Fado y alcatra

Guía de forasteros

La belleza, la melancolía permean Lisboa. No se trata de gracia y hermosura cocinadas en la cacerola de la fiesta, sino de la tenacidad bullente en la olla oscura.

Presentación musical en O Faia. (Cortesía: O Faia)
Carlos Chimal
Ciudad de México /

En abril las leyendas lisboetas brotan mientras las flores de las jacarandas, algunas de tono púrpura intenso, otras azul lavanda, inundan el sitio donde alguna vez Vasco da Gama pronunció la frase inequívoca: “El mundo es redondo y Ulises reside en las antípodas. Seguiré sus pasos”.

Parado en la vasta plaza del Comercio contemplé el mar Atlántico, el mismo que divisaron celtas, cartaginenses, griegos, romanos, y los portugueses de hoy miran con orgullo cotidiano. Puerto encantado, puerto seguro, tierra de Ulises, no obstante ha tenido que soportar diversas calamidades, poniendo a prueba el temple de sus habitantes a lo largo de los siglos. Repetidas invasiones en el pasado debido a su privilegiada ubicación geográfica, terremotos devastadores, incendios voraces han modificado en forma dramática su perfil arquitectónico y su entorno urbano.

Aun así, la belleza, la melancolía permean la ciudad blanca. No se trata de gracia y hermosura cocinadas en la cacerola de la fiesta, sino de la tenacidad bullente en la olla oscura. “Es un domingo al revés / del sentimiento, / un festivo pasado en el abismo”, afirma Fernando Pessoa. Puede apreciarse en las fachadas pálidas con algo de amarillo sólido; en la fragancia del lirio tropical originario de la India, el cual despide una ligera combinación de olores que recuerdan el almizcle y la canela.

Encaminé mis pasos por el empedrado en dirección del Barrio Alto. Me detuve en el número 54 de la rua Barroca, donde abre sus puertas desde hace casi nueve décadas un local legendario, O Faia. La fachada se encuentra adornada con los conocidos mosaicos y arreglos de azulejos que trajeron los musulmanes mil quinientos años atrás, como puede admirarse también en otras partes de la ciudad. Un modesto toldo protege de la lluvia pertinaz antes de entrar.

Adentro se percibe el candor del fado, vocablo que, según me ilustró un amable habitué, proviene del latín fatum, esto es, hado, sino. En efecto, desde hace centurias esta música acompañada de guitarra canta versos tristes, fatalistas, de amores y desatinos, aunque no solamente; también celebra, hace escarnio, pues los fadistas saben que el destino puede presentar un giro inesperado y a veces es bueno arrancarnos una sonrisa antes de ponernos a llorar.

Le pregunté al empedernido comensal si sabía el origen del nombre de la ciudad. Asintió, se acercó a mi mesa.

“Fue fundada por los fenicios alrededor de 1200 antes de nuestra era, la llamaron Allis Ubbo, es decir, puerto confiable”, dijo. Y agregó: “Luego cartagineses y griegos la llamaron Olisipo. De acuerdo a mi abuela, el mito dice que esta ciudad fue fundada por el pata de perro griego al volver de Troya. A los helenos les siguieron los romanos, quienes la bautizaron como Felicitas Julia Olisipo; después los visigodos la nombraron Olisibona. Al entrar los musulmanes cambió su nombre por el de Al Usbuna, el cual se pronuncia ‘lisabona’, palabra que derivó en Lisboa”.

Por esta casa de fado han desfilado finos cantantes; tal fue el caso de la célebre Amalia Rodrigues, cuya voz hizo famoso este canto profundo a mediados del siglo XX, sin olvidar a su hermana Celeste y a Beatriz da Conceiçâo. Más tarde, en la primera década del siglo XXI, destacó Carminho, compositora e intérprete, quien supo entretejer como los ángeles los sonidos de la guitarra de doce cuerdas con su voz espléndida.

