Han existido mujeres que, desde hace décadas, sin siquiera conocer cuántas olas ha tenido el feminismo, o haber leído una sola palabra de Simone de Beauvoir, un buen día decidieron tomar las riendas de su vida, algunas solas, otras con muchos hijos, y dijeron “no más” al abuso que muchos hombres, sin lugar a dudas, ejercían con mayor violencia en tiempos del pasado. En toda familia tenemos algún ejemplo de ese tipo de mujer, alguna abuela, alguna tía que decidió renunciar a su papel de subordinada, de maltratada, y siendo realmente una víctima se convirtió en una mujer libre, independiente, en una matriarca. Quizá, sólo sacrificando muchas comodidades, el prestigio social y provocando las peores ofensas de las buenas conciencias, lograron encontrar a un costo altísimo congruencia entre sus actos y creencias. Eran feministas sin saberlo, feministas en acto y no en potencia.
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Es innegable que debemos ser beligerantes contra los abusos de poder, y resulta necesario actuar jurídicamente —más allá de la denuncia en un tuit— ante los casos de violación y violencia de género. Pero también es muy importante no desvirtuar el movimiento feminista, poniéndolo en peligro de volverse un dogma religioso incuestionable o una moneda de cambio mediática con el cual algunas mujeres que se autodenominan feministas no representan en la práctica eso que pregonan. “Hay que decirlo sin ambages —escribe la filósofa germana Svenja Flasspöhler, en La potencia femenina (Taurus, 2019)—, quien colabora con Germany’s Next Topmodel traiciona y niega los logros fundamentales del feminismo”, esos que durante siglos las mujeres se esforzaron en destruir, como el no ser consideradas meros objetos sexuales ni apoyar un canon de belleza particular, ni mucho menos defender la delgadez o su frontera con la anorexia. También creo, y hay que decirlo sin rodeos, que resulta difícil creerse un feminismo sustentado por mujeres que no pueden pagarse su propio pan, ni mucho menos cuando su activismo está subvencionado por una carrera sin méritos más que los méritos de un hombre poderoso detrás de ellas. Esto sería una contradicción ante una de las reglas básicas del feminismo moderno, expresada claramente por Simone de Beauvoir: “para que una mujer sea libre, debe tener independencia económica”.
Con el tema de la independencia económica y de construir una carrera propia, muchas veces nos quedamos atrapadas en la metáfora de la oruga, a pesar de tener intenciones importantes para volar. Por algún motivo —como el confort de privilegios inmerecidos concedidos por el género frente al cual resultamos detractoras—, nos quedamos a mitad de la transformación, como orugas que estirando un poco el cuerpo logramos sentir que avanzamos, sin atrevernos a dejar la crisálida, pero asomando, sólo en apariencia, los sutiles colores de una mariposa libre, que en realidad no es libre. Sobre la honestidad con una misma es sobre lo cual también deberá pensar muchas veces el feminismo contemporáneo: tenemos que fomentar la autocrítica, erradicar la autocompasión y el victimismo. Es