el tiempo con sus ojos amarillos.


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AQ

  • Avelina Lésper

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