• Diego y Elena: historia de una amistad

  • Arte
  • En el Centro Libanés se exhibe la muestra de dos artistas que comparten el mismo maestro, Enrique López Pacheco, y la misma pasión por el arte: el pintor Diego Lamas y la autora de ‘Hasta no verte, Jesús mío’.
Beatriz Zalce
Ciudad de México /

Hablar de la exposición Historia de una amistad que reúne la obra del pintor Diego Lamas y de la periodista y escritora Elena Poniatowska es referirse a amigos y afectos, a empeños y voluntades que se traducen en muchos: “¡Sí, órale, cuenta conmigo, yo te ayudo, va que va!” que han hecho posible que la muestra se pueda visitar en la Sala Alfredo Atala Boulos del Centro Libanés en la Ciudad de México.

Desde hace años, la amistad ha entrelazado las vidas de Elena Poniatowska y Marta Lamas. En 1976 fundaron fem, la primera revista feminista de México junto con Alaide Foppa, la poeta guatemalteca desaparecida por la dictadura militar de su país, y Marta Acevedo, quien además de ser precursora del feminismo y fundadora del movimiento Mujeres en Acción Solidaria (MAS), descubrió una estrella super nova.

Durante la inauguración de Historia de una amistad Elena Poniatowska relató: “Conocí a Diego Lamas muy niño porque nos invitaban a Marta, a mis hijos y a mí a las mismas fiestas infantiles con el mismo mago o el mismo payaso, el mismo chocolatito caliente y el mismo pastel decorado con el nombre del festejado a quien le ayudaban a soplar cinco, seis, siete velitas mañosas porque volvían a prenderse”.

Fue un viernes en casa de la familia Lamas cuando Diego le mostró a Elena sus cuadros: retratos familiares, reinterpretaciones de sus clásicos favoritos: Da Vinci, Vermeer, Rembrandt. Ella le habló de su deseo de pintar y él le presentó a su maestro: Enrique López Pacheco.

Poniatowska lo entrevistó. Supo que Enrique dibujaba desde niño, pero que no sabía que ese gusto, esa alegría podía volverse un oficio. Estudió Física en el Poli antes de entrar a la Escuela de Pintura La Esmeralda, donde se empeñaba como pocos lo hacen: si el maestro pedía diez dibujos, él entregaba 50. Si la modelo le salía con cinturita de bóiler, él se fijaba, corregía hasta lograr el parecido con la de una avispa. Con mucho sacrificio y con absoluta convicción dejó todos los trabajos que no tuvieran que ver con la pintura.

Cuando no está creando su propia obra, Enrique López Pacheco da clases. Le gusta. Aprende con sus alumnos, de ellos; se divierte. Ha visto transformarse muchachos de la calle en abogados, en antropólogos, el arte los ha salvado. Algunos se han hecho pintores y exponen en México y fuera de nuestro país.

Ha sido maestro en la propia Esmeralda, en Bachilleres, en Casa del Lago, en la UNAM. También da clases particulares. Desde hace catorce años a Diego Lamas, de lunes a viernes, y más recientemente a Poniatowska, los sábados en la mañana, que es cuando ella tiene chance.

Elena Poniatowska. Reconocida por su trayectoria literaria, la escritora disfruta también de otro arte: la pintura. (Foto: Octavio Hoyos)

El comedor de Elena parece el interior de una naranja. El sol entra como perro por su casa y hace florecer las orquídeas y suspirar a Váis, gatita viuda sin su Monsi quien desapareció en la pandemia. El mantel a cuadros blancos y amarillos se recubre con hojas de periódico. Enrique saca de su pesada mochila los aditamentos necesarios: tubos de óleo, pinceles, espátulas, aguarrás, lápices, gomas y una pregunta: ¿Qué vamos a pintar hoy?

Stephy, condiscípula de Elena, quien le hizo un retrato, dice que ella pinta perros y burros porque le encantan los primeros y le gustan los segundos. No aclara que se llama Stephanie Brewster y que estudió filosofía y es cineasta, que su documental El tiempo de la hormiga sobre el trabajo doméstico se ha exhibido en la Cineteca Nacional y en Canal 22.

Hay telas blancas esperando turno para metamorfosearse en cuadros. Hace unas semanas Elena empezó a plasmar una escena callejera: Un cielo amarillo está por volverse azul y la Torre Latino se yergue por encima de una humanidad chilanga algo bucólica. Hoy Elena la mira con ojo crítico. Solo tiene un calificativo: “¡Horrible!”. Y un reproche: “No dice nada”.

—¿Quieres borrarlo? -pregunta el maestro.

Ella dice que sí. La suerte de la tela está echada. Sin aspavientos, Enrique prepara una mezcla de blanco con un dejo de negro. La tela va palideciendo. Cuando seque estará como nueva.

—La ventaja de la pintura es que puedes modificar muchas cosas: tú vas poniendo tus propias reglas —dice el maestro. —Olvídate de los miedos. No hay pintura buena o mala. La pintura es una expresión. Aquí no hay faltas de ortografía.

La literatura es más estricta en ese sentido.

El aire se llena de acordes de Erik Satie, del Nocturno de Chopin, de La catedral sumergida de Claude Debussy. Sobre la mesa (ahora de trabajo) conviven un plato de galletas, otro de pan con queso con uno chiquito que sirve para mezclar colores. Un bote que contenía yogurt se vuelve un florero con pinceles.

