Últimamente tengo la impresión de que los escritores prefieren ver series que leer. Al menos así se refleja en sus conversaciones y en los muchos elogios que tienen para las series, mientras que de la literatura hablan tibiamente. Así se refleja también en las reprimendas que me dan porque no veo series y en cambio son comprensivos con mis huecos de lectura.
Hace poco estuve en un festival literario. En varias de las mesas, los escritores pasaron mal de su grado por el compromiso literario y, tan pronto comenzaba el debate libre, se daban el gusto de hablar de series, debatiendo apasionadamente sobre cuál era la mejor. Uno de ellos dijo que tal y cual serie de Netflix era una obra maestra y, sin poder refrenar su entusiasmo, agregó: “¡Es Shakespeare!”.
Preferí salir de la sala. Sin saber exactamente de qué estaban hablando supe que la serie de marras no podía ser Shakespeare. Que tal barrabasada la haya dicho un escritor me da a entender que muchos escritores no saben de literatura; y tampoco buena parte de los lectores.
Sí, la trama y los personajes tienen mucho que ver con Shakespeare, pero la esencia de Shakespeare es el lenguaje. Él es un poeta, un escritor de veras, un artista, un espíritu apalabrado, una voz de eco eterno. Pero si no lo entendemos así, entonces seguiremos escribiendo y leyendo historias construidas con un lenguaje pinchurriento, banal, escuálido, utilitario, chambón.
Para ser artista, hay que estar tocado por los dioses o por el diablo, hay que haberse revolcado amorosamente con las musas, hay que tener un ego contradictorio que salta de la humildad a la arrogancia. Escritores hay muchos, pero muy pocos son artistas.
En países como Estados Unidos, se tiene claro quiénes pertenecen a la primera, segunda y tercera división, sin posibilidad de ascenso.
En Latinoamérica y España, cualquier churro que se publique va con la etiqueta de gran literatura, a veces con el aval de un premio literario, siempre con elogiosos comentarios sobre la prosa del autor y demás lisonjas. Por poquita cosa que sea el escribidor, se siente artista. El niño ya tiene libro; el niño es un genio. Por eso de cada uno de nosotros se dice que “es uno de los mejores escritores de su generación”.
Y el lector insustancial termina creyéndose que toca el arte cuando apenas tiene en sus manos un mamarracho. No todo lo que brilla es oro ni todo lo que se empasta es literatura. Quizá a los lectores tampoco se les puede educar más allá del abc. Quizá para saborear las bellas letras también hace falta haber besado a las musas. Para el resto, para los de alma pequeña, están las series.