A través de un territorio inhóspito, al comienzo del invierno, se interna el pintor de iconos. No parece haber nada más allá de una sucesión de colinas nevadas, arroyos de lodo, una ausencia que se toca. Casas dispersas, caballos sueltos, como si el mundo fuese un potrero sin límites. El pintor lleva sobre sus hombros una caja. La caja pesa, en su interior reside un insondable misterio. Y sin embargo nadie, ni el pintor mismo, sabe lo que contiene, ni siquiera la mano que lo pintó sobre una tercia de tablas. Su mano, esa que ahora, mientras camina y lucha contra las ráfagas de un viento helado le parece extraña, ajena. Las nubes se arraciman sobre su cabeza y la voz que oye, allá adentro, le va diciendo cosas que el pintor apenas entiende. “Mi cuerpo no es más que la armadura / elegida por un ángel / para caminar por el mundo.”
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Solo, el pintor de iconos atraviesa su soledad. Avanza por un territorio menos visto que soñado. Cubierto de pies a cabeza con el negro hábito de la orden, anda con dificultad. La caja hecha con madera de avellano le pesa sobre los hombros. La nieve, en esta parte de su trayecto, se ha vuelto más espesa y sus pasos se hunden. El viento es ahora un escudo que quisiera dificultarle aún más la empresa. El pintor es una mancha sobre el paisaje, un trazo que se impone sobre esa blancura indeterminada. Las nubes son ahora más bajas, nimbos, presagios, manifestaciones de una imposibilidad. La de haber pintado esa tríada, mano de obra o de nadie. “Los ángeles están sorprendidos / al descubrir que no tengo alas / y tontamente, como niños, intentan descubrir sus hombros / para mostrarme los signos del poder.”
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Eso que el pintor de iconos vislumbra es una sombra, la suya. Lenta sombra de un hombre que avanza entre la nieve bajo un sol enfermo, a mitad de un paisaje donde se han borrado las casas del principio, los caballos, los árboles hasta ahora nombrados. Lleva a cuestas una caja que guarda un misterio. Un misterio o una ilusión a la que él mismo, autor del tríptico, no sabría dar respuesta. Aún más, niega como suya la mano que, en los días y las noches de su clausura, a la luz de una llama titubeante, trazó y revistió con tenues hojas doradas. Resplandores de un mundo menos oscuro que su arte párvulo, insuficiente. Y la voz, sobre él, como las nubes. “¿En qué piensas cuando descubres / un arcángel salpicado de hollín?”
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La nieve es ahora más alta, más bajas las nubes. El murmullo que anuncia la tormenta o la caída de las hojas en un árbol –un avellano- son la primera advertencia a la que se enfrenta el pintor de iconos. ¿Es un silencio la mínima manifestación de la luz? ¿Es posible pintar aquello? Algo semejante al interior de la caja que lleva en sus hombros. Lejos de la mano que ignora. Tal vez el pintor sabe que cada paso habrá de disolverlo en esa nada de nieve, en ese juego de luces y de sombras por las que avanza entre las colinas desiertas, lejos de los caballos y las casas, de aquello ya tan distante de su mano, porque “podría ser también / un arcángel que ha querido prenderse fuego / olvidando que no puede quemarse.”
*Compuesta a partir de una imagen de Andrei Tarkovski. Los versos son de Ana Blandiana, en traducción de Darie Novaceanu.
AQ