—¿Qué vamos a pintar hoy? —vuelve a preguntar el Maestro.

Elena duda. Piensa en pintar a Tina Modotti, su Tinísima, la de los sombreros de los campesinos en 1926, la de los tejados y las cestas, la de los amores y retratos de Weston y Julio Antonio Mella, la que se entregó por completo a la causa política y social. No… Por ahí no va la cosa… Stephy le propone un retrato doble a partir de la foto de Héctor García donde Elena posa sonriente junto a Josefina Bórquez, la retobada Jesusa Palancares de Hasta no verte, Jesús mío.

—Ya ves que soy del tamaño de un perro sentado y ella me llega apenas aquí, a la cintura —dice Elena exagerándolo todo. -¿De qué tamaño era ella entonces? ¿Te imaginas a alguien más chaparrito que yo? No es fácil.

Y de la blancura de una tela, menos angustiosa que la de la página en blanco, surge la idea, se va definiendo poco a poco: Un retrato de Marta Lamas, de la antropóloga e investigadora comprometida con el feminismo y las mujeres como sólo ella. “Destaca por su elocuencia y rebeldía. Su figura delgada, de cabello rebelde, se ha vuelto entrañable” escribió Poniatowska hace apenas unas semanas, describiéndola. Un retrato de Marta Lamas rodeada de gatos, con su camisa azul, sus lentes, su frondosa melena.

Poniatowska prefiere los perros a los gatos: “La mirada de los perros es conmovedorsísima. Nadie te mira como un perro. Ningún amante. Nadie”. Sin embargo, se aplica en retratar gatos amarillos, uno gris, atigrado, otro cafecito. Stephy sugiere incorporar a Leonardo, el michi de los Lamas, recientemente fallecido, o hacer uno con los lentes y la expresión del cronista Carlos Monsiváis.

El pintor mexicano Diego Lamas. (Foto: Octavio Hoyos)

Diego Lamas le hizo un magnífico retrato al autor de Los rituales del caos. Con él compartió una larga amistad, el amor a los gatos y la pasión por el cine.

Todas las mañanas, de lunes a viernes, Diego trabaja en su estudio al lado del Maestro Enrique López Pacheco, su mentor, su cuate y también su “chicote” pues hasta a los artistas hay que espolearlos a veces. Sobre su mesa de trabajo hay un plato de peltre donde mezcla blancos, azules, grises, ocres. Le da sorbitos a su lata de refresco. Los pinceles están bien alineados. Impera el orden.

Se llega al estudio por unas escaleras cuyas paredes son una galería para Diego: ostentan varios retratos de Marta, de los gatos que han ocupado un sitio privilegiado en sus corazones. Diego Lamas va del formato pequeño al grande, de los tonos claros a los sombríos. Varios triángulos equiláteros forman pirámides. Arte objeto donde se reconoce la luminosidad de Sorolla o la paz de los jardines de Claude Monet.

Niña, una hermosa siamesa, viene a saludar. Curiosea frente a un óleo sobre madera de 80 x 1,80 cm. ¿Qué la atrae? Niña ha contagiado su curiosidad. La última cena se expuso en el Museo Casa del Risco hace tres años y es la portada del catálogo de esa muestra, muy bien diseñado y editado. Pero la obra no formó parte de la curaduría de Historia de una amistad. Es lúdica, véase irreverente.

Diego hizo su autorretrato y se colocó al centro, en el lugar del nazareno. Sus amigos fueron los modelos para los apóstoles y como venían de tenis, así quedaron. Diego incorporó a Ara, su musa, y a Leonardo, su bien amado micifuz. Beben vino y comen pollo rostizado, como si fuera Navidad. Lamas maneja los claroscuros, los contrasta, los hace vibrar.

De niño viajó mucho con su abuela, Marta Encabo. Recorrieron los museos de Europa, de Estados Unidos, de América Latina y, como dice Elena Poniatowska, se volvió un “discípulo extemporáneo” de Turner, Rembrandt, Vermeer y Van Dyck. Y empezó a dibujar. Sobre una servilleta. Sobre un mantel.

Diego asegura que fue de “grande” cuando entró de lleno a la pintura, con plena conciencia. Tenía quince años y un enorme bagaje cultural.

Ha pasado por silencios, pero no ha dejado de pintar. Ni siquiera después de alguna intervención quirúrgica. En esos momentos optó por formatos más “sencillos”, dice él, como la acuarela y el grabado sobre linóleo.

Gusta de hacer guiños al espectador. Junta el pasado con el presente y en un espacio coinciden Vermeer y su icónica lechera con Ara, la musa regiomontana de Lamas. Cada una viste de acuerdo a la época que le toca vivir y con ello demuestra que el tiempo es una invención. Diego considera complicado hacer retratos. Por lo general la gente no se reconoce en ellos y quiere verse más joven, más “bonita”. A Ara la tiene muy estudiada, sus facciones están plasmadas en más de 50 obras. La vemos sonriente, mirar a los ojos, transformarse en muchas mujeres, conservando siempre la sensualidad.

Tanto Diego Lamas como Elena Poniatowska hacen el recuento de sus afectos en Historia de una amistad; expresan a través de la pintura sus alegrías y tristezas. Nos entregan fragmentos de ellos, de sus vidas, y nos hacen sentir parte de sus amistades.

La exposición se puede visitar en el Centro Libanés de la Ciudad de México.

AQ

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