En un París confinado, Emmanuel Carrère nos recibe en su casa para conversar sobre su más reciente libro, Yoga, en el que conviven la crónica periodística, el ensayo, la estampa autobiográfica y un aliento narrativo que rompe las fronteras de los géneros. La crisis conyugal, la depresión, la mirada abismal del suicida, el drama de los refugiados en Europa son algunos de los temas que nos tocan y reclaman nuestra complicidad.
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—Ha declarado haber abandonado la ficción. Sin embargo, en Yoga se nota un verdadero gusto por narrar las historias que escucha o incluso las de los libros que lo han marcado y que nos cuenta a su vez con gran detalle.
Es cierto que ya no escribo ficción. Aunque relato y ficción son cosas distintas. Trabajo con un material que no es ficticio y, al mismo tiempo, utilizo las herramientas de la ficción, es decir, un tipo de narración y de montaje que acostumbramos asociar con esta. No busco alejarme de la ficción, más bien me concentro en progresar en el arte narrativo. Ahora bien, no todo mi material es autobiográfico. De hecho, sólo es así en un par de libros: Una novela rusa y Yoga, en los cuales no me limito a ser el narrador sino también el protagonista. La mayoría de mis libros no son autobiográficos; en Limonov, El reino o De vidas ajenas, estoy muy presente como narrador, pero no hablan de mí.
—¿Compartiría la opinión de alguien como Philippe Lançon quien, tras el atentado contra la redacción de Charlie Hebdo, considera agotada la ficción como lo muestra en El colgajo? ¿Usted tampoco cree ya en la ficción?
El hecho de que ya no escriba libros de ficción no implica una posición ideológica, una declaración de su agotamiento. A mi parecer, hay dos razones principales para escribir. La primera sería inventar, contar historias que imaginamos. La otra, contar la vida o bien cosas de las que hemos sido testigos. Son tropismos de igual importancia. Por eso no creo que exista una tendencia francesa hacia la autoficción. Se trata sólo de una de las dos vías de expresión de sí. Por mi parte, he seguido un movimiento natural. Durante quince años, me pareció evidente escribir ficción, pero desde hace veinte años he optado por lo que hago ahora sin que sea un verdadero posicionamiento. Ahora bien, respecto a lo que dice Lançon, es en parte cierto. También lo siento, cada vez tengo menos ganas de leer novelas, aunque insisto, no hay nada ideológico.
—Justamente Lançon dice ya no leer novelas pues les ha perdido el gusto.
No sé si es propio de nuestra época o más bien de cierta edad de la vida. Se suele decir que con la edad ya no se leen novelas sino más bien memorias, correspondencias, que el gusto por la novela disminuye a lo largo de la vida. Cuando era joven me decían eso y me parecía ridículo, algo típico de viejos reaccionarios, aunque es un poco lo que me pasa hoy. Entre las pocas novelas que leo, hay varios latinoamericanos, por ejemplo Juan Gabriel Vásquez; nos conocemos un poco. Me parece un verdadero novelista. En Latinoamérica, la novela sigue viva, no ha perdido aliento. En Francia, sobrevive con respiración artificial.
—Me parece que su escritura se acerca más al ensayo, en el sentido que le daba Montaigne y que cita en Yoga, que a la autoficción. ¿Reivindicaría esta filiación?
Me siento cercano a Montaigne, pero no pretendo compararme con él. Lo que me gusta en él y que me ha aportado mucho a mi trabajo es su extraordinaria libertad, su fidelidad a la expresión de su pensamiento, sus dudas, sus recuerdos… Pero esta lección de libertad en el pensar implica también no dejar que una especie de superyó nos bloquee y aceptar pensar lo que pensamos, ser quienes somos. Montaigne es un compañero muy valioso pues su ejemplo permite liberarse de la culpabilidad. Hay algo en él que tiende a la aceptación de uno mismo. Aunque, contrariamente a él, soy más bien un autobiógrafo narrativo. Tengo una pasión por el relato; para mí, la narración cuenta más que el pensamiento.
—Siempre me ha sorprendido su manera de dirigirse al lector y este último libro no es la excepción. Incluso cuando habla de cosas muy dolorosas, como su depresión o su estancia en el hospital psiquiátrico, no pone distancia; al contrario, nos conduce a su intimidad. Aborda situaciones que podrían resultar vergonzosas y que se nos ha enseñado ocultar.
Es algo espontáneo. Me gustan los libros donde percibo una voz que me habla. Y, a mi vez, intento suscitar una relación amistosa con el lector dirigiéndome a él. Me parece importante crear cierta intimidad con los lectores. No escribo solo por eso, pero sí en gran parte.
