El Antiguo Colegio de San Ildefonso hace justicia al pintor alemán, y un poquito mexicano, Ernst Saemisch (1902-1984), con la exposición de título La naturaleza íntima de la vida, 220 cuadros —en su mayoría acuarelas, tintas, pasteles, carboncillo— para explicar a este artista único, integrante del colectivo Bauhaus, en los años treinta, discípulo de Gropius y Klee, que vivió los últimos veinte años de existencia de manera discreta, casi escondido, en Valle de Bravo, Estado de México. Llegó de Alemania a nuestro país a la edad de sesenta y dos, ya con un pesado bagaje artístico y personal a las espaldas, por el amor de una mujer 32 años menor, su hoy viuda, Gertrudis Zenzes, quien desde lo alto de sus 93 continua su infatigable labor por dar a la luz la obra y la vida de quien ella llama “Ernesto”.
En la primera sala de la exposición, curada por Eugenio Caballero, vemos la obra del artista adolescente, ya marcada por la muerte y por el amor a la naturaleza, los dos ejes de su vida. El fallecimiento de su madre, el día de Navidad de 1917, lo entristece para siempre, y el desastre de la posguerra en Alemania, lo deja traumado. Ambos eventos determinan su visión pesimista del mundo: hacia 1919 empieza a dibujar tintas con títulos como “Muerte”, “Terror”, “Soledad”. Parece encaminado a ser otro “expresionista alemán” en la estela de Otto Dix o George Grosz.
En esta primera sala está también el “otro”, Saemisch, el fascinado por la naturaleza: los dibujos a lápiz de las montañas de “Alpenberg” (1919), revelan ya la vena del gran paisajista que llegará a ser.
Saemisch creció en el pueblo bávaro de Günterstal, a orillas de la “Selva negra”. El padre, un burgués de alcurnia, despacha al huérfano de madre al internado en Suiza. No será en vano: en Zúrich visita la Exposición de Arte Contemporáneo Francés, y hace ahí el descubrimiento de su vida: los pintores fauvistas, Cézanne, Picasso…
Cuando regresa a casa, el padre es ministro de finanzas del gobierno de Weimar, y Ernst le anuncia que quiere ser pintor, no abogado.
Estudia en la prestigiada Academia de Kassel, lo expulsan pronto por su postura “anti-académica”: será desde ahí y por siempre un independiente, un “radical libre” antes de su tiempo.
Siguen años de vagancia; es un “travel painter”, que, de Escandinavia a África, va en búsqueda de sí mismo.
De regreso al país, se une al colectivo Bauhaus, donde trabaja junto al fundador, Walter Gropius, y se codea con la crema y nata de las vanguardias de la época.
Saemisch se dirige hacia la abstracción geométrica; su estilo, una mezcla de Kandinsky, Klee, Feininger, sus maestros en la Bauhaus; y la pintura china, que descubrió en la Academia de Kassel.
A mediados de los cincuenta, el artista está en plenitud: hermosos los paisajes de “Alpes”, una serie en la que Saemisch, alpinista consumado, ordena las rocas de la montaña a la manera cubista; aquello se ve como un “cuarteto de cuerdas” pictórico: “hacer música ante la naturaleza”, solía decir Ernst.
Pinta también la serie “Árboles”: pinos y chopos de su amada Selva Negra; y la serie “Mi pueblo”: los tejados geométricos de Somerhausen, desde el otro lado del río Meno —o Main, en alemán.
El pintor transita libremente entre lo figurativo y lo abstracto; busca un orden anterior a toda estética: “Hay que atreverse a pintar con los ojos cerrados, estar dispuesto a perderse en sí mismo”, es una de sus frases.
Otros cuadros revelan el lado más oscuro del artista. Saemisch sabía deprimirse y expresar el “angst” del hombre moderno. “El miedo”, de 1948, remite al famoso grito de terror y angustia del noruego Edvard Munch.
Saemisch sorteó la Segunda Guerra mundial como corresponsal extranjero, principalmente en Finlandia, enfrentando la censura del régimen totalitario. “Nazis” (1950), se llama otra serie de dibujos al carbón, en la que parece expiar la culpa de ser alemán. cercanos a los esperpentos que por esos mismos años pintaba también el anglo-irlandés Francis Bacon.
Ernst Saemisch vivió los últimos 20 de su larga vida —82 años— en México, en Valle de Bravo. En 1964, tras un infarto, se mudó a este país con su tercera mujer, Gertrudis Zenzes, una joven mexicano-alemana que estudiaba entonces en Alemania.
Los colores de Saemisch explotan en tierras de Guerrero y Veracruz: de pronto hay en sus cuadros colores nuevos, el azul añil, amarillo canario, rosa mexicano.
Ernst y Getrudis se instalan en Valle de Bravo, es una época de acuarelas y tintas sobre papel arroz, a la manera japonesa, cuyo mejor ejemplo está en la serie “Lago”, de 1980. La serie “Pesca maravillosa” podría subtitularse “Janitzio geométrico”. Y la influencia prehispánica, de Orozco y Tamayo, se nota en sus cuadros de “El hombre y la serpiente”. Es una fascinación por México que lo transforma, y transforma su arte.
En sus últimos años, el Saemisch tardío experimentaba con el acrílico, como puede verse en los cuadros “Universo” y “Cosmos”, dos abstracciones de 1984, lo último que pintó.
Ese mismo año, un segundo infarto pone fin a su vida, tan fecunda: pintó miles de cuadros —unos siete mil, según su hijo, Canek (1971)—; además de escribir libros de crítica y filosofía del arte.
Desde que supe de la existencia de Saemisch, al visitar una exposición en la Casa de la Cultura de Tlaxcala, en 1994, me sorprendió que un artista de este calibre, con tal biografía y talento, fuera prácticamente desconocido en nuestro país, donde vivió tanto tiempo. La situación ha cambiado desde entonces, el nombre de Saemisch empieza a salir de la sombra, gracias a exposiciones como esta.
La exposición La naturaleza íntima de la vida presenta 220 bocetos, dibujos y pinturas de Ernst Saemisch. Fue inaugurada en diciembre del año pasado en el Colegio de San Ildefonso y permanecerá abierta hasta el próximo 18 de mayo de 2025.
AQ