Fue mi día de suerte porque el platillo principal era alcatra, tal y como se prepara desde hace tanto tiempo en el archipiélago de las Azores, donde tuvo su origen. Se trata de una versión más condimentada del famoso boeuf bourguignon. En realidad, la alcatra es una versión sofisticada de la sopa “del Espíritu Santo”, hecha a base de pan de trigo, vino y carne de res, modificada por los habitantes de la isla Terceira al añadirle al buey macerado en vino trozos ahumados de tocino de cerdo y condimentos varios.

Es confusa la procedencia del nombre para tan suculento platillo. En una pausa entre cantantes le pregunté a mi nueva amistad. “Dicen que proviene del árabe Al catar, que significa carne en trocitos”, respondió y alzó los hombros. Como quiera que sea, gocé la manera de prepararlo, con una acertada mezcla de vinos blanco y tinto, más un pedazo de hueso con tuétano.

Nuestro siguiente destino por los senderos fadistas nos conduce a unos de los barrios más antiguos de la ciudad, la Morería. Al final de la Rua da Capelâo llegué a la Casa de Fados de Maria de Mouraria, célebre porque aquí cantó Maria Severa, quien, se supone, grabó el primer disco de fado de la historia. Es un sitio romántico, idóneo para parejas que desean estar cerca de los músicos y cantantes. Cuando hace calor las piezas se interpretan al aire libre en la plaza contigua. A diferencia de O Faia, que abre toda la semana, esta casa del barrio morisco ofrece cena y espectáculo de miércoles a domingo.

No es posible disfrutar cabalmente de la gastronomía y el fado portugueses si uno olvida visitar la casa del Señor Vinho, que se localiza en la Rua do Meio a Lapa 18, en el barrio da Lapa. El nombre evoca una conocida canción compuesta por uno de los fundadores del establecimiento, Antonio Melo Correia, interpretada por Amalia Rodrigues y cuya primera estrofa dice así:

“Oiça lá, ó senhor vinho
Vai responder-me, mas com franqueza
Porque é que tira toda a firmeza
A quem encontra no seu caminho?”

Por su escenario han pasado Maria da Fé y Aldina Duarte, extraordinarias voces.

Tampoco debemos atrevernos a pasar por alto una deliciosa velada en la Mesa de Frades, el fantasma de Pessoa nos jalaría las cobijas esa noche. Se llama así, la mesa de los frailes, porque el lugar alguna vez fue capilla. Las paredes del recinto, recubiertas con mosaicos fabricados en el siglo XVIII, muestran escenas de la vida cotidiana de los religiosos que habitaron aquí.

Dicha casa es conocida, entre otras cosas, porque a muchos músicos y cantantes fadistas les gusta terminar aquí la velada luego de haber completado su faena en otras casas. Vienen sin falta a escuchar lo que cada noche ofrecen los dueños. A la luz de las velas chocan las copas de vino verde, se esfuman las figuras, surge la voz inquieta de la intérprete, se agitan los sentimientos, crecen las olas atlánticas que revientan en el litoral. Entonces viene a la cabeza lo que Pessoa sintió al escuchar semejantes coplas:

“Toda poesía —y la canción es una poesía ayudada— refleja lo que el alma no tiene. Por eso la canción de los pueblos tristes es alegre y la canción de los pueblos alegres es triste. El fado, sin embargo, no es alegre ni triste. Es un episodio de intervalo. Lo formuló el alma portuguesa cuando no existía y lo deseaba todo sin tener fuerza para desearlo. Las almas fuertes lo atribuyen todo al Destino; solo las débiles confían en la voluntad propia, porque ésta no existe. El fado es el cansancio del alma fuerte, la mirada de desprecio de Portugal al Dios en que creyó y también le abandonó” (Publicado en Noticias Ilustrado de Lisboa, 14 de abril de 1929. Traducción de Ángel Crespo).

AQ

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