Para mí, lo único que podría suscitar vergüenza son las malas acciones, también las he cometido, pero no es lo que me importa compartir. Más bien me interesa exponer mis flaquezas, mis defectos, que forman parte de la vida. Tal vez es exhibicionista, pero creo que es útil, pues a la gente le hace bien conocer mis miserias justamente porque solemos callarlas al pensar que son vergonzosas. Cuando me leen pueden decir: “ah, también él se ha sentido así o ha actuado de tal manera poco gloriosa”. De ahí que cuente trastornos del estado de ánimo, incluso psíquicos, pues mucha gente los padece y le cuesta hablar de ellos. Es muy liberador que alguien más los aborde, así que no me avergüenza hacerlo.
—Le han reprochado su narcisismo, pero usted ve en el uso del “yo” una marca de honestidad.
La honestidad no impide el narcisismo. Claro que soy narcisista pero también hay honestidad en hablar en nombre propio. No me gustan los discursos que no están encarnados, necesito que alguien los asuma. No creo en las ideas al aire.
—El periodismo ocupa un lugar importante en su vida. En Yoga adquiere casi una dimensión terapéutica, al ser una manera de salir de sí mismo, de ir hacia los demás.
Es fundamental. He tenido siempre mucha suerte en mi práctica del periodismo. Comencé en los años 1980, una época muy favorable cuando los periódicos tenían dinero y podían enviar periodistas al otro lado del mundo. Hoy es muy difícil. He podido continuar ejerciéndolo como escritor profesional y espero continuar. El periodismo permite salir de uno mismo y encontrarse con lo inesperado. Tengo la fortuna de trabajar con medios y redactores de confianza que me dan la posibilidad de escribir artículos extensos pues el reportaje necesita espacio. En el fondo, la única diferencia entre escribir un reportaje y un libro es la extensión, a tal punto que reportajes míos se han vuelto libros. Eso ocurrió con Limonov; el reportaje inicial fue como una maqueta para el libro que hice después.
No es nada original lo que le voy a decir, pero veo dos familias de periodistas: una se sitúa en el análisis, la opinión y se ocupa del editorial, la tribuna; la otra va al terreno y se ocupa del reportaje. Yo pertenezco a esta última. No tengo ningún desprecio por la primera familia, es sólo que me cuesta formarme una opinión y expresarla. En cambio, me gusta ir a cualquier sitio y ver cómo se encarnan las historias humanas, con sus contradicciones y ambigüedades, y hacer percibir en mi escritura la complejidad de las situaciones. Por ejemplo, sería incapaz de escribir un editorial sobre los migrantes, pero soy capaz de ir a Calais y hacer un largo reportaje. Si algún talento tengo, es el de un narrador y no el de un ensayista que expresa su visión.
Aunque la columna vertebral de mi trabajo sea escribir libros, la escritura de guiones y el periodismo son mis muletas, pues me apoyo en ellos para salir de esos momentos en los que doy vueltas sin encontrar la solución cuando escribo un libro. Los guiones, o filmar películas como también lo he hecho, supone arrancarse de la soledad de la escritura y trabajar con otra gente. Implica obligaciones, exigencias.
—En Yoga, relata su estancia en la isla griega de Leros y el tiempo que pasó con un pequeño grupo de jóvenes migrantes impartiéndoles un taller de escritura. Parecería que esta parte del libro es una interrogación sobre lo que los escritores pueden hacer ante la miseria del mundo.
Hay algo que sí está a mi alcance: escuchar y hacer escuchar, dar resonancia a lo que me confían. No tengo una verdadera posición política respecto a la migración, no podría decir que deberíamos acoger miles de personas más o que no podemos recibir a todo el mundo. Insisto, no tengo la posición de un ensayista o de un periodista político. Pero sí sé escuchar a esos jóvenes y tengo la impresión de lograr algo, aunque sea mínimo, al hacerlo. Escuchar los relatos de sus vidas sí cuenta. Además, hay un beneficio secundario: a mí me hace bien. No tengo vergüenza en confesarlo. Cuando uno atraviesa una fase depresiva, la mejor manera de superarla es pensar en los demás y el reportaje es una manera de hacerlo.
—Si me hago abogada del diablo, diría que compara lo incomparable.
No comparo el sufrimiento…
—Pero en Yoga los pone en relación, al mismo nivel.
Tiene razón. Sin embargo, no ganamos nada con menospreciar nuestro propio sufrimiento y decir que lo que yo vivía es ridículo comparado con lo que ocurre en lugares en guerra o en la travesía del Mediterráneo. El sufrimiento psíquico y el sufrimiento social y político son muy diferentes. Pero el dolor de la depresión es también muy real.
