¿Cuándo y desde dónde partieron? Figuras del nacimiento navideño, personajes de singulares pastorelas, puedes fotografiarte con ellos en la plaza de tu pueblo o en la gran alameda de la metrópoli. En tierras de Jalisco, los Santos Reyes salen de su templo para abordar tres canoas que recorren la laguna de Cajititlán, acompañados por los fieles que hacen votos por un buen temporal.
- Te recomendamos Redondear | Por Alberto Blanco Laberinto
En la infancia, con la asistencia de nuestros padres, les dejábamos agua en sendas cubetas para elefante, caballo y camello junto a nuestros zapatos, sin olvidar tres vasos de agua limpia para ellos: venían de tan lejos y, seguramente, sedientos. La tradición les da nombre: Melchor, Gaspar, Baltazar. ¿Reyes de Oriente, poseedores de una ignota sabiduría y acaso expertos en la consulta del grimorio y las ciencias ocultas? Magos tendrían que ser puesto que eran capaces de trasponer desiertos y mares para llegar hasta la puerta de tu casa y entrar en ella —¿cómo?— sin causar estropicio alguno. Generosos, sin duda, los flamantes obsequios encontrados a la mañana siguiente eran prueba irrefutable.
Ya en el territorio de la literatura sobre el tema, recuerdo ahora un minucioso ensayo de Teresa González Arce y un poema de T.S. Eliot, Journey of the Magi, de oscura belleza, que comienza por describir las penalidades de ese largo viaje realizado “en la peor época del año”. Este poema sirvió de referencia para una prosa que redacté hace años y lo sigue de cerca, aunque, conforme mi fábula avanza se bifurca en una dirección distinta a la que adquiere el poema de Eliot. La ofrezco aquí, revisada, para los lectores de Laberinto.
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A través de los desiertos, a través de regiones y pueblos muchas veces hostiles, a través de la lluvia y la nieve, en lo más crudo del invierno, los magos continuaron. Como quien avanza entre sombras, en la incertidumbre, en la zozobra. “¿Dónde está el rey que ha nacido? Hemos visto levantarse su estrella”. Y la respuesta era siempre silencio. Una señal que habían leído en el cielo, un astro distante como un sueño que al despertar se olvida y deja, sin embargo, el rescoldo de su claridad. Hacia allá se encaminaron, pues aquella luz, por débil que fuese su recuerdo, se les imponía como una orden. Como la parvada que al desplazarse sobre el horizonte traza la figura inequívoca de un doble mandato: VE.
Los magos avanzaban. Dejaron atrás la seguridad de sus dominios, la comodidad de las verdades aprendidas, los palacios donde no habrían de faltarles la llama y los libros, el vino y el pan, el abrazo dócil de un cuerpo dulcemente amado. Los magos supieron: hay certezas que se imponen como un mandato irrevocable. Obedecieron, no con la mansa obediencia de quien se somete por debilidad, sino con el consentimiento de quien espera una ganancia superior a todo lo tasable. Más allá de la razón, aunque no sin ella.
Eran tres soledades con un mismo propósito, con una sola visión. Y en su andar escucharon el viento helado de los páramos. Había, en ese viento, voces. Voces casi humanas que se afilaban como el silbido del puñal en la fragua, que les hablaban de la luna roja entre el humo de las batallas, sobre el estruendo de una matanza atroz; un derrumbe de templos y palacios, un crujido de crines y de huesos. Era el viento de algo que no conviene nombrar.
Los magos avanzaban. Cada una de sus pisadas marcaba un punto sin retorno. ¿Qué nuevo sueño se agitaba en ellos cada noche, qué nuevo espacio se insinuaba en la tierra recorrida por sus pasos? Las gentes, en su pobreza, prestaban oídos fugaces a preguntas que no entendían. Y era siempre la misma: “¿Dónde está el rey que ha nacido? Hemos viajado, tenemos hambre y sed, frío. A lo largo de largas noches hemos seguido la estrella, o su recuerdo. Hemos venido a dar testimonio, traemos oro, incienso, mirra. ¿Dónde está el rey, dónde lo que cierra y lo que abre?” Y la respuesta era siempre silencio. Al andar, al preguntar, los magos ahondaban el misterio. Por fin, en la noche del día menos pensado, estuvieron ahí. Y entendieron, como quien anda y pisa el hielo cambiante o la arena móvil del desierto, entendieron que el viaje apenas comenzaba.
AQ