Leyendo un periódico de 1961, me topo con la noticia de un obrero que se electrocutó. Subía una escalera con unas varillas que hicieron contacto con un cable pelón. La nota dice que “el infortunado hombre cayó desde la azotea hasta el piso de la calle, muriendo tanto por los efectos del golpe como del daño que le causó la corriente eléctrica”. No sé qué habría dicho David Hume sobre las causas y el efecto.
También me puse a hurgar en la prensa del pasado para hallar información sobre la Revolución de los Claveles de 1974. Y justo en el ejemplar cuya primera plana decía: “Terminaron cuarenta años de dictadura en Portugal”, la página dos me sedujo con este encabezado: “Enorme peligro por la circulación en Moscú”.
La crónica habla de que morían en accidentes de tránsito hasta mil ochocientas personas al año en las calles de la capital soviética, lo que da cinco tovarischi al día, la mayor parte por atropellamiento. Aunque “los autos suelen exceder los ochenta kilómetros por hora”, la mayor parte de las muertes se produce por “la imprudencia de los peatones”. Ocurre que los moscovitas y la gente que llega del campo “cruzan las calles sin mirar, y cuando se encuentran sorprendidos por la circulación no saben cómo reaccionar”.
Con zares, bolcheviques y dictaduras, el coche es de gente con dinero y, por tanto, con más derechos. A Marméladov lo mata un coche de caballos, y Dostoyevski nos dice: “El cochero no estaba muy afligido ni asustado. Saltaba a la vista que el coche pertenecía a algún potentado rico y conocido”.
Si rememoro mis lecturas, puedo asegurar que hay más atropellados que electrocutados, salvo si se considera la silla eléctrica. Quizá la más famosa atropellada como personaje sea Myrtle, de El gran Gatsby, y como escritora Margaret Mitchell.
El de más longeva fama debe de ser el cerdo arrollado y muerto por una carreta allá antes de Cristo. Su epitafio dice: “Aquí yazgo, un cerdo, amigo de todos, un joven cuadrúpedo. Abandoné la tierra de Dalmacia tras de ser entregado como un obsequio. Caminé por Dirraquio y, echando de menos a Apolonia, crucé toda la tierra a pie, solo, invencible. Pero por la fuerza de una rueda he abandonado la luz… Ahora yazgo aquí, y ya nada le debo a la muerte”.
¿Y Rosario Castellanos?, quizá pregunte alguien. A ella ya le dediqué un artículo.
Supongo que es más literario el atropellamiento que la electrocución, porque el primero tiene un agente, causante, culpable o asesino, mientras que el segundo suele ser un accidente solitario. El que arrolló a Margaret Mitchell tuvo su propia historia. Difícil le fue seguir viviendo en Atlanta cuando todo mundo lo conocía como “el taxista ebrio que mató a la autora de Lo que el viento se llevó”.
AQ