Confesiones de un director de orquesta: Enrique Diemecke

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Por cortesía de Siglo XXI, ofrecemos un adelanto de la biografía en primera persona del músico mexicano, fruto de largas horas de charla.

Enrique Diemecke es director de orquesta, violinista y compositor mexicano de origen alemán. (Foto: Arnaldo Colombaroli)
José Ángel Leyva
Ciudad de México /


Tenía 18 años y la cabeza poblada de fantasías. No obstante, subí al avión con la idea de iniciar mis estudios de dirección orquestal en Maine, pero solamente ese verano. La directora del instituto Monteaux, en Hancock, era nada menos que madame Monteaux, quien al final del curso me comunicó que me ayudaría a audicionar en varias escuelas de Estados Unidos para quedarme. Así fue como ingresé a la Universidad Católica de América (Catholic University of America) en Washington, y no volví a México sino hasta muchos años después. Allí estudié la carrera de violinista, cornista y director, además mi bachillerato, mi licenciatura y mi maestría. En Maine hice diez veranos de Dirección Orquestal, cuatro años como estudiante y seis como asistente del maestro Charles Bruck, quien fue mi maestro desde mi llegada a Estados Unidos. El segundo milagro ya había ocurrido.

Hasta ese momento mi periplo desde la infancia había sido Guanajuato, Monterrey, Jalapa, Monterrey, Guanajuato, Toluca, Estados Unidos. Aparte de ser mexicano con raíces norteñas, del bajío y yucatecas, mi ascendencia es alemana por parte de mi padre y española por parte materna. Crecimos, mis hermanos y yo, en este país que nos enriqueció muchísimo, algo que sólo vería con claridad cuando viví en el extranjero. Pienso que toda esa mezcla es lo que determina mi naturaleza “peligrosamente emocional”, y era, quizás, al mismo tiempo mi handicap en una cultura donde todo tiende a lo racional y a lo calculado.

Llegué al aeropuerto y sabía que la hija de Pierre Monteaux iría por mí, pero ella no me conocía ni yo a ella. Era un aeropuerto muy chiquito. Pasaba el tiempo y no veía a nadie que llegara por mi. Comencé a desesperarme y a ponerme muy nervioso. Cientos de ideas pasaron por mi cabeza como vientos en sentido contrario a mis sueños e ilusiones. Me sobresalté al pensar que todo era una broma, una falsa ilusión por lo fácil que se habían dado las cosas. En esas estaba cuando una joven se me acercó sin darme cuenta y me preguntó en inglés, "disculpe, estoy buscando a un mexicanito, ¿de casualidad lo ha visto por aquí?" Puse cara de alegría y levanté la mano, "soy yo", le dije ante su desconcierto. Ella esperaba a un hombre moreno, de bigotes y con sombrero. Liberamos una carcajada, ella por su falsa idea de que todos los mexicanos respondemos a un cliché, a un estereotipo, y yo porque retornaba el alma al cuerpo y las cosas volvían a su cauce inicial.

Como era verano, la humedad era insoportable. Por un lado los moscos te comen vivo y por otro lado aborrecía el sabor, pero sobre todo el olor del pescado. El calor no era problema, estaba acostumbrado al de Monterrey, pero mis hogares habían sido lugares secos, alejados del mar. La langosta de Maine es famosa en el mundo entero, pero mi desinterés por esa comida me hizo pasar por alto esa información sobre el lugar. Además, era 1975, no había internet, uno viajaba con menos información que hoy. Me sentí agobiado ante la perspectiva de mi estancia, pues además estaba obligado a compartir habitación con otras dos personas, cocinar, lavar mi ropa y ayudar en las faenas de la casa. No sé por qué pensé: “Es el año 100 de Maurice Ravel, uno de mis grandes héroes, y el centenario de Pierre Monteaux”. Deduje entonces que habían ocurrido dos milagros sucesivos. Entonces me reclamé, por algo estoy aquí, y agregué, algo bueno anuncia este verano.

