Aquí estoy, frente a la hoja en blanco. ¿Cuántas veces he estado así desde la primera vez? ¿Cuántas veces más lo estaré hasta que llegue la última? No son invenciones, escribir es difícil. Para todos. Después de las charlas, las discusiones, las reuniones, las presentaciones de libros, te quedas solo. Te quedas solo y es difícil. Siempre ha sido mi orgullo: sí, está bien, con gran disposición los demás te siguen para conversar, para reunirse, para perder el tiempo, Sin embargo, ¿cuántos de ellos pueden sentarse frente al teclado y expresarse? Es decir, reconstruir, sistematizar, intuir, analizar, sintetizar, encontrar una imagen que vuelva corpóreo el razonamiento, etcétera, etcétera. Te quedas solo. Es difícil y sientes miedo. Toma tiempo. A veces, de noche, me ponía a escribir hasta tarde un texto, una reseña o un artículo para la sección de cultura del periódico. Hacia las dos de la mañana, pensaba que ya tenía que irme a dormir y me iba a la cama. Subía y encontraba a mi esposa dormida. Quería abrazarla y protegerme. Entre más importante era el artículo más tenso me sentía. No lograba más que un angustioso duermevela, con el pensamiento fijo en que tenía que levantarme en un rato más, a las cinco o a las seis para terminar el artículo. Y cada tanto me despertaba, perdido e indefenso. Y mientras rumiaba frases que recién había escrito me preguntaba: pero soy yo aquel que mañana en la mañana… No, no soy capaz. No soy yo. Era en verdad un momento de desestructuración y de miedo. Luego al amanecer: al abandonar la cama tibia, una última mirada a mi esposa todavía dormida. Un poco de envidia. La tentación de mandar todo a la mierda y abrazarme a ella. Al final, bajar al estudio. Retomar la fase suspendida pocas horas antes. Un instante de incertidumbre, como cuando el avión se despega de la tierra, una suspensión de nubes… y allá vamos, la escritura empuja hacia arriba, dentro del tren de aterrizaje. Una vez más se logró realizar.
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Quién sabe por qué te cuento estas cosas. No recuerdo si alguna vez te las dije. Cuántas cosas no te he dicho de mí. Y cuántas cosas no te he preguntado sobre ti.
Hubiera querido decirte, por ejemplo, cuánto me gusta y disgusta este oficio mío, que no es un oficio. Hablaremos de eso en otro amor. Mientras tanto, ¡qué alivio finalmente reconocerse frágiles!
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Las historias, los sentimientos, los personajes, la descripción: lograr que se tornen totalmente provisorios; quitarle a cada frase la tierra que pisa, quitarle el fundamento, con el mismo gesto con el que nos esforzamos en proporcionarle una estabilidad. Hoy, cada narración nos parece, a un tiempo, fundada e infundada. Este siglo nos ha educado en la memoria de estas dos condiciones. Este continuo y doble carácter de fundamento e invalidez de la narración es una dimensión de probabilidad, de pura probabilidad. Es lo que resuena hoy en el límite extremo de la escritura: un movimiento subterráneo y esencial de probabilidad e improbabilidad continuas. Tiene que ver, acaso, precisamente con la sombra, con la cantidad de sombra que el lenguaje lleva consigo, que cada palabra lleva consigo en su propia luz; de la sombra que cada uno de nosotros es capaz de contener, guardar y hacer hablar en el interior de la continua y probable, puramente probable, luz de las palabras.
Traducción de María Teresa Meneses.Texto tomado del libro de Daniele Del Giudice In questa luce (Einaudi, 2013).
AQ