Nunca mates a nadie, siempre hay dos ojos que te ven
Corrían los años cincuenta. Eso de decir: “corrían los años” es un decir. Los años no corren. No corren, ni a izquierda, ni a derecha, ni para atrás, ni para adelante. Simplemente no corren. Casi podemos decir que no existen. Son una pura convención para contar el incontable tiempo. El tiempo que está en no se sabe dónde y en el que no sucede nada.
Los sucesos nos ocurren a nosotros los mortales, y para medirnos a nosotros mismos, hemos inventado “el correr del tiempo”, lo hemos dividido arbitrariamente en lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábados y domingos, que hacen una semana. Luego sumamos varias semanas que forman un mes y varios meses que hacen un año. Y así nos creemos que pasa el tiempo y corren los años. Para no pensar que nuestro paso por el tiempo es breve y que, en cualquier momento, podemos abandonarlo, para entrar en ese otro tiempo que no podemos descifrar y mucho menos contar.
—¿Cómo contar un año en el otro mundo? —le preguntó Rosalía a Rafael, bebía su café con fruición.
Rafael se la queda mirando. ¿Acaso Rosalía ignoraba que el otro mundo no existía? Se lo había repetido mil veces. Pero ella aferrada a sus prejuicios insistía en hacer preguntas tontas.
—Ya sé, ya sé que dirás que el otro mundo no existe… pero yo sé que sí existe.
—Si lo sabes, debes saber cómo se cuenta un año en ese lugar imaginario —contestó Rafael con fastidio.
—No, no lo sé… Es un misterio…
—Los únicos misterios que existen son los que ha inventado el hombre, para acobardarnos. Son muletillas, que sirven a los débiles para comportarse aquí, en este único mundo —y Rafael golpeó con su zapato el piso alfombrado del salón.
Cuando su mujer se ponía “metafísica” lo hartaba. ¿Por qué una mujer bonita, frívola y divertida debía caer invariablemente en aquellos estados aburridos y pseudofilosóficos? En verdad, en verdad, sus preguntas lo aburrían.
—No olvides, por favor, que pasado mañana, sábado, tenemos esa cena. ¡Es muy importante para mí! Y para ti, ¡también! —necesitaba incluirla en la importancia de la cena para que preparara todo con esmero. Para que no olvidara la fecha, ni los personajes que asistirían a ella.
¿Ya tienen preparado algo?
Rosalía miró los candiles de cristal cortado que ella misma había limpiado esa mañana, lágrima por lágrima, con un trapo húmedo en agua y alcohol.
—Sí… ya limpié las lágrimas…
—¿Por qué debes llorar cada vez que cumples con tus deberes de ama de casa? Todas las mujeres los hacen, y no los consideran una desgracia.
—Yo sí les considero una desdicha. Pierdo el tiempo…, el cortísimo tiempo que me toca en este mundo. Además, no hablaba de mis lágrimas como de las de los candiles.
—Siempre hay equívocos entre nosotros… Perdona… —contestó Rafael incómodo.
Y era verdad. Le resultaba difícil entender a su mujer. En cierto modo le temía. La creía capaz de cometer cualquier estupidez, no por maldad, ni por falta de inteligencia, sino porque su manera de razonar no era la usual. No pensaba ni como hombre, ni como mujer. Tampoco como niño. Pensaba, se había dicho con cierto temor muchas veces, como un anarquista terrible, capaz de colocar una bomba dentro de una naranja que plácidamente colocaría en la mesa, confundida entre las demás frutas radiantes de perfumes, colores y jugos de sabores distintos.
Y ese temor absurdo lo inquietaba. Para ella los caprichos eran imperativos. No podía sustraerse a sus encantos. Sus amigos ya la conocían, superficialmente; ninguno había llegado al fondo. Algunos lo compadecían y algunos lo felicitaban por haberse casado con ella. “Es pura dinamita”, opinaban. “Es la poesía”, decían otros. Pero la verdad es que tanto la dinamita como la poesía no eran nada cómodos para compartir la vida diaria. Y Rafael estaba cansado de aquellas dos versiones de Rosalía.
