‘El espíritu perdido’: arte que trasciende el colonialismo

Cine

Abba Makama sabe narrar una historia como un cuentacuentos clásico, alejado del ritmo hollywoodense y envolviendo al espectador en la magia de los sueños.

Seun Ajayi en ‘El espíritu perdido’. (Netflix)
Fernando Zamora
Ciudad de México /

Los estudios sobre colonialismo, al igual que los feministas, han sido asimilados por la historia del arte en modos diversos. Los hay tan rabiosos que casi exigen la suspensión del pensamiento y otros tan inteligentes como los que se realizan en Nigeria, país de origen de lo mejor de la literatura africana (Chinua Achebe y el Premio Nobel, Wole Soyinka, nacieron ahí) y que, a pesar de sus carencias (o quizá precisamente por ellas), ha conseguido una película que de modo hilarante y sabio reflexiona en torno a su pasado colonial.

Lo primero que salta a la luz en El espíritu perdido, del nigeriano Abba Makama, es una forma de narrar que Occidente ha perdido. Es el aire de cuento, de un mito que remite a Homero o a la Scheherezade de Las mil y una noches. El cine, que tan bien se presta para el onirismo, se pone en esta película al servicio de la leyenda.

Raymond tiene sueños turbulentos (imposible no recordar a Kafka); es un hombre que pertenece al campo y a la estructura tradicional de los igbo, pueblo que ha llenado de tradiciones al África Occidental. Trabaja como vigilante en un elegante condominio de Lagos, la ciudad más grande de Nigeria. Tiene, además, una esposa cristiana y un mejor amigo, el jefe de clan que, ahora en la ciudad, ha quedado reducido a ser el borrachín que no quiere ir al hospital donde la ciencia occidental desprecia las tradiciones ancestrales.

Y es justo este hombre quien interpreta, para bien o para mal, el significado de los sueños turbulentos de Raymond. Son los espíritus de los antepasados que te están buscando. Quieren manifestarse aquí, en este lugar y tiempo, en esta ciudad llena de magnates petroleros, mafiosos que venden droga, prostitutas y basura. La próxima vez que te persiga el espíritu, no corras. Déjate atrapar. La cosa suena más fácil de lo que es, pero finalmente Raymond despierta convertido en un Okoroshi, espíritu antiguo de tonos purpúreos que “hace feliz a la gente buena y hace sufrir a los que hacen mal”.

A partir de aquí la narración cobra todavía más libertad. Makama se posiciona como auténtico cuentista tradicional que poco sabe de los tres actos hollywoodenses y la “sorpresa” en el middle point. Okoroshi conoce a una prostituta y a un niño. Baila en mercados donde la gente entiende su insólita presencia como la irrupción de una magia que puede atraer el bien o el mal. Hace justicia a su modo y hasta se da tiempo de entrar en una disco que busca imitar de modo desangelado el glamur de esta clase de sitios en las urbes occidentales. Acompañado de su Dulcinea y su Sancho Panza, Okoroshi encarna el antiguo espíritu de los igbo en el mismo tenor en que Don Quijote encarna el alma de un caballero medieval: con profundidad y buen humor.

El espíritu perdido es un ejemplo lúcido de cómo se hace arte capaz de convalecer del colonialismo europeo. Porque utiliza sus temas, claro. Y refiere a sus más grandes intelectuales (sobre todo al teatro de Wole Soyinka) pero no tiene tapujos para referir a la Ilíada y a Jung, para burlarse de los “defensores de la cultura ancestral” y para causar ternura por un pueblo que, como el jefe del clan de Raymond, se encuentra embrutecido, enfermo y humillado. Y lo mejor: lo consigue con una producción tan limitada que pudo haber sido filmada con buenos actores y un celular. Esto es arte que trasciende el colonialismo y, como tal, nos concierne en tanto seres humanos.

El espíritu perdido puede verse en Netflix.


AQ

LAS MÁS VISTAS