Elizabeth Bishop y Robert Lowell: dos vidas en 300 cartas

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En octubre, el epistolario Palabras en el aire (Vaso Roto) llegará a los lectores. Ofrecemos aquí algunos pasajes.

Elizabeth Bishop y Robert Lowell. (Ilustración: Ángel Boligán)
Laberinto
Ciudad de México /

Treinta años de amistad no son una bagatela, y menos aún cuando hablamos de dos tótems de la poesía estadunidense del siglo XX. Treinta años: la línea de duración que recorrieron Elizabeth Bishop y Robert Lowell, dos naturalezas y destinos tan opuestos que cuesta trabajo ajustar la mira para verlos intercambiando franquezas y humores a pesar de los desencuentros personales y de los torcidos caminos de la Historia.

Se conocieron en enero de 1947 durante una cena ofrecida por Randall Jarrell —un crítico que se había ganado la simpatía de Edmund Wilson— en Nueva York. ¿Quién diría que la timidez de Bishop y la célebre temeridad de Lowell terminarían por congeniar al grado de abrir los candados de sus zonas más atormentadas y sagradas?

Una vez que su amistad cerró filas, la distancia geográfica selló la feliz y obligada necesidad del intercambio epistolar. Mientras Lowell hacía vida académica en Boston, Bishop se instaló a las afueras de Río de Janeiro, donde experimentó el amor duradero junto a Lola de Macedo Soares. Las cartas iban y venían, como la estabilidad psicológica de Lowell y la inseguridad creadora de Bishop.

Esas cartas —más de 300— llegarán a nosotros en octubre con el sello de Vaso Roto. Palabras en el aire es un registro de mudanzas de carácter y minucias cotidianas, de indiscreciones y exabruptos sentimentales pero, sobre todo, es una lección de crítica literaria y un espejo de los desafíos a los cuales se enfrenta un escritor cuando proyecta su obra. Bishop, por ejemplo, era incapaz de modular sus objeciones. Lowell, en cambio, era todo cumplidos y asombros. En todo caso, hay que imaginar lo que para una y otro significaba ponerse en manos de semejante lector y confidente.

Las cartas y los pasajes que ofrecemos provienen de ese volumen que eleva el género epistolar a la altura de las grandes creaciones literarias. Pura López Colomé tradujo la prosa de Elizabeth Bishop y Juan Carlos Calvillo la de Robert Lowell. 

RP


King Street, 46

Nueva York

12 de mayo de 1947

Estimado Sr. Lowell:

No sé cómo ponerme en contacto con usted ahora que Randall está fuera; pero creo que esta carta podrá llegarle a través de Harcourt Brace. Solo quería decirle que me parece maravilloso que haya recibido todos esos reconocimientos —supongo que simplemente los llamaré premios número 1, 2 y 3—, en cualquier caso, son todos sumamente gratos.

Yo también iba a leer en la YMHA el sábado por la tarde, pero no llegué, y espero que mi ausencia fuera más una ayuda que un impedimento. Lamento mucho también haberme puesto enferma en aquella ocasión en que quería que usted y los Jarrell vinieran a casa. A lo mejor, si todavía se encuentra en la ciudad, podría visitarme en algún momento, me encantaría verle. Mi número telefónico es wa 5-1706 o, si lo prefiere, escríbame tan solo una nota.

Con mis mejores deseos y más felicitaciones,

Elizabeth Bishop



E. 15th St., 202

Nueva York, Nueva York

[23 de mayo de 1947]

Estimada Srta. Bishop:

Lamento haber perdido la oportunidad de cenar ayer con usted, y la ocasión anterior, y la lectura. Lamento que haya tenido un invierno miserable.

Es usted una escritora maravillosa y su nota fue prácticamente la única que tuvo algún significado para mí.

Anoche, a las tres, hubo un incendio aquí. El hombre que lo provocó se había quedado dormido, borracho y fumando. Corrió de aquí para allá entre el baño y su habitación llevando un cubo de basura con apenas una gota de agua y gritando a todo pulmón: “¡Silencio, silencio! No hay ningún incendio. Dejen de gritar que van a despertar a todo el mundo”. Luego se oyó un ruido de motores en la calle. Siguió diciendo: “Un accidente. No hay damnificados”, hasta que un policía le gritó: “¿Que no hay damnificados? Mire a toda la gente que despertó”. Cuando todo acabó, el hombre siguió hablando: “Yo soy estadunidense. Combatí el fuego enemigo. De no haber sido por mí, todos vosotros estaríais muertos”. Hoy mi habitación huele a tela asfáltica chamuscada.

Me voy a Boston el día 2 y luego a Yaddo el 9. Espero verla de nuevo algún día. Los Jarrell y yo teníamos la esperanza de que viniera mañana de pícnic con nosotros.

Buena suerte con su enfermedad.

