¿Acaso importa en qué medio de transporte
llegamos a ver una exposición en un museo?
Es evidente que no. Tan solo importa
la calidad de la obra y de nuestra atención.
Del mismo modo: ¿importa de veras
qué provoca en nosotros
una experiencia de orden espiritual?
No. En realidad da lo mismo
si es el amor, una droga o una enfermedad;
puede ser la belleza actuando por sí misma
o puede ser el miedo.
Lo que importa es elevarnos
sobre el ramplón rasero cotidiano
para ver el mundo desde más arriba…
¿O se trata más bien de sumergirnos
—como lo quería y entendía Kafka—
por debajo del promedio de la gente
y ver las cosas desde la raíz?
Esta posibilidad de visión y entendimiento
está latente en todos los seres humanos
pero solo se manifiesta en unos cuantos.
¿Por qué es accesible sólo a unos pocos?
He aquí una de las diez mil cosas
que no sabemos ni comprenderemos jamás.
La incomparable realidad de la vida espiritual
se parece a la salud para el enfermo:
es lo único que en definitiva cuenta.
Todo lo demás sale sobrando.
Pero casi siempre sucede que,
una vez que el enfermo se recupera,
la salud deja de ser una cualidad preciosa,
un regalo de los Dioses, una gracia…
y vuelve a ser la rutina de todos los días.
Un cuerpo más o menos sano, eso es todo.
Con la experiencia espiritual
(si es que se puede hablar de “experiencia”
allí donde no hay “nadie” que la experimente)
sucede lo mismo: por un instante
se convierte en la realidad absoluta.
Pero solo por un tiempo…
una estrella fugaz.
Esto es una epifanía:
una aparición.
Y no hemos de ser tan exigentes
como para pretender que se manifieste
sin mayores obstáculos para todo el mundo
o para unos cuantos con frecuencia,
o que incluso dure para siempre.
Lo importante es que suceda.
¿Quién no se siente bendecido
al ver una estrella fugaz?
AQ