—¿Contento porque ya limpié las lágrimas? —preguntó ella terminando su tacita de café.
—Sí, sí, muy contento —contestó él sobresaltado.
Se puso de pie, se endosó el abrigo azul marino. Debía ir a la oficina. Ella lo acompañó hasta la alta puerta de nogal que daba salida al piso. Lo miró con pena.
—¿Y por qué debes ir a aburrirte a esa oficina tenebrosa, donde solo viven seres amorfos y malvados? Tú tan brillante, tan guapo encerrado allí —suspiró Rosalía.
—Porque soy un funcionario… y de ese “antro”, como tú le llamas, comes.
—Sería cosa de buscar de otra manera el pan nuestro de cada día —dijo ella.
—¡No hay otra! No olvides el sábado…
—No, no, ahora mismo voy a dar una vuelta para tomar aire y aclararme las ideas… No sea que meta alguna pata —dijo ella poniéndose su abrigo marrón con cuello de castor que la hacía parecer tan “rusa” .
Rafael la miró inquieto.
—¿Verdad que parezco rusa? Me encanta parecer lo que no soy.
—Sí, es verdad. Rusa zarista… Otras veces te da por parecer Habsburgo, cuando te pones esos trajes negros con golas blancas.
—¿Verdad que entonces me parezco a Felipe II?
—¡Por favor! ¡No digas ya más tonterías, si todavía dijeras a Ana de Austria!
—No, sería mucha pretensión.
Caminaban por la avenida sembrada de árboles copudos. Rafael esperaba que lo acompañara hasta el “antro”, pero bruscamente Rosalía dio la vuelta en una callecita estrecha y se perdió en sus vericuetos.
—¿A qué horas llegas? —le gritó Rafael.
Rosalía se volvió, hizo una seña con la mano que quería decir “entre azul y buenas noches” y siguió su camino, muy erguida.
—Caminar le calma los nervios —se dijo Rafael, que continuó su camino hacia el “antro”, sin saber la sorpresa que allí le esperaba.
Volvió a su casa a los tres cuartos de hora. Esta vez Rafael iba acompañado de un hombre joven. Exactamente de su edad, 30 años. Vestido con un traje color aceituna y cubierto con una gabardina inglesa. El hombre era ligeramente más alto que Rafael. Tenía la piel oliva, el pelo negro y unos ojos extraordinariamente verdes. Verdes como las hojas tiernas de los castaños, y chisporroteantes como una hoguera verde. Hablaban apaciblemente y en voz baja. Se decían viejos amigos, aunque un rictus, apenas perceptible en Rafael, indicaba su disgusto. La luz azul de sus ojos lanzaba chispas a las que se podía considerar de cólera.
En el salón se colocaron frente a frente. Antonio, el mozo italiano, les sirvió una l'eau y tazas de café. Hablaron animadamente, siempre en voz baja. Al invitado le gustó la casa. De pronto y sin venir a cuento quiso visitarla toda. Juntos recorrieron la enorme antecocina, la cocina, los baños, las habitaciones de dormir de cortinajes pesados, el vestíbulo, los clósets, los salones y el saloncito del teléfono, para volver a sus lugares y terminar las bebidas. Entonces el huésped se inclinó sobre Rafael y habló en voz aún más baja. Rafael lo escuchaba con suma atención.
—¿De manera que viniste en un avión especial?
—Sí, hermano, ¡especial! Despegamos a las dos de la mañana.
—Precauciones… —murmuró Rafael.
—¿Y cómo no? Había entregado en la justicia de Dios a cuatro del general Bejarano…
—¡Hum!
—Hay que vender caro el pellejo, no tenemos otro…
—Se portó bien el secretario…
—¡Órdenes! ¡Órdenes! Los gringos están furiosos…
Ambos callaron. Se miraron a los ojos y el invitado sonrió con un gesto que podríamos llamar feroz. Sus dientes blanquísimos y perfectos no tenían nada que pedirles a los de Rafael, igualmente perfectos e igualmente blancos.
—Tu casa es grande, muy grande, ¿qué te parecería que hiciera aquí un alto?
