Esperando al diluvio | Un adelanto del nuevo libro de Dolores Redondo

Ficción

De “la reina del thriller literario”, como la define Carlos Ruiz Zafón, presentamos estos fragmentos de su nueva novela, basada en hechos reales ocurridos entre 1968 y 1969.

Portada de 'Esperando al diluvio', de Dolores Redondo. (Grupo Planeta México)
Laberinto
Ciudad de México /

El niño

Harmony Cottage

El niño se detuvo en el umbral. Tembló al sentir el intenso frío del exterior. Extendió su mirada sobre la superficie quieta de las aguas del lago, que brillaban bajo la luz de la luna llena, y, después, hacia el cielo. El llanto incipiente le nubló la vista. No quería hacerlo. Quería regresar dentro, junto a la estufa, quería leer un cuento y dormirse allí. Cuando se quedaba dormido en el suelo frente al fuego, nadie se molestaba en llevarlo a la cama, y así él podía descansar.

Desde el interior le llegaron las voces apremiantes.

     —Cierra la puerta de una vez y haz tu trabajo, pequeño Johnny, si no quieres que vaya y te dé una tunda.

Afianzó la puerta a su espalda para dejar de oírlas. Cerró los ojos y dos gruesas lágrimas rodaron por su piel, que ya comenzaba a perder el calor. Con la mano libre se las apartó del rostro casi con saña. De nada servía llorar. Se lo repetía siempre, pero cada vez que tenía que hacerlo, el llanto aparecía de nuevo. Avanzó sosteniendo el pesado cubo de madera hacia un lado de la casa. Había allí un pequeño lavadero de piedra bajo el caño de un grifo antiguo. Colgaba de una tubería medio suelta que descendía por la pared de la casa desde la colina. Apoyada en el costado, una vieja tabla de lavar la ropa, un cepillo de madera de cerdas duras y una lata que contenía el jabón de sosa que ellas fabricaban con los restos de la grasa de cocinar. Dejó el cubo en el suelo y tuvo que usar las dos manos para abrir la canilla herrumbrosa. Todavía resultaba posible hacerlo allí, según avanzase el invierno y fueran descendiendo las temperaturas, la cantidad de agua que brotaba de la espita se iría haciendo más escasa, hasta que terminara por helarse. Entonces tendría que irse a la orilla del lago, y sería aún peor.

La pila era profunda. Aunque se alzara de puntillas no llegaba a tocar el fondo con su brazo estirado. Cuando era más pequeño, en alguna ocasión y durante el verano, lo habían bañado en ella. A veces pensaba que, si alguien con problemas para moverse, como la tía Emily, que había tenido la polio de pequeña, cayera de cabeza en el pilón, era probable que muriera. Imaginarla pataleando mientras se ahogaba le produjo una pequeña satisfacción.

Cuando consiguió abrir el grifo hasta el tope, dejó que el agua corriese abundantemente, golpeando contra el fondo de piedra del lavadero. Se remangó el jersey muy por encima de los codos asegurándose de que las mangas quedaban bien sujetas. Tomó la tabla de madera, tan usada que los pequeños resaltes redondeados destinados a frotar la ropa aparecían romos y casi igualados al resto del madero. La apoyó en el borde.

Se inclinó sobre el cubo y apartó la tapa. El olor era nauseabundo y aún no lo había tocado. Sabía que en cuanto moviese su contenido, el hedor impregnaría sus fosas nasales metiéndose en su boca y pegándosele al paladar, donde permanecería durante horas. Hiciera lo que hiciese no podría despegárselo de los dientes, de la lengua, y cada bocanada de aire llevaría adherida aquella pestilencia. Un nuevo arrebato de llanto sacudió al niño agitando su cuerpo menudo, y tuvo que agarrarse al pilón, doblegado por la náusea. Tosió y le ardieron los ojos mientras un rictus de sufrimiento curvaba su boca como la de un payaso triste.

