A los once me colé a un reestreno de Canoa en el extinto Cine Regis. Me inquietaba la leyenda de que el filme se había basado en un hecho real, el linchamiento de cinco empleados de la Universidad de Puebla en el municipio de San Miguel Canoa (septiembre de 1968). Protagonizada por Arturo Alegro, Jaime Garza, Salvador Sánchez, Ernesto Gómez Cruz y Enrique Lucero, la cinta me pareció un espléndido relato que oscila entre ficción y documental, por sus flashbacks, la reflexión testimonial de los personajes, las metáforas con que Felipe Cazals da forma a su crítica implacable: el ambiente sociopolítico de la más ruda época priísta; la criminalización de los movimientos sociales; la satanización del “comunismo” y de los “estudiantes”; los sermones de odio que lanza el cura Enrique Meza, instigador del linchamiento, un individuo siniestro cuyos quevedos remiten a Gustavo Díaz Ordaz.
Sin embargo, lo que me perturbó hasta lo indecible fue la recreación de la matanza, el pulso para caracterizar el delirio colectivo. Ese pueblo henchido de furia, esa masa incontrolable que halla en la brutalidad una catarsis, pintó de cuerpo entero al país que, a poco más de cinco décadas, prosigue inmerso en sus patologías.
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Con El apando y Las Poquianchis, Canoa conforma un tríptico del México salvaje (el crítico Jorge Ayala Blanco las etiquetó como “la trilogía Alarma!”, en referencia al semanario de nota roja que adornaba los puestos de periódicos). Ese México subyugado por la corrupción, la miseria moral, el encono y la perfidia, el reino perpetuo de la impunidad y los destinos fatales.
Y es que Felipe Cazals conocía muy bien la genealogía de los canallas. El apando, adaptación de la novela de José Revueltas escrita por José Agustín, cuenta con una de las creaturas más deplorables del cine mexicano de los años 1970: El Carajo, interpretado por José Carlos Ruiz, un despojo humano que, al igual que las hermanas González Valenzuela de Las Poquianchis, no sólo sabe que se encuentra en el averno sino que disfruta estar en él.
Pero esas películas tuvieron un antecedente: La manzana de la discordia (1968), con la que Cazals exploró la maldad pura. Tres buscavidas emprenden una oscura travesía para robar y asesinar a un terrateniente. Al cumplir su cometido, se reparten las ganancias y vuelven, impasibles, a su espacio cotidiano, a la francachela interminable. Violencia y crueldad gratuita, sin sentido aparente, porque en el fondo, lo que hay en La manzana de la discordia es la inquina arraigada en el alma nacional. En Los muros de agua, José Revueltas lo explica así: “El odio del hombre, el odio de clase. Porque se odia históricamente, se odia como una función abstracta e impersonal, pero alguna vez este odio se vuelve concreto y encarna en seres vivos, que caminan y comen, que se vengan y torturan porque así se lo ordena la clase, así se lo ordena un dios misterioso que gobierna”.
A pesar de otras cintas no menos importantes como El año de la peste (1978), Bajo la metralla (1982), Los motivos de Luz (1985) o Digna… hasta el último aliento (2004), el cine de Felipe Cazals será recordado, en esencia, por Canoa, El apando y Las Poquianchis. El impacto visual (una fotografía de sutil tono amarillento) y el tratamiento de sus personajes, les confieren una energía feroz que se propaga fuera de la pantalla y aturde al espectador.
Aún recuerdo que al salir del Cine Regis, no me dejaban en paz las imágenes de la carnicería de esos cinco jóvenes que sólo querían escalar el volcán La Malinche pero que por un fatídico aguacero debieron quedarse en San Miguel Canoa y en las garras de Fuenteovejuna. El susto se exacerbó cuando el vagón del Metro abrió sus puertas y expulsó hacia mí una muchedumbre fiera, amenazante, que me hizo pensar que, en vez de mexicanos, se trataba de una tribu caníbal en ayunas.
AQ