Michael Haneke tiene tanta conciencia de sí que en los primeros siete minutos de Un final feliz muere un animal. Hace siete años en el libro On Michael Haneke, M. Lawrence hacía notar que Hollywood se resiste a todo tipo de violencia contra los animales, pero se complace en violentar cuerpos humanos. Decía Lawrence que el cine de Haneke daba la vuelta a esta fórmula: los animales sufren físicamente mientras que sus personajes lo hacen de forma espiritual. Pero no solo esto. En varios libros escritos por historiadores de arte se resaltan características presentes aquí: que los personajes de Haneke parecen transitar de una película a la otra, que hay en ellos toda clase de pulsiones masoquistas y que el director tiene un programa de cine posmoderno que sigue a la letra las teorías de Deleuze y Bergson. Y sí, todo se cumple con la precisión de un reloj. Un final feliz trasciende el cine informativo, ese que se construye con base en anécdotas y no en historias, y genera más bien el universo virtual que querían Gilles Deleuze y Henri Bergson.
En este universo paralelo convivimos con Eva Laurent, una pequeña perversa de trece años que está tan bien actuada por Fantine Harduin y tan bien dirigida que nos produce risa nerviosa saber que es cuestión de tiempo: pronto la niña de mirada angelical cometerá un crimen atroz. Convivimos también con Anne, interpretada por Isabelle Huppert. Anne es aquí la heredera de una importante compañía constructora del sur de Francia que tiene que prostituirse con un banco de Estados Unidos. Y la verdad, para eso de prostituirse virtualmente no hay nadie mejor que la Huppert. ¿Cómo olvidar a la mujer que añora a su violador en Elle de Paul Verhoeven? ¿Qué sería de La pianista, del mismo Haneke, sin esta gran actriz? No es que Huppert esté encasillada, es que encarna al arquetipo de mujer entrona que aquí vuelve a fascinar, entre otras cosas, porque interpreta al único personaje que sabemos que, le ponga la vida el vals que le ponga, ella lo va a bailar. Está por último un viejo empresario francés que cumple a la letra lo que escribía aquel otro historiador de cine en torno a las películas de Haneke: Jean–Louis Trintignant es el mismo personaje de Amour. Y ha amado tanto a su mujer que ha decidido matarla antes de seguir viendo cómo la devora la vejez. Todos estos seres virtuales producen lo que llamaba Deleuze no una historia sino el diagnóstico de una sociedad decadente: una Europa cargada de culpas, incapaz ya del erotismo porque, como los personajes de esta película, quiere morir. Pero no se crea que Un final feliz es una obra triste; tiene un discreto sentido del humor que fascina. Y si Haneke está consciente de que su cine tiene ya un estilo muy identificado, qué mejor. Quien haya disfrutado sus películas puede estar seguro de que esta nueva entrega del director de cine austriaco más importante desde tiempos de Fritz Lang no lo va a decepcionar. Sobre todo porque la joven protagonista de esta película nos está diciendo algo que vale la pena escuchar. No se trata solo de que Eva sea como la contraparte del niño que anunciaba la Primera Guerra Mundial en El listón blanco; es que el personaje está llevado hasta sus últimas consecuencias. Recuerda más bien al pequeño asesino de su padre en Alemania año cero de Roberto Rossellini. Tengo la impresión de que Haneke sabe que cuando los niños comienzan a envenenar a sus padres, en el mundo algo terrible va a suceder.
@fernandovzamora
Un final feliz (Happy End). Dirección, Michael Haneke. Austria, 2017.