—Su manera de reunir cosas a primera vista incompatibles, como la yoga y la depresión, me parece que caracteriza su escritura, su gran dominio del montaje, como se lee también en un libro como De vidas ajenas.
Para nada son incompatibles. Le puede parecer arrogante de nuevo, pero se lo voy a decir: a través de mis encuentros, a través de mi persona, intento experimentar, entender, lo que significa ser un humano y eso incluye la yoga, la depresión, el amor… La razón por la cual tantas cosas que a priori no tienen relación y aparecen en un mismo libro es porque me pasaron a mí, o porque fui testigo. El relato de una experiencia individual permite captar muchísimas cosas en apariencia dispares pero que encuentran su coherencia en torno a una persona.
—En este libro, como en el resto de su obra, lo vemos en extremo atento a lo que ocurre a su alrededor. Vemos cómo se deja afectar por lo que ve o lee. ¿La empatía le parece importante al escribir?
Es curioso, me doy cuenta con su pregunta, no lo había pensado antes. En realidad, no soy así. Soy más bien alguien autista y la manera en que puedo ir hacia los demás es la escritura. Logro salir de mi ensimismamiento y percibir algo en el otro sólo cuando escribo. Siento entonces que puedo crear finalmente un vínculo. Necesito escribir para tener acceso a la empatía, es mi técnica para acceder al otro. No es porque sea empático que escribo, más bien, como no lo soy, escribo para serlo.
—¿Diría que tiene buen ojo para encontrar temas interesantes?
Me reconozco ese talento y con temas que a primera vista carecen de sentido, como ese par de jueces cojos que se encargan de casos de sobreendeudamiento en De vidas ajenas. Incluso con Limonov fue así. Recuerdo que a mi editor francés le pareció una pésima idea. El mismo Herralde me dijo que estaba loco al dedicarle un libro a ese fascista ruso, a un canalla así. Cuando recibió el libro me dijo: ahora sí me sorprendiste, lo lograste.
—Uno de los pasajes más impactantes de Yoga es el relato de una joven madre que debe abandonar a su bebé durante su travesía para llegar a Europa, para no poner en peligro su vida ni la del grupo con el que iba. Después, usted descubre que muchos migrantes cuentan la misma historia al momento de pedir asilo. Es una decisión fuerte haberlo incluido. ¿Se trata de una manera de cuestionar nuestra empatía, de revelar nuestra ingenuidad o bien de denunciar nuestra complacencia ante el dolor de los demás?
Lo único que puedo decir es que estoy de acuerdo con lo que dice. Todo lo que cuento figura ahí porque es verdad. Escuché a ese chico, me conmovió la historia que me pareció real. Cuando se la conté a esa responsable de una ONG, acostumbrada a escuchar las historias de los migrantes, me hizo la observación que menciono en el libro: tal vez sea cierto, pero aparece en todos los relatos que nos cuentan casi tal cual. No quería hacer un discurso virtuoso y suprimir lo que me dijeron en la ONG, porque es incómodo o desagradable. Como forma parte de la complejidad de la situación, mi labor como periodista y escritor consiste en contarlo todo.
—¿Aunque pueda prestarse a manipulaciones políticas?
Sé que puede ser malinterpretado y utilizarse con fines políticos detestables, pero fue lo que vi. No interpreto nada, y no lo digo para desentenderme o zafarme del problema. Voy a correr el riesgo de nuevo de parecer arrogante y recurrir a una gran figura del periodismo como George Orwell, quien siempre dio cuenta de todo con gran precisión, incluso de lo que no le convenía ideológicamente.
Aunque, pensándolo bien, algo más guía mi trabajo. Cuando preparaba El reino, me interesé en las cuestiones de exégesis y descubrí que existía una cosa formidable para intentar establecer la veracidad en los Evangelios: el criterio de dificultad. Si el autor de un texto relata algo que claramente no le conviene, pues no corresponde con lo que quiere decir, entonces es muy probable que sea cierto. Un ejemplo se encuentra en el Evangelio de San Marcos, que me encanta y del que incluso hice una traducción pues me parece magnífico; es el primero, el más corto y áspero. Según la tradición, Marcos fue el secretario de Pedro, eran muy cercanos y, a pesar de ello, relata cuando, por cobardía, Pedro traiciona a Jesús. Si cuenta algo así que en nada honra a Pedro es muy probable que haya ocurrido de verdad. Le doy otro ejemplo: si en un retrato oficial ve que el tipo tiene una enorme verruga en la cara, casi puede tener la certeza de que es fidedigno. Así hago yo; utilizo el criterio de dificultad en lo que escribo.
AQ