Esta cuerpa mía | Un adelanto de la novela de Uri Bleier

Ficción

Por cortesía de Penguin Random House, ‘Laberinto’ adelanta las primeras páginas de este libro sobre la transgeneridad, el trabajo sexual y los demonios de la noche.

Portada de 'Esta cuerpa mía', de Uri Bleier. (Alfaguara)
Laberinto
Ciudad de México /

La Lotería

Buenas, buenas. Ya llegué, ya arribé, ya estoy aquí. En mi es­quina me conocen como la Metrera, la Agujita, la Glorietera, la Encueramachos. A mí me gusta más la Vendenoches, pero aquí la vocación de servicio es lo que cuenta y al cliente, lo que pida. Yo soy la Lotería, la que prefiera. Es más, soy Nené, la Chachis, la Talonera, la Tícher: Mónica Guazo Cano Martínez. Hoy vengo sola, pero normalmente traigo coro. A todas juntas nos dicen las Sinvoz, las Sintecho, las Sinrostro, pero yo prefiero las Sinmiedo. Las pajaritas que aprendimos a volar cogiendo en hoteles de paso. Vengo a enseñarles el barrio donde viven los flecos de las cha­marras tejanas, las escamas de unas víboras que no muerden, pero cómo pican. Parafraseando a la Susy Shock: bienvenidas sean uste­des al show de los monstruos. Güelcome tu el teatro de la putería, diría mi comadre Rosy. Pásenle a lo barrido y hagamos esto faci­lito: ustedes van a hacer como que me tienen enfrente y yo voy a hacer como que les cuento mi vida. Imagínense que estamos en su bar de confianza. El mío es el de Víctor. Él nos mira entrar y pone la de La cita de Galy Galiano. Es más, busquen la canción y pón­ganle pley. Prefiero hablar con música de fondo porque así se me acomodan los sentires.

Pasa y siéntate, tranquilízate. Al fin ya estás aquí, qué más te da.

Mírenme aquí, sentada frente a ustedes, con mi ropita pegadita y mis tacones altos, con mi olor a almizcle, pachuli y rosas, con mis uñas largas de acrílico macizo. Hoy las traigo pintadas de amari­llo, mañana quién sabe. De cuerpa soy más bien fibrosa, de curva ancha, de mano pesada, de tetas hormonadas. De color soy prieta, mexicana por donde le busquen y a mucha pinche honra. Tengo la nariz ancha y el corazón grandote. Aquí donde yo vivo hay que ser de piel gruesa y lágrima difícil. Y además de tener el corazón escarchado y el humor ácido, se necesita tener la mirada aguantona y el carácter fuerte. Soy de cartera pequeña, de chamorro marcado y poco friolenta. La cuerpa me la tallaron las esquinas, a mí sólo me quedó moldearla, masajearla con cremita, embellecerla con su blosh y terminarla con un perfume que deje estela y marque territorio. La voz la tuve que dejar que se aflautara con la hormona, pero sobre todo hacerle arreglitos a punta de prácticas en el espejo, de pedir cigarros y comprar alcohol allá en Tijuana. La gente cree que es la hormona la que te cambia la voz, no es cierto, nunca cambia tanto como quisiéramos. La voz es un trabajo cansado y de todos los días. La inyección hace su chamba, yo luego luego siento la cosqui­lla en el estómago cuando la aguja me acaricia. Me encanta sentir cómo la cuerpa se me amilana, cómo la piel se vuelve suave y el pelo y las uñas agarran fuerza. Las hormonas que usamos las mujeres trans son los anticonceptivos que usan las mujeres cis. Qué ironía, ¿no? Y, para colmo, hemos tenido que dejar los bloqueadores de testosterona porque cada vez son más los clientes que nos buscan para sentir el rigor. A esos hombres les decimos gallinas brinconas, pero sh, mejor no lo repitan. Ya saben cómo se ponen cuando se acomplejan.

Yo tardé muchos años en dejar de odiar mi cuerpa pituda. Por eso no es casualidad que ande cada vez más metida en lo político. Quiero enseñarles a las más chicas a querer su cuerpa para que no les queden las cicatrices que tenemos las más viejas. Diría una amiga que me presentó a Pedrito Lemebel: hay tantas comadres que van a nacer con una alita rota que lo mejor es ir abriendo la academia para enseñarlas a volar.