Miró hacia el costado de la casa, seguro de que nadie vendría. Daba igual cuánto tiempo le llevase aquella labor, una hora o cinco. Lo único que sabía con certeza era que no podía volver al interior hasta que hubiera terminado. Intentando mantener la cara lo más alejada posible del cubo, volvió a inclinarse y a tientas metió la mano dentro hasta que rozó la tela, tiró de ella y de inmediato una vaharada putrefacta se expandió a su alrededor. Pero lo peor era tocarlo. Estaba ligeramente templado. Siempre lo estaba, daba igual que lo hubieran mantenido en la cornisa o en un rincón del retrete, donde la ventana desgajada de su marco permanecía siempre abierta. Se estaba pudriendo. Él era un niño de campo, sabía qué sucedía cuando algo se pudría. Sin mirarlo, lo arrojó sobre la tabla y dejó que el chorro de agua corriese arrancando de la superficie los cuajarones negros, y en ocasiones tan gruesos que parecían pequeñas criaturas descompuestas. Con las puntas de los dedos tomó una porción de jabón de sosa y el cepillo de madera y, ya completamente arrebatado por el llanto y las náuseas, comenzó a limpiar la sangre.


John Biblia

Glasgow, 1983

John se demoró aposta ante el gran espejo que había junto a los baños. Mientras fingía arreglarse la ropa, observó a la mujer a través del reflejo.

Había muchos hombres en la discoteca aquella noche, pero no le preocupaba: dejarla sola en la barra después de invitarla a beber era un riesgo calculado. Mientras tiraba suavemente de los puños de su camisa, vio a la chica rechazar la compañía de un par de tipos que se le acercaron y dirigir una mirada esperanzada hacia la zona de aseos. Lo esperaba a él.

Era consciente de que ella también podía verlo, al menos de forma parcial, por eso de vez en cuando se giraba un poco a la derecha como si hablase o estuviese escuchando lo que alguien, invisible para ella, le decía.

Había dicho que se llamaba Marie, y hasta podría ser cierto, en aquellos lugares nunca se sabía; en varias ocasiones había descubierto más tarde, por la prensa, que el nombre que le habían dado no era el verdadero.

En su caso, siempre que le preguntaban su nombre, respondía: “John, me llamo John”. Y lo manifestaba con seguridad y la voz ligeramente más alta de lo normal. No hacía gran cosa por destacar, así si por casualidad alguien recordaba al hombre con el que se fue la chica, quizá un camarero o las parejas que se sentaban más cerca, diría: “Creo que oí al tipo decir que se llamaba John, sí, estoy seguro, dijo que se llamaba John”.

Le gustaba imaginar la cara de los policías al oír el nombre. Era una travesura y otro riesgo calculado, pero no se exponía mucho más. Se afanaba en que todo lo que pudieran recordar de él no sirviera para nada.

Repasó su aspecto en el espejo. Los zapatos limpios, los vaqueros planchados, la americana azul marino y la camisa blanca. El cabello castaño tenía matices rojizos según cómo le daba la luz y lo llevaba peinado con un corte sencillo. Pulcro. Le encantaba aquella palabra. Pulcro. Así era como lo habían descrito años antes los pocos testigos que lo recordaban: un joven alto, delgado, cabello castaño, aspecto pulcro, nada más... Bueno, sí, quizá mencionaran algún diente algo torcido. Una nimiedad que ya había corregido tiempo atrás.

Forzó una sonrisa ante el espejo y observó satisfecho sus dientes blancos y alineados. Con dedos hábiles retiró una mota invisible de polvo de la hombrera de su chaqueta y, a través del reflejo, volvió a centrarse en la joven.

