El primer suplemento cultural de México apareció el domingo 19 de enero de 1930 como inserto del recién fundado periódico El Nacional, que por entonces aun agregaba la palabra “revolucionario” en su nombre. Dos breves relatos anunciados en la portada sobre el movimiento zapatista, a cargo del poeta estridentista Germán List Arzubide —entonces de 31 años de edad— fundaron esta tradición del periodismo cultural en México que habría de perdurar hasta 1998, año del cierre del periódico.
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En el centenario luctuoso de Emiliano Zapata, y cumplida ya una década del fallecimiento del escritor poblano —que murió con 100 años edad— rescato ambos textos. List Arzubide y su familia fueron testigos en Puebla de la balacera en la casa de los hermanos Serdán que anticipó el levantamiento maderista en noviembre de 1910. Siendo muy joven, con apenas 16 años, se unió a las filas de Carranza y asistió como soldado de tropa a la Convención de Aguascalientes, donde conoció y simpatizó con el zapatismo. Años después escribiría una breve biografía del Caudillo del Sur: “Emiliano Zapata, exaltación” (1927). Hay en la brevedad de estos dos relatos de juventud la evidencia de una prosa innovadora y lírica.
(Edgardo Bermejo Mora)
La pared de adobes
Cuando Isabel le dijo que sí, Juan María esperó el domingo y en vez de pasárselo envuelto en su sarape, tocando el órgano, se fue al campo, buscó un lugar y se puso a construir su jacal. Hizo adobes con la tierra negra y apretada, y levantó la primera pared trabajando en silencio, oyendo cómo se ampliaba la mañana en el canto metálico de las chicharras.
Llegó el capataz, vomitando injurias que hacían levantarse al caballo azotado por el retintín de las espuelas… —¿El jacal? ¿Con permiso de quién? ¿La tierra es tuya? ¡Largo! y el chicote cayo con lacerante injuria.
La pared de adobes se quedó en la soledad del mediodía, destacando su oscura mancha bajo el encono del sol.
Dicen que Isabel se fue para la ciudad… como Juan María no podía hacerle casa.
EL capataz llegaba. Desde la pared de adobes abandonada en el campo, el cañón de un fusil lo siguió… lo siguió… tronó.
La tarde se desangraba en el cuerpo inmóvil del capataz.
Aquí —dijo el oficial—. Juan María se quitó el sarape y lo puso a sus pies, se recargó contra la pared de adobes, pensó en Isabel que estaba en la ciudad; los cinco ojos de los fusiles lo veían implacables; el oficial gritó ¡Fuego!, y Juan María alcanzó a ver que la tierra se hacía negra como su sangre. Luego arreció la noche en el canto monótono del grillo.
Los prisioneros
Descansábamos las cabezas puestas sobre montones de mazorcas, el fusil al alcance de la mano. La troje entera retumbaba al golpear de la lluvia sobre el techo de lámina. La fatiga de la sierra nos había dominado y todos dormíamos caídos en la media noche. El sargento gritó: ¡Arriba muchachos, viene gente armada! Nos levantamos cuando el centinela agujereaba la sombra con un grito y oímos la respuesta: ¡Carranza, cuarto batallón del cincuenta y nueve! Todos volvieron a acostarse.
Yo me quedé en la puerta ya sin ganas de dormir y me detuve a ver desfilar a los recién llegados: venían escurriendo de agua, calados a pesar de las mangas de hule, torvos, silenciosos y terribles. En la tiniebla se agrandaban sus cuerpos abultados por los capotes. Traían prisioneros, eran indios envueltos en sarapes; los entreví a la luz de los relámpagos, borroneados por la lluvia, humillados bajo sus sombreros de palma, sin dejar de ver sus rostros seguramente impasibles. Bajo la terquedad de la lluvia se oían juramentos del teniente, y los cinco prisioneros inmóviles, seguían mojándose, impenetrables, sin decir una sola palabra, como si los hubiera petrificado el silencio.
Me venció el sueño, desperté cuando las descargas resonaban en la troje y aventajaban las primeras luces del alba. Mi compañero de la derecha dijo con palabras recargadas de sueño: están fusilando a los de anoche. Corrí a la puerta y vi sobre la barda del cementerio levantarse una columna de humo.
La Revolución hace el corazón duro, pero aquellos hombres apenas vistos en la noche y bajo la lluvia, se habían quedado en mi conciencia y toda la mañana la ocupé en preguntar porqué los fusilaron. Nadie lo sabía. Uno me dijo: los recogimos en el camino, estaban parados y dijo mi teniente que dizque eran espías. Cuando acababa de decirme esto, al volverme, vi al teniente que me seguía con sus ojos terribles; seguramente estaba enterado de mis preguntas, me veía y sentí que sus ojos me traspasaban. Temblé.
Pero —así pienso ahora— nada de esto me importa. Ya entonces se oía en el sur el grito insurrecto: “Tierra y Libertad”. Hoy se me figura que todos los crepúsculos, y todos los amaneceres, son rojas banderas libertarias que se agigantan sobre los campos de la Revolución.
ÁSS