Quizás nos dicen las Sinmiedo porque andamos por la calle a pesar de que se han vuelto cada día más inseguras. Ni siquiera la violencia nos ha impedido dar el paso y salir del espejo. Porque de algún lado tenemos que salir. Las maricas tienen su clóset y ya son muchas allá adentro. Además, no es un secreto que vivimos del reflejo. Ya estuvo bueno de andarle pidiendo chichi a la sociedad intentando acomodarnos en sus fechas importantes de donde nos corren porque para las que no somos hombres, somos putas.

El caso es que en las calles cada vez hay más mujeres y las maduritas tenemos que abrir paso. La neta es que yo ya nomás gano clientes por mañosa. Es feo ir viendo cómo te pones vieja. Para mí los últimos años han sido difíciles porque la ciudad está cada día más cara. Con lo que antes me alcanzaba para un departamento de dos cuartos con baño y cocina de buen tamaño, ahora me rentan un cuarto con un bañito en el que me puedo bañar, cagar y lavar los dientes al mismo tiempo. De la cocinita mejor no digo nada, es como el punto de una i, la chingadera, un pedacito de la casa en el que apenas cabe una estufa de dos hornillas puesta sobre una encimera, sin horno y con un refrigerador de hotel. Por eso no me gusta estar en mi casa. Ni la comida sabe bien cuando falta el aire. Además, me da por recordar mis días de gloria.

Lo bueno que tenemos las putas es que nuestros días de gloria no tienen que haber sido como famosas. Con ser jóvenes y trabajar duro nos basta para hacer dinero suficiente. Tampoco se vayan a creer que yo soy una de esas putas caras que cena en restaurantes de manteles largos. Esa era otra amiga que luego les presento. Yo siempre fui una puta barriobajera. Nunca me pasé mucho de lanza en el cobro de un servicio. O bueno, sí, una vez.

Habré tenido unos veinticinco años y llevaba ya un buen tiempo en mi punto. Había tipos que recorrían la ciudad entera para pasarse un rato conmigo. Y es que me hubieran visto, era una flauta dulce, una trompeta de banda, un acordeón salsero. Ya me había inyectado las nalgas y todavía el aceite se mantenía en su lugar. Las tenía paraditas y duras, como si fueran de obsidiana. Las tetas me habían crecido con las hormonas. No mucho, pero con eso me conformaba. Nunca fui de piel grasa, así es que el cutis lo tenía de cera. Sin las ojeras de los años y con el brillo natural que las hormonas le daban a mi piel parecía una de esas estampitas que brillan en la oscuridad.

Yo, que soy perra de luna, me acuerdo de que esa noche estaba llena, redondota y de un color bonito. Un coche verde militar, con dos chavos, se aproximó al punto y uno de ellos asomó la cara por la ventana. Me acerqué moviendo las nalgas como la pata Deisy, me incliné hacia la ventana para mostrarles el escote y les pregunté que qué se les ofrecía a esas guayabas de cáscara lisa y huesitos sabrosos. No pasaban de mi edad. Uno de ellos tenía el cabello decolorado y el otro, una perforación en la nariz. Me preguntaron precio y, como el coche se veía nuevo y ellos también, abrí la puerta de atrás y les calculé una buena cifra por los dos.

El morbo se les escurría por los ojos como lagrimita. El pro­blema era que no sabían por dónde entrarle al toro porque estaban nerviosos. Trataron de negociarme, pero lo justo es correcto y lo correcto conviene.

—No se pasen de lanza —les dije—, no sólo voy a darme un revolcón con los dos, sino que les voy a demostrar por qué me dicen la Tícher, así es que no anden negociando porque les voy a dar un servicio negociado y ustedes lo que necesitan es otra cosa.

Le pedí al copiloto que se viniera a sentar conmigo a la parte de atrás para destensarlo. Me senté en sus piernas y le comí los la­ bios como si fueran uva salvaje mientras el otro maniobraba para estacionarse en el motel. Entraron al cuarto como cortejo fúnebre. No sabían qué hacer, cómo empezar. A leguas se les veía que era su primera vez haciendo un trío. El primero que se me dejó venir cuando me senté en la cama fue el que estaba manejando. Qué mal me cae la gente que usa la lengua como una vara. La movía como si fuera un trinche. Tan tersa, tan suave, tan rica que es húmeda, como para que te la entierren. Yo trataba de enseñarle, pero él andaba mete y saca, mete y saca. Cambio, dije, y me pasé con el otro. Qué diferencia. Sus labios se entendían con los míos. Esperaba a que yo abriera para cerrar, a que yo cerrara para él abrir. Ni me acordé de incluir al otro de tanto que disfrutaba su boca hasta que sentí su mano en mi muslo y supe que no sólo no sabía besar, sino que era de esos que va luego luego por el dulce con todo y empaque.