John tenía una estrategia sagaz y discreta que consistía en apostarse en algún lugar de la barra cerca de la entrada del local. Así fue como la vio. Llegó con un par de amigas que formaban parte del grupo que acababa de desembarcar del autobús. Observó cómo caminaba. Por experiencia sabía que las chicas tenían un modo distinto de moverse en “esos días”. Llevaba pantalones oscuros y había elegido una blusa larga y holgada que le cubría la cadera, lo que contrastaba con sus amigas, que vestían top y minifalda. John era un gran observador del mundo femenino y sabía que a menudo los grupos de amigas solían vestir de forma parecida. Pero la ropa no era el único indicio. La siguió a distancia mezclándose entre la gente que abarrotaba el local. La vio salir a bailar con las otras chicas, aunque después de un rato abandonó la pista y se apostó junto a una columna sorbiendo su cocacola y sonriendo a sus amigas, que seguían bailando.

La oscuridad y el estruendo de la discoteca permitieron a John colocarse tras ella para poder olerla mientras fingía observar la pista. Aspiró su aroma. Percibió el sudor suave de sus axilas, mezclado con una colonia de notas dulces que parecía estar de moda entre las chicas, y aquel otro olor, metálico, salobre y ácido. Frunció un poco el labio superior sin poder contener una mueca de asco. Y casi a la vez notó la erección tensando su miembro bajo la tela de los vaqueros.

Sin perderla de vista se alejó unos pasos y metió la mano derecha en el bolsillo de la chaqueta. Con la punta de los dedos acarició el raso del lazo rojo que llevaba allí. Pensó en Lucy y, reconviniéndose, se mordió el interior de la mejilla hasta que el dolor anuló la otra sensación y recuperó la compostura.

Después fue fácil, siempre lo era. La fórmula funcionaba a la perfección desde hacía años, con leves diferencias. Se detendría a su lado y comenzaría a hablar, le diría que a él tampoco le apetecía bailar y que estaba pensando en tomar algo, ¿querría acompañarlo? Ella lo miraría y vería lo que veían todos: un hombre joven, pero no un crío. Limpio, bien vestido aunque sin ostentación, educado, amable. Pulcro. Y que se había fijado, con toda probabilidad, en la única chica que vestía pantalones y una blusa amplia en toda la discoteca.

Él hablaría de cualquier cosa, evitando temas conflictivos. Le haría un par de cumplidos nada exagerados y dejaría caer que tenía trabajo, que en realidad no le gustaban mucho los lugares como aquel, que lo que le encantaba era charlar y que, con aquel estruendo, era casi imposible, que tenía un coche en el aparcamiento y que podían ir donde ella quisiera. Y añadiría rápidamente, y antes de que ella pudiera objetar nada, que, por supuesto, estaría encantado de llevarla a casa si era eso lo que ella quería. Y la chica aceptaría porque él era encantador, porque ella había venido en autobús, porque todas querían un novio con vehículo propio. Aceptaría, aunque en los periódicos se hablara constantemente de la cantidad de jóvenes que habían desaparecido y aunque, con seguridad, habría escuchado mil veces las advertencias de no subir a coches de desconocidos. John sabía lo que respondería cuando se lo propusiera, a pesar de todo y aunque en “esos días” no debería hacerlo. Hasta era probable que la muy cerda aceptase tener relaciones sexuales cuando él se lo insinuara. Entonces la golpearía con saña, borrando con cada golpe el maquillaje y la sonrisa. Le arrancaría la ropa y haría jirones con ella y, con sus propias medias, su cinturón o su sostén, la estrangularía hasta que dejase de gritar mientras la violaba. Y después se la llevaría a casa, a dormir junto a sus hermanas, a dejar que el lago purificase a aquella dama. Era un engorro, pero debía hacerse así. En otro tiempo la habría dejado tirada en la calle o en un parque, habría buscado en su bolso los tampones o las compresas higiénicas y las habría colocado sobre el cadáver para recordar a aquellas cerdas que no debían acercarse a un hombre mientras estaban menstruando.

Solo pensarlo le provocó un intenso hormigueo en la zona genital. Mordió con fuerza el interior de su mejilla mientras la miraba a distancia en el espejo y, cuando estuvo preparado, volvió a su lado.


Fragmento del libro Esperando al diluvio (Destino), © 2022, Dolores Redondo. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

AQ

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