El nombre que lleva el primer mes del año se le debe al dios romano Ianus, que se adjetiva como Ianuarius. A este dios se lo representa con dos caras que miran en direcciones opuestas, fisonomía que con frecuencia se ha interpretado como aquello que tiene que ver con el comienzo y el final, la entrada y la salida que ofrecen las puertas, con el pasado y el futuro, y, también, con la hipocresía, cualidad que siempre nos imaginamos como legitima propietaria de dos rostros. En todo caso, el dios Janos representa una dualidad y, aunque la idea de dualidad tiene su origen en la religión y en la filosofía, el concepto ha sido retomado por las ciencias físicas con una definición exacta y útil.
Si bien en las religiones antiguas la dualidad se manifiesta como principio divino con el que se establece la presencia del bien y del mal en nuestras vidas, en la filosofía puede significar la oposición de valores como amor y odio, o como un aspecto fenomenológico de la realidad, que es espíritu y materia. Aparece también en su descripción con los términos holismo y/ o reduccionismo, etcétera.
En la física moderna, una dualidad es “una relación entre dos situaciones que se ven diferentes pero que en realidad son equivalentes”. Así, por ejemplo, tenemos la muy conocida dualidad onda-partícula según la cual la materia microscópica puede exhibir el comportamiento de una partícula en determinados experimentos y el de onda en otros.
No sabemos si existe una dualidad de dualidades en la naturaleza, quizá no tendría por qué, pero la aparente oposición entre el pasado y el futuro parece abrazar el carácter de una duplicidad. Enero es el mes que mira atrás en el tiempo y atisba el futuro. El presente solo es el vértice donde ambos coinciden.
También vivimos atrapados entre lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño. Vivimos entre el infinito sobre nuestra cabeza y el infinito en su interior, lo grande por encima de nosotros, al nivel de las estrellas que, de tan lejanas, parecen puntos luminosos en el cielo nocturno.
Hacia arriba las distancias pueden ser tan grandes que se vuelven impensables. Nuestra Galaxia es tal que la luz demora 100 mil años para atravesarla, pero es mil veces menor que las estructuras conocidas.
A la mayor disposición cosmológica de objetos que conocemos se la ha llamado el “Final de la Grandeza”. Alcanza una distancia en metros más allá de un 5 seguido por 24 ceros, es decir: 5 000 000 000 000 000 000 000 000 metros. En la dirección opuesta hemos incursionado en distancias tan pequeñas como la fracción de metro que corresponde a un punto seguido de 18 ceros, o sea: 0.000 000 000 000 000 001 metros. Habitamos la región que se localiza en medio de este número gigantesco y el microscópico segmento de realidad.
Lo curioso es que la distancia tiene también un carácter cronológico. El tiempo es inseparable del espacio y esto significa que cuanto más lejos se mira, más profundo resulta el viaje al pasado. En esta mirada al cielo se puede ver la expansión del universo, las galaxias que se alejan unas de otras y el futuro de un universo que se enfría en su dilatación acelerada. Asimismo, al remontarse al pasado se puede ver un universo cada vez más denso, caliente y pequeño. De esta manera, se llega a observar la radiación que apareció hace 13 mil 400 millones de años y en esa mirada ingresamos al micro mundo del Big Bang que comenzó como una pequeña mota de luz infinitamente pequeña.
La cara de Janos que mira al espacio no existe sin la contraparte que mira al mundo microscópico. El año que comienza en enero es el que termina también aquí.
André Malraux decía que “El hombre vive atrapado entre lo finito de su condición humana y lo infinito de las estrellas”. La física moderna nos enseña que vivimos atrapados entre la inmensidad infinita y la interminable profundidad microscópica.