—A ver, papacito —le dije—. Vamos a hacer algo. Vamos a enseñarte a besar, que parece que traes prisa y no quiero que te me atragantes.

El amigo soltó una carcajada.

—Tampoco te me alces, bandera —le dije al de la risa—. Es más, vamos a hacer algo. Por qué no le enseñas a besar tú.

Como si hubiéramos estado jugando a Simón dice no se mue­ van, los dos se quedaron fríos, mirándome.

—No se me pongan así que bien saben que esa tensión sexual que hay entre ustedes se tiene que resolver, así que es mejor entrarle por lo fino.

Siguieron sin moverse.

Tuve que agarrarlos de la mano y caminarlos como si fueran dos patitos cruzando la carretera. Le tomé la cara al que besaba mal y lo besé mientras con la otra mano jalé al amigo. Mi experimento funcionó. No porque el tipo aprendiera a besar, sino porque terminamos todos dándonos de lengüetazos y cogiendo como parejita moderna. Ellos no se animaron a penetrarse, pero sí se la chuparon cual paleta de sandía y se besaron mientras me la metían a mí, que soy de las que goza de puro ver gozar.

Esa fue la vez que cobré un buen billete de jalón, pero por lo general hoy por un oral son doscientos cincuenta y las cogidas van desde cuatrocientos hasta setecientos, dependiendo el servicio. En esos entonces una buena noche era de cinco clientes, pero el promedio era de tres. Ahora nomás salen tres cuando hay eclipse y hay muchas noches en que nomás salgo para no sentirme sola.

Lo bueno es que se inventó el internet. Ahí la cosa es democrática. Mientras una pueda abrirse una cuenta puede lucharse unos pesos y yo, que tengo a Venus en Tauro, soy una disfruta­ dora de los placeres carnales aunque sea en pantallita. El internet es bueno para juntar el hambre con las ganas de comer y a nosotras, que somos de nicho, nos vino de maravilla. Lo mismo te manejamos el chat que el en vivo, el privado que la aplicación, el facetime, el skype, el zoom, el periódico, el messenger, el ICQ, el bar, la cantina, el antro, tugurio, taberna, chamizo, cabaña, jacuzzi, cuartito, mansión. Usted pida, nosotras le hacemos. Si la cosa es que se divierta y afloje lana. Nos sabemos adaptar a una cama, a un coche, a una cámara, a dos, al tapete, al piso, al cemento, a las sábanas de hilos egipcios, al petate viejo, al colchón aguado, a la tierra fría. Le entramos a lo que venga con la cola enfrente porque no podemos darnos el lujo de dejar pasar una oportunidad nomás porque nos gusta más una cosa que otra. Que el onlyfans: le hacemos. Que cobrar por enseñar los pies: también. Que nos quieren ver dormir: dormimos. La vida de por sí es com­plicada para andar diciendo que no a las cosas raras. Al cliente lo que pida, al que paga lo que guste, al amigo lo que pueda y al chacal hasta la vida.

Cuando yo empecé el money estaba en la calle, pero también se usaba poner un anuncio de ocasión en la sección erótica del periódico La Prensa. Ahí una se ofrecía y esperaba a que la llamaran por teléfono. Salían clientes, pero era una chambota porque no era como hoy que hay banca electrónica y una saca el token y trans­ fiere. Había que mandar por carta el anuncio y el dinero o llamar por teléfono y hacer el depósito en el banco. Eso tomaba tiempo y a mí, que trabajaba a deshoras, no me gustaba levantarme cruda a poner la jeta en la ventanilla del banco a esas malditas horas hábiles. En la sucursal de por mi casa se hacía una cola que le daba la vuelta a la manzana y ahí me tenían paradota bajo el sol, con las miradas de todo el mundo encima como si fuera el show de los raros. Con la hueva que me daba arreglarme para eso, en aquellos entonces no tenía la piel tan gruesa y quería parecer mujer a todas horas, con todo y que eso significaba maquillarse para ir al banco.