Rafael se sobresaltó en el sillón.
—¡Imposible! ¡Imposible! No sabes quién es mi mujer. ¡Insoportable! Andaría husmeando, juzgando, indagando, no, no, no es posible, aquí sí que arriesgas el todo por el todo.
—¿Y no podré domar a esa fiera?
—¿Domarla? Si no es una fiera, solo es inconsciente, indiscreta, chismosa, hablantina, celosa, ¡una joya! Yo diría que hasta un poco retrasada mental. Y con esa clase de gentes no valen ni consejos, ni amenazas…
—Tienes razón. Ya buscaré la manera de hacerla entrar en razón. ¡Y que no hable!
El timbre de la casa llamó con estrépito.
—¡Es ella! ¡Chis! —dijo Rafael.
—¡Acá ni una palabra! —dijo el invitado golpeándose el pecho con fuerza.
Los dos se pusieron de pie para esperar su entrada. Pero Rosalía no aparecía. Rafael se precipitó a encender los candiles de las chimeneas y del techo. La penumbra indicaba confidencias. Ambos se miraron cómplices.
Al entrar a la casa, Antonio se había precipitado a llevar a la señora al cuarto de planchar.
—¿Qué pasa Antonio? —preguntó Rosalía asustada.
Antonio le tapó la boca.
—Mil perdones, señora, mil perdones —le decía mientras continuaba con su mano tapando la boca de la señora. Entra con los ojos desorbitados.
Preguntaba el porqué de aquel gesto amenazador.
—El señor, perdone la señora, ha traído a la casa a un prófugo de la justicia de su país. Yo escuché todo, por el bien de la señora. Un hombre que ha matado a cuatro cristianos. ¡Cuatro cristianos! El secretario lo puso en un avión especial y lo mandó para acá. ¡Ah! Pero su enemigo, el general Bejarano, envió a otros asesinos a matarlo... y aquí lo tenemos. ¡Aquí! No quieren que la señora sepa nada. Nada de nada. ¿Comprende la señora? De modo que ¡silencio!, ¡silencio!, ¡silencio! Si la señora no quiere morir asesinada… y el señor también… se lo van a presentar como a un viejo amigo del señor. ¿Comprendido? Ahora vaya al salón. Póngase un poco de polvo en la cara —le dijo quitándole la mano de la boca
Rosalía obedeció, seguida de Antonio, quien revisó su rostro para ver si quedaban huellas de su mano enérgica sobre las mejillas y la boca de Rosalía.
—Muy bien. Al salón, señora. Yo anunciaré primero su llegada…
Antonio desapareció.
Rosalía se dejó caer en un taburete: “asesinada”…, “un asesino”…, “Dios mío, qué cosas permites que ocurran”. Se quitó su abrigo “ruso” y con firmeza se dirigió al salón. Al llegar vio a Antonio que se iba a la cocina después de haberla anunciado.
—¡La señora ha llegado!
Admiró su paso firme y la tranquilidad de su rostro.
En el salón la esperaban los dos hombres con aire afable. Ella permaneció indecisa. Rafael fue el primero en hablar.
—Pasa, Rosalía. Mira, te presento a Gaxiola, mi viejo amigo de infancia. ¿No te había hablado de él?
Rosalía miró a Gaxiola con ojos muy abiertos, algo le dijo que ya había oído ese nombre, pero no en boca de su marido.
—Sí, sí, me has hablado mucho de tu compañerito.
—¡Ah! ¡Genio! Eso esperaba de ti —dijo Gaxiola, dándole a Rafael un gran golpe en la espalda—. Sí, señora, fuimos compañeros en primaria, en el Colegio del Zacatito. ¡Católico! Como se debe, éramos dos mocosos, claro que aquí ¡el genio! me ganaba en todas las materias. ¡Siempre fue un genio! La vida nos separó. Terrible es la vida. No toma nada en cuenta, ni los afectos, ni las convicciones, ni ¡nada! ¡La vida es la vida! Y cada quien coge su vereda y ¡vámonos! Ahí se va uno sin siquiera volver la cabeza. ¡Camina burro de carga, camina con la zanahoria colgada de un palito! ¡Y ahí va uno detrás de la zanahoria!
