Federico Fellini filmaba con su cámara golosa a través de bosques de mujeres rollizas, anhelando pantallas cada vez mayores y más anchas que altas, pero siempre insuficientes, para instalar las redondeces femeninas, un pecho aquí, un vientre allá, un culo acullá, toneladas de pelotas y pelotones carnales, carne proteica y tumultuosa, una feria de labios gordezuelos, de papadas afrodisiacas, de nalgas marmóreas o algodonosas, de bocas como ventosas, de piernas y muslos como tentáculos, y buscaba las actrices más grandotas y rotundas, las Sandras Milo y Magalíes Noëlles y Anitas Ekbergs y Sarrasinas que con sus pechos y traseros totalitarios llenaran el horizonte visual, desbordaran la pantalla, obsesionaran al mundo entero, poblaran para siempre el harem de tus sueños, oh hipócrita espectador, mi semejante, mi hermano.
ÁSS