México es una potencia cultural. Se trata de una definición que nos llena la boca de verdad, aunque también puede convertirse en un pretexto para confiarnos eternamente en el eje tequila, mariachi, Frida y Diego, como tiro seguro, cuando las posibilidades de explicarnos como nación y presentarnos ante el mundo son mucho más amplias, tal y como plantea el investigador César Villanueva en su fantástico libro Sombreros, Frida y Boom (Universidad Iberoamericana).
Ya hace un cuarto de siglo que el escritor Jorge Ruíz Dueñas, planteó la pregunta ¿cultura para qué? A estas alturas del partido, ya deberíamos tener claro que, si la cultura es un intercambio de saberes, el tejido que da forma a las identidades y un motor que cambia las civilizaciones, también es cierto que detona el bienestar y el crecimiento. Pensemos que si la cultura comunitaria busca atender los problemas de violencia y pobreza desde la política cultural, la economía creativa puede ser el brazo ideal para formalizar el desarrollo del sector.
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Pensemos en el fenómeno desatado por Corea del Sur. Si existe un país que en los últimos tiempos ha sabido reconocer su potencia cultural y darle un giro que sea clave de su prosperidad, ese es este país antes lejano y ahora tan común a la vida cotidiana de las nuevas generaciones. La historia se remonta a 1997, cuando se desató la crisis de los tigres asiáticos, tras padecer el colapso de la “burbuja de dinero caliente” que Corea del Sur y otros países como Tailandia, Indonesia o Hong Kong padecieron debido al rápido crecimiento económico que, a su vez, los llevó a una sobre extensión crediticia y a desatar una ola de inversiones especulativas.
El 23 de mayo de ese mismo año se estrenó globalmente la película The Lost World: Jurassic Park de Steven Spielberg y las autoridades surcoreanas tomaron nota de que en esos meses la película había generado más ingresos que Huyundai exportando automóviles. Entonces el Estado surcoreano decidió apostar por su cultura. Casi treinta años después, la ola cultural conocida como Hallyu que integra al K-pop; el K-drama en series y películas; la industria de la moda; el arte contemporáneo y hasta la literatura que abarca fenómenos como Almendra, la novela juvenil escrita por Won Pyung-Son o la explosión global de las obras escritas por la reciente premio Nobel, Han Kang; son el resultado de una estrategia donde el gobierno, las ciudades, la comunidad cultural y los agentes económicos apostaron por la sostenibilidad de la cultura; la imagen internacional gracias a la narrativa construida por su diplomacia cultural; los derechos de los creadores y la inversión pública, que reconoce el valor agregado de la cultura que, en el caso de Corea del Sur representa el 7.3% del PIB. Si en México estiramos la liga de los datos proporcionados por el INEGI apenas alcanzamos tres puntos.
A pesar de que las industrias culturales son el sector que más empleos genera entre los jóvenes entre 19 y 35 años y a diferencia de países como Francia que acaba de presentar su nuevo modelo de economía creativa; España y su modelo de cooperación y acción cultural combinado con las tareas del Instituto Cervantes; el Reino Unido que gracias al British Council posee un modelo ejemplar y con capacidad de presencia global; China que también acaba de presentar su estrategia o Corea del Sur, cuyo modelo de soft power ha convertido a ese país en un milagro de la imaginación; en el caso de México no hemos logrado cuajar una visión de Estado que contenga una estrategia de inversión y desarrollo del sector cultural, artístico, creativo y de contenidos que nos garantice su sostenibilidad y nos convierta en una verdadera potencia cultural de resultados.
Las oportunidades están en el horizonte. La cultura asociada a la coyuntura que traerá el nearshoring implica la posibilidad de diseñar nodos nacionales de economía creativa según la vocación regional; circuitos culturales para festivales o espectáculos; rutas históricas de senderismo; laboratorios de innovación, hubs para emprendedores del sector creativo y digital o territorios bioculturales que integren corredores artesanales, gastronómicos y de patrimonio natural o arqueológico.
En la misma ruta de la economía creativa, estamos a muy buen tiempo de diseñar una cláusula de excepción cultural que forme parte de la agenda mexicana ante las inminentes negociaciones del Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Ni en 1994 ni en el 2018 México tuvo la capacidad para plasmar en el tratado reglas que, como hicieron los canadienses, exceptuaran, protegieran y promovieran a sectores como el editorial, el audiovisual, el musical y el de radiocomunicaciones. Incluir la Inteligencia Artificial también sería fundamental en esa cláusula, sobre todo por la necesidad de anticiparnos a los retos que implica la protección de la propiedad intelectual.
Tras haber incluido a la cultura en el Pacto del Futuro (2024) en la agenda de este año sucederán dos eventos globales que serán claves para el futuro del financiamiento público y para los derechos culturales. Uno es la cuarta conferencia Internacional sobre la financiación para el desarrollo a suceder en Sevilla y otro es la Tercera Conferencia Mundial de la Unesco sobre cultura y desarrollo, Mondiacult 2025 que, tras la Mondiacult organizada en México en el 2022, sucederá en Barcelona durante el otoño de este año.
Quizá ha llegado la hora de pensar en las políticas culturales de modo transversal e intersectorial, donde el sector cultural aprenda a hablarse entre sí, con sus industrias y con otros sectores, principalmente con las secretarías de finanzas de los estados, los bancos, los fondos de inversión y los organismos multilaterales. Además, bueno sería para México crear una comisión intersecretarial de economía creativa que integrase a las secretarias de Cultura, Economía, Hacienda, Trabajo, Salud, Turismo, Relaciones Exteriores y Medio Ambiente, con el fin de cubrir todas las caras del prisma y desarrollar políticas de Estado, reformas legislativas y nuevos esquemas de relación entre el gobierno y la sociedad, que continúen apostando por la cultura comunitaria y garanticen los derechos culturales, la seguridad social y de vivienda de la comunidad cultural, como parte de un modelo que trascienda la dependencia y el paternalismo estatal y apueste por la sostenibilidad del sector. En fin, un modelo de economía creativa para México que ponga su acento en la prosperidad compartida y las oportunidades de crecimiento económico contenidos en la potencia milenaria de un país tan rico como diverso.
AQ