Gaxiola se calló de pronto. Sacó un pañuelo y se enjugó dos lágrimas.
Rosalía, asustada, se inclinó sobre él.
—¡No vale la pena derramar ni una lágrima! —le dijo, dándole de palmaditas en la espalda
—¡Sí vale, mi señora! ¡Sí vale! Cuando uno ve al genio… ¡y se ve a uno mismo! ¡Anda burro lleno de peladuras, no te detengas! Adelante, adelante, hasta que me guíes al despeñadero. Señora, mil perdones, ¡aquí usted y el genio me miran como si estuviera loco! No, no estoy loco. Veo que he venido a turbar la vida de dos seres ¡perfectos! Sí, perfectos en belleza, talento, amabilidad, cordialidad, amistad… No quiero estorbar.
Gaxiola hizo una reverencia a Rosalía, ésta le tendió la mano y él depositó un beso ligero como un soplo. Luego se volvió a su marido.
—¡Hermano! Gracias por tu hospitalidad. ¡Gracias! —y de prisa se dirigió a la puerta de entrada. Desde allí hizo otra reverencia y desapareció.
Rosalía y Rafael se quedaron perplejos. De pronto, ella se enderezó, miró con ira a su marido.
—¿Crees que me engañas? ¿Este es el Gato Gaxiola? ¿Cómo se te ocurre traer a la casa a un matón tan conocido? ¿Estás loco?
Rafael se llevó las manos a la cabeza.
—Por favor, ¡no grites! No es el Gato Gaxiola. ¿Quién te ha pedido decir semejante estupidez? ¿Fuiste a la oficina?
—¿Al “centro”?, ¿yo? No estoy loca, pero ¿crees que no sé quién es el Gato Gaxiola? Tú mismo me has contado que de niño fue tu compañero en el Zacatito y que luego se transformó en el asesino más temible de México.
—Calla, por favor. ¡Calla! Este es un asunto muy peligroso. ¡Te pido que te calles! Y que no le digas a nadie, ¡a nadie!, que vino a la casa, ¡si no quieres que nos acribillen a tiros sus enemigos!
—Pero ¿quiénes son sus enemigos? ¡Demonios!
El timbre sonó con furia. Antonio corrió a abrir.
¡Era el Gato Gaxiola! Entró al salón con una nube entera de globos rosas, azules, blancos. Ya en el vestíbulo había soltado más ramos gigantescos de globos. La casa entera se cubrió de ellos, flotantes, subiendo y bajando como delicados cortinajes de colores pastel. Apenas si alcanzaban a verse Rosalía, Rafael y el Gato.
—¡Homenaje al genio! ¡Que siempre flota por los aires! Y para la patrona —corrió al vestíbulo, llamó a Antonio y ambos entraron con torres de cajas de bombones de chocolate que ambos depositaron a los pies de Rosalía. Luego el Gato, tomando la iniciativa, sacó su cartera y cogió un puñado de billetes.
—¡Antonio!
Cuando apareció el criado en medio de la tempestad de globos, le ordenó:
—Mira, mi amo, vete a la esquina y traes todo el caviar que encuentres. Claro, con sus galletitas y su mantequilla y sus limones. Trae pollo asado. Salmón ahumado, lo que quieras, hermano, y preparamos una cena para ¡Reyes! Como me oyes, ¡para Reyes! ¿No ves que ella es una Reina y él un Rey? Anda, anda como que ya te fuiste y volviste. Y lo que sobre, te lo guardas, hermano.
Antonio, ante la lluvia de globos, las cajas de bombones, los dólares y las órdenes del Gato parecía haber perdido el juicio. Aventando globos que se interponían a su paso, se dirigió a la puerta de entrada y salió corriendo, no sin antes prevenir a la cocinera que preparara la mesa para un Príncipe y los Reyes.