Robert Lowell



Briton Cove, Cabo Bretón

14 de agosto de 1947

Estimado Robert:

(Nunca he logrado familiarizarme con ese sobrenombre con el que le llaman, pero Sr. Lowell tampoco me suena del todo bien). Hace ya tiempo que me había propuesto escribirle en respuesta a la nota que me envió a Nueva York; y, desde luego, me había propuesto hacerlo antes de que apareciera su reseña de mi libro en la Sewanee Review —pero alguien me envió la revista, por lo que parece que ya es demasiado tarde—. No obstante, le presté la revista a otros huéspedes y se marcharon con ella, de modo que tendré que confiar en mi memoria, lo cual me protege de cierta cohibición al respecto. Estoy totalmente de acuerdo con su reseña de Dylan Thomas —en mi opinión, casi siempre dos o tres versos suenan como de relleno o resultan completamente ininteligibles y echan a perder sus poemas—. Creo que la última estrofa de “La colina de los helechos” es maravillosa, aunque no sé bien qué quiere decir con “la sombra de la mano”, y no tengo aquí ni el poema ni la reseña. No he leído Paterson, pero su reseña es la primera que me ha hecho sentir que debería leerlo. La parte que trata sobre mí me abrumó bastante. Es la primera reseña que he recibido en la que se intenta hallar un cierto tenor o consistencia en los poemas en sí mismos, hasta yo comenzaba a pensar que quizá no lo tuvieran. Es la única reseña que aborda las cosas del modo que yo considero correcto… También me gustó lo que escribió acerca de la Srta. Moore. Ojalá tuviera la revista aquí conmigo para comentarle las muchas otras cosas que también me gustaron. Me imagino que, por orgullo, debería adoptar alguna postura en cuanto a las críticas adversas, pero la verdad es que también estoy totalmente de acuerdo con parte de ellas —supongo que ningún crítico es tan riguroso como uno mismo—. Me parece que usted habla de mis peores temores, así como de algunas de mis ambiciones.

[…]

Cuando estuve en Boston, poco después de su estancia allí, creo, conocí a Jack Sweeney, que me pidió que grabara unos discos. En esas estábamos cuando me puso el suyo, y “El cementerio cuáquero de Nantucket” me gustó mucho más que antes —¿no le parece que salió muy bien? —. Me impresionaron las secciones V y VII, en particular. Las grabaciones fueron bastante divertidas —como un pez que fuera a ser pescado por ese micrófono—, pero mis resultados fueron lamentables. Este lugar es muy bonito, unas pocas casas y cobertizos esparcidos por los campos, bellos paisajes montañosos y el mar. La gente me gusta especialmente; son todos escoceses y todavía hablan gaélico, o inglés con un extraño acento de sonidos entrecruzados. Mar adentro hay dos “islas de aves”, con altos acantilados rojizos. Mañana vamos a verlas con un pescador; son santuarios donde hay alcas y los últimos frailecillos que quedan en el continente, o eso dicen. También hay cuervos de verdad en la playa, algo que yo no había visto hasta ahora, son enormes, con una especie de ásperas barbas negras bajo los picos. Antes de que me marchase de Nueva York me pareció oír que acababa de recibir la plaza de la Biblioteca del Congreso para el año próximo, aunque me parece que no lo han mencionado en las notas de la Sewanee Review; si esto es verdad, felicidades; espero que sea un trabajo interesante. Gracias de nuevo por su reseña y espero verlo en Nueva York en algún momento durante el otoño, o tal vez incluso en Washington. Mi número telefónico está en el directorio de Nueva York y espero que se ponga en contacto conmigo. Si tiene correspondencia con los Jarrell, quizá pueda decirles esto mismo, pues yo no sé dónde se encuentran.

La madre de la ternerilla ha comenzado a mugir y la vaca del pastizal de al lado muge incluso más alto, posiblemente por solidaridad. Parece que si separan a la ternera de inmediato no tendrán que ocuparse de destetarla y beberá de un plato, dice el Sr. MacLeod, y ha prometido llamarme cuando lo intenten por primera vez. Espero que le esté gustando Yaddo, y me encantaría que me lo contara en algún momento —una vez estuve a punto de ir por allá, pero cambié de parecer—.

Atentamente,

Elizabeth Bishop



Yaddo, Saratoga Springs

21 de agosto de 1947

Estimada Elizabeth:

(A usted hay que llamarla así; a mí me llaman Cal, pero no explicaré por qué. Ninguno de los prototipos es halagador: Calvino, Calígula, Calibán, Calvin Coolidge, Caligrafía… con ironía despiadada).

Me alegra que me haya escrito, puesto que me da una excusa para decirle lo mucho que me gustó su poema sobre la pesca en el New Yorker. Tal vez sea el mejor. En cualquier caso, sentí mucha envidia al leerlo: yo mismo soy hombre de pesca, pero, ¡ay!, todos mis peces se han vuelto símbolos. La descripción tiene gran esplendor y la parte humana, el tono, etcétera, dan en el clavo. Cuestiono un poco la palabra pecho en los últimos cuatro o cinco versos: tal vez un tanto excesiva en su contexto; pero puede que esté equivocado.

Prácticamente todo lo del Sun fue pésimo, pero es emocionante que nos asocien con Nims, Ciardi y Brinnin y Howard Moss y Nerber como “jóvenes” promesas, tal y como dice W. T. Scott.

Hace mucho tiempo fui a pescar truchas con mi abuelo a Nueva Escocia. Todo cuanto recuerdo de la costa es el puerto de Yarmouth en bajamar desde un barco de vapor, llamado el Yarmouth, y unas cuantas gaviotas lánguidas y una sensación horrible después del mareo; algo parecido a la muerte, a la que de niño me suponía inmune.

Me alegra que la reseña le pareciera bien. Me imagino que lo que dijo usted aquella noche en casa de los Jarrell me hizo pensar en un tema para sus poemas. Creo que Randall merece que se le reconozca el mérito de haberle hecho una crítica en toda regla; la mía fue solo posterior y más larga.

En mi libro de aves de Nueva Inglaterra aparecen frailecillos, pero yo nunca he visto uno.

Espero pasar por Nueva York, de camino a Washington, en algún momento entre el 1 y el 14 de septiembre, y si usted está allí podríamos intentar celebrar la cena que no pudimos tener la primavera pasada.

Los Jarrell están en el Woman’s College en Carolina del Norte.

Atentamente,

Robert Lowell

ÁSS

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