La casa estaba junto al mar y en sus proximidades pasaba un rio suave que corría de derecha a izquierda. Nunca había visto un río tan apacible. Y ese descubrimiento lo hice mientras escuchaba la música de Ravel, lo cual me recordó que estaba allí porque deseaba con intensidad cumplir con un viejo sueño. En eso llegó mi primer roommate, un franco canadiense de nombre Leopold, que se presentó como director de orquesta. Era un joven muy fuerte y de gran estatura, trigueño. Me comenzó a hablar en un francés que no entendía, porque yo hablaba un francés más académico y parisino. Pero tenía una gran virtud que valoré desde el primer momento, era un magnífico cocinero, y además me preguntó si me gustaba la cocina, le dije que sobre todo me gustaba comer, pero no sabía hacer nada. "No te preocupes", respondió, "y si no te molesta, preferiría ser yo quien cocine", agregó para mi alivio. Era capaz de convertir cualquier cosa en un platillo exquisito. Llegó el tercer compañero, de Connecticut, y se formó una relación maravillosa de amistad y compañerismo. Llegué a extrañar mucho la comida mexicana, particularmente el picante, y poco a poco mi idioma materno.

Diemecke al frente de la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires y el Coro Estable del Teatro Colón. (Foto: Arnaldo Colombaroli)

Un día me di cuenta que el río ya no corría de derecha a izquierda sino de izquierda a derecha y que ya no era un río apacible sino un cauce violento, con saltos abruptos e incluso con rápidos. Sucede que cuando entra la marea es tranquilo y cuando se retira se convierte en una corriente impetuosa. En realidad no es un río sino un brazo de mar dominado por las mareas. Los primeros días de mi estancia en Maine yo no era un cuerpo lleno de piquetes de mosquito, sino una sola roncha que alimentaba a miles de zancudos. Leopold comenzó a preparar comidas con mucho ajo y otros elementos que aseguraba le darían un sabor menos agradable a mi sangre y sería menos atractiva para los voraces insectos. Y en efecto, así sucedió, poco a poco comencé a dejar de ser el centro alimentario de esa plaga. Pero, aún así, daba mi cuota diaria de sangre.

En Maine tuve una de las lecciones más trascendentes de mi vida. Los estudiantes teníamos cincuenta obras a nuestra disposición, de la cuales podíamos elegir dos cada uno. Resulta que había una que nadie escogió. El maestro preguntó por qué la habíamos despreciado. Insistió en que esa obra no podía quedar fuera del programa, alguien tenía que asumir la responsabilidad de dirigirla y nos dio cinco minutos para que alguien se postulara, si no, él decidiría quién era el “voluntario”. Obviamente nadie respondió a la convocatoria. Nos mirábamos unos a otros para ver quién era el valiente, pero nadie levantaba la mano. Estaba a punto de expirar el último minuto del plazo señalado cuando me vi alzando la mano. Fue un impulso que me nació de muy adentro, algo quizás irracional o del inconsciente, como una exigencia de mi superyo ante una situación a la que todos daban la espalda. El maestro Bruck me dijo con gesto de satisfacción, "qué bueno que te propusiste, de cualquier modo ya te había elegido". Los demás me miraron agradecidos y con cierta conmiseración. El maestro repitió que le gustaba mi gesto y anunció que sería yo quien iniciara al día siguiente.

Me puse a estudiar como loco toda la noche y mi conclusión fue que la obra era no solo mala, era pésima. En la sesión de la mañana, el maestro dio la orden a la orquesta: “Tal obra, Diemecke”. Todos reían sin pudor y yo también comencé a reir y a burlarme. Se convirtió en una pachanga porque la obra no daba el ancho. El maestro dio la orden de parar y anunció que se me había agotado el tiempo. Llamó de inmediato al siguiente. Al final me pidió que me quedara un rato con él. Me preguntó qué me había pasado, por qué me había comportado de esa manera, por qué no había dado la talla. “Estará de acuerdo conmigo en que la obra no tiene remedio”, le respondí aún con la sonrisa en los labios. Me pidió silencio. “El que habla soy yo”, me aclaró tajante. “Creí que eras un director, que tenías madera; esta conducta tuya me demuestra lo contrario. Me has decepcionado del todo. Si crees que dirigir se trata de interpretar solo obras bonitas, importantes o accesibles, estás equivocado. Me has revelado lo que en verdad eres y te los has demostrado a ti mismo, aléjate. Creo que debes de abandonar esta escuela, no es para ti.” Cuando salí los compañeros aún celebraban la actuación y bromeaban con la calidad de la obra.

