‘Extraña forma de vida’, al asalto del cine comercial

Joaquín Pedro Almodóvar es un juglar. Así lo muestra la secuencia inicial de Extraña forma de vida (disponible en MUBI). La película tiene lugar en el viejo oeste. Cuando terminan los créditos y sabemos ya que veremos un western, escuchamos una canción muy aguda. Un muchacho andrógino canta en portugués “Extraña forma de vida”. El cantante, mitad hombre-mitad mujer, introduce al cinéfilo en este estudio formal del cineasta español; una suerte de bodegón como los que pintaba Caravaggio o los estudios musicales que compuso Chopin para investigar armonías y sonoridades en espera del gran concierto.

Algo trama Almodóvar: una película espectacular. En Extraña forma de vida el protagonista (de nombre Silva) se apea del caballo, entra en la cantina y pregunta: ¿dónde está el sheriff? Este (interpretado por Ethan Hawke) pregunta a uno de sus hombres en otra habitación: ¿estás seguro de que el asesino cojeaba con la pierna izquierda? Es él, confirman. El misterio toma forma. Aquí está el conflicto.

En el caso de La voz humana, basada en un texto de Jean Cocteau, Almodóvar usa como pretexto los diálogos ya escritos para concentrarse en los colores y el golpe teatral, en los remates que muestran que Almodóvar sigue siendo el hombre de periferias y que ha tomado por asalto al gran cine comercial. Algo que no hicieron ni Bergman ni Tarkovski, cine en inglés. Tanto en La voz humana como en Extraña forma de vida, Almodóvar dirige en el idioma de Casablanca y Ciudadano Kane, pero sin dejar de lado sus obsesiones. Cada uno de estos ensayos anuncia que Almodóvar planea producir un cine cada vez más universal. Que, en tanto artista, es como un músico que prepara la que seguramente será su gran obra. En efecto: tanto La voz humana como Extraña forma de vida son ensayos en que el autor se regodea en la imagen. Los verdes chillantes en conjunción con el amarillo brillante y la actuación nerviosa de Swinton en La voz humana contrastan en Extraña forma de vida con la contención polvosa y propia de un western en que el director español posa su cámara ya sea en una jarra de agua o en una botella de aguardiente frente a la cual Silva devela un pasado, un secreto, que el sheriff sigue queriendo guardar. Todo el misterio que rodea la película permite, además, al director seguir sus propias obsesiones. En la charla emerge un pasado en que ambos (sheriff y forastero) burlaron la ley no hace mucho tiempo. Pero ellos han seguido caminos distintos. Uno sigue siendo fugitivo mientras que el otro se ha acomodado del lado de la ley. Y, sin embargo, ahí sigue el pasado incambiable: ambos cruzaron antes la frontera, dispararon a garrafas de vino e hicieron fiestas, orgías de vino y besos que sabían a uva.

Pedro Almodóvar sigue siendo el artista que impresionó con su debut: aquí está la toma sobre el trasero del sheriff. Y la pasión, claro, metáfora de un amor hecho de deseos viejos. Amores que saben a Matador, a La ley del deseo, a Átame. Joyas todas que, aunque hoy están en el pasado, atestiguan que Pedro Almodóvar algo se trae entre manos. Porque en estos ensayos en inglés es necesario permitirnos apreciar, con la seriedad de un estudioso del arte, que por fin, como su personaje Agrado, Almodóvar está listo para ser su propio deseo e ir más allá de su patria; ahí donde no fue Fellini quien, para bien o para mal, no abandonó nunca su paisaje nacional. Algo trama Almodóvar: dejar de ser localmente universal para volverse parte de la historia del cine en inglés.

AQ