Sí, en verdad la cocinera puso una mesa, como nunca antes la había puesto, los globos inundaron su cocina, y ahí, por desgracia, con el calor, estallaban como balazos. Pero Consuelo solo se reía. ¡Era una gloria aquel señor! ¡Una gloria! ¡Y qué ojos, Dios mío! ¡Nunca los había visto más guapos! Claro que tenía un defecto: gritaba mucho pero, en fin, había que tomar en cuenta que era mexicano, “y los mexicanos no son como nosotros, ¡no! ¡Ellos son nuevecitos, revientan de alegría! ¡Vaya, vaya, qué guapura!, cuando mañana lo cuente en la capilla, nadie lo va a creer”, se repetía Consuelo, ansiosa de que amaneciera para ir a ver al padre y contarle aquel prodigio. Sí, señor. Es un prodigio. ¡Es como si de repente hubiera entrado a casa un cometa hermoso! ¿Quién se lo creería? Nadie. Pero le bastaba con haberlo visto, ella, Consuelo Armada.
La cena transcurrió en medio de risas, de brindis, de bromas en las que tomaban parte Antonio y Consuelo, pues el señor Gaxiola no los trataba como a sirvientes, sino como amigos. Varias veces se levantó para brindar con ellos con vino del Rhin, del mejor de los mejores. Sobre la mesa flotaban ríos de globos que hacían reír a la señora Rosalía y sonreír al señor Rafael. A veces se posaban sobre las copas o los platos y un instinto especial los hacía huir de los candiles de cristal. Preferían el techo artesonado del comedor o los relojes de péndulo, que muy serios presidían las chimeneas.
Al final Rosalía, Rafael y el Gato volvieron al salón para beber el café y la fine à l´eau. Allí, la euforia se convirtió en una tristeza infinita. Los ojos luminosos del Gato se apagaron, sus párpados se enrojecieron y su mirada opaca caía sobre sus huéspedes casi como una amenaza. Rosalía había bebido demasiado y a través de la niebla del vino miraba a su marido y a su amigo, como a dos seres peligrosos. ¿Qué había sucedido para provocar aquella tristeza después de tanta alegría? El Gato la miraba con tristeza y a ella le entró un miedo inexplicable. Rafael, con la cabeza hundida en el pecho, se negaba a ver el final de aquella fiesta absurda. Estuvieron así largo rato, midiéndose mientras los criados cenaban en la cocina. Hasta ellos llegaban sus risotadas. De seguro estaban borrachos.
Fue el Gato el primero en ponerse en pie. Dio varias palmadas y apareció Antonio sorprendido.
—¡Antonio, llama a Consuelo!
Consuelo apareció limpiándose la boca con el mandil.
—Consuelo, quiero que usted prepare la cena del sábado con el mismo esmero que preparó la de esta noche. Yo enviaré la comida y las flores. ¿Entendido? Quiero que el genio quede satisfecho y que la patrona no se moleste en ¡nada! Bueno, y ahora me retiro. Tengo muchas cosas que hacer mañana. ¡Buenas noches!
—¡Buenas noches, señor! —dijeron a coro Antonio y Consuelo.
Rosalía y Rafael se pusieron de pie.
—¿Te vas?
—Sí, y no me digan que me quede, porque ya no me aguantan. Ya quieren que me vaya. Buenas noches. Nos veremos el domingo o el lunes.
El matrimonio no supo qué decir. El Gato le besó la mano a Rosalía y le dio una palmada al genio. Luego, solo se dirigió a la puerta de salida y desapareció. Detrás dejó una estela de tristeza, un pesado camino trágico. Un sinfín de pasos dados en dirección equivocada y un reguero de lágrimas que parecía que habían ahogado la casa.
—Vámonos a dormir —dijo Rafael con voz apesadumbrada.
—Vámonos —contestó Rosalía próxima a las lágrimas.
Aquel Gato callejero que acababa de salir de su casa para entrar a la noche solitaria le producía una pena desconocida.
—¡Pobre Gato! —dijo Rafael.
—Sí, pobre Gato —contestó ella desde el calor de su cama.
—¿Dónde vive?
—No lo sé.
Apenas se lograron dormir.
Algunos globos flotaban en su habitación.
AQ