En los noventa no bastaba con decirte mujer para serlo, había que parecerlo y ustedes ya me vieron, yo no soy la cenicienta. Tengo la cara tosca, la nariz que da gusto y la cuerpa grandota, así es que tenía que ponerle ganitas: delineador, base, rímel, primer, pestaña, sombra, rubor, cera para la ceja, polvo traslúcido, iluminador, corrector, labial, chapas, chapitas, polvo, pepitas; mis amores, no es fácil. Eso toma tiempo y cruda te tiembla la mano. Pero había que tragar y sacar extra, así es que iba al banco con todo aquello puesto en la cara y vestida de noche y me tragaba la fila de hora, hora y media. Hoy, incluso para las que no hemos hecho el cambio de identidad, es más fácil. Pero en aquel entonces era pelearse del diario porque los hijos de la chingada miraban tu identificación como si les hubieras entregado un papel escrito en braille.

y te miraban

y miraban la IFE,

y te volvían a mirar,

y volvían a la credencial,

se asomaban a tu cara buscándote el parecido con el tipo de la foto y al rato te decían:

—¿Eres tú?

—No, pendejo, es mi abuelo.

A veces te daban chance de hacer el trámite, otras no.

Lo bueno es que los periódicos quedaron atrás con el internet y empezaron los chats. Esos los usábamos para ligar porque trabajando toda la méndiga noche no había dónde conociéramos novios. El latin chat de ese entonces era, háganse de cuenta, el grindr de hoy. Te hacías tu perfil, subías tus datos, una foto bien acá, bien perra, y esperabas a que te agregaran amigos y empezara el hola, mi amor, KmO sTs? Porque eso también ha cambiado. A pesar de abreviar te la pasabas pegada a la pinche computadora chatee y chatee con varios al mismo tiempo. El café internet al que íbamos mis amigas y yo se llamaba Cyber Kfe y quedaba a unas cuadras de nuestro punto. Como si fuéramos de puntuales como es la luna, a las cuatro de la tarde nos encontrábamos ahí para cotorrear y aconsejarnos. Dile esto, mana, hazme caso. No, decía la otra, dile lo otro, queda con él, mándale fotos, no le contestes, déjalo en visto, ponte difícil.

Las que nos juntábamos éramos Melisa, Viri, Mayra, Oyuki, Dayana y una servidora. Las Ángeles de Charly, nos decía Paco, el que atendía. Los otros clientes nos mandaban callar, pero Paco estaba de nuestro lado. De vez en cuando le hacíamos alguno que otro favorcito para que nos cobrara una hora de noventa minutos porque se nos podía amanecer en la chorcha y ocupábamos un buen descuento. Nos llevábamos unas caguamas y nos poníamos un pedo, hable y hable con nuestros amores virtuales. Hace tanto que no siento así de bonito. Te ibas emocionando de a poco. No era como ahora que con un botón prendes la cámara y al minuto ya andas en cueros jalándole el pescuezo al ganso. En los chats, si acaso, cambiabas unas fotos, el resto era puro verbo, palabrería y romanceo. Yo para eso estoy hecha, para sentir calor abajo del ombligo. Yo no soy de cañonazo, sino de pellizco, pero me adapto porque nací pobre y eso condiciona. Digo yo.

Si me preguntan a mí, esa fue la mejor época. La misma tecnología no te dejaba tener prisa. Quedaba en conectarme a una hora y cuando veía que su nombre se ponía en verde, me mojaba. Poco importaba que no tuviera idea de cómo se veía el cabrón, la cosa era sentir que me endulzaban el oído con su miel de abeja obrera y me chupeteaban el cuello con esos mensajes de caramelo en barra.

El problema no era mantener los tres o cuatro chats que teníamos cada una, sino conocerlos. Casi siempre resultaba que el chacal que te imaginaste fuertudo, fibroso y aguerrido, era un señor panzón de calva brillante y aliento a ajo. Sáquese a la chingada, viejo. Usted o paga o se larga, faltaba más… En fin, todo eso para decirles que variedad sobra porque la que no escatima enseña, la que enseña vende y la que vende traga. Yo iba a empezar a hablar de mi niñez y miren ya por dónde nos fuimos.

AQ

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