Me sentí humillado, incomprendido, tratado de manera injusta, pero quería encontrar las razones del maestro y saber por qué me había hablado de ese modo, por qué negaba mi vocación de director si la obra en sí no me permitía mostrar su talento, cualquier indicio de sus valores musicales. Entonces me di a la tarea de volver a estudiarla y a pensar en esas partituras, a buscar por dónde podía abordarla y hacerla mía. No le hallaba un pelo de emoción. Cuando casi me vencía de nuevo la imposibilidad de hallar algo en esas partituras, una idea se abrió paso en mi cabeza embotada. Si la obra no es emocional, debe tener entonces una clave intelectual, un núcleo racional que me permita identificar el sentido, alguna pista que me conduzca al significado para su interpretación y dirección.

Al día siguiente, el maestro volvió a llamarme. Me sorprendió porque yo suponía que no iba a tener una nueva oportunidad, pero esta vez iba preparado para no dejarme llevar por la negligencia o por la guasa. Me dirigí a los músicos que esperaban que iniciara sin indicaciones, como el día anterior, y lo advertí con claridad, desechaban de antemano cualquier resultado favorable. Pero comencé por tener una actitud seria que desvaneciera cualquier gesto de frivolidad. Di indicaciones precisas y pedí determinados cambios y acciones. A punto de comenzar la ejecución escuché la voz del maestro: “Stop, ahora no, lo vas a hacer este domingo frente al público.”

Diemecke nació el 9 de julio de 1955. (Foto: Arnaldo Colombaroli)

La mañana del domingo prevista hablé con la orquesta y les pedí a los músicos que dieran todo para hacerlo lo mejor posible, que atendieran al pie de la letra mis indicaciones e introdujeran los cambios que les había marcado. Fue una entrega total por parte mía y de ellos, que miraban incrédulos al público que nos aplaudía a rabiar y de pie. Estábamos asombrados de la reacción de la gente, pero sobre todo de haber tocado como lo hicimos, de haber descubierto el secreto de esa obra musical a la que no le dábamos ninguna posibilidad de interpretación. Cuando se vació la sala, me llamó el maestro Bruck para hacer lo que se acostumbraba después de una actuación, la llamada confesión, donde uno debía hacer un balance de lo que suponía había hecho bien y lo que había hecho mal.

Para salvarme, sabía que mi actitud debía ser de arrepentimiento y de vergüenza, de fuerte crítica a mi actuación, aunque estaba consciente de mi gran esfuerzo y de mi hallazgo. Pero, siempre existen peros, debía exponerlos con humildad. Iba a comenzar mi análisis cuando él me detuvo para decirme: "No, no digas nada, ahora me toca confesarme a mí. Lo has hecho de manera espectacular. Elige la obra que quieras y el sitio donde desees dirigirla, si es necesario poner de mi bolsa para la su realización, cuenta con ello, estoy dispuesto a hacerlo. Hoy demostraste, no a mí, ni al público, ni a la orquesta, sino a ti mismo, que eres un verdadero director de orquesta.”

Desde ese día algo cambió en mi interior, algo emergió con una fuerza determinante. Estaba dispuesto a vivir la soledad de manera productiva, de entregarme a la música en una relación monástica. Y sí, me asumo como un monje, entiendo mi relación con la música en un proceso de estudio permanente, de búsqueda de entendimiento y de comunicación. En Maine trabajé desde el alba hasta la noche con una entrega absoluta, como si fuera una práctica renacentista. De algún modo, y quizás con otro sentido, haciendo un voto de castidad, de celibato por el arte.

Después de cuatro años en la universidad de Washington me fui a Europa y regresé para hacer una audición en Rochester, donde gané y me quedé tres años más. Cada verano, por supuesto, iba a mis clases a Maine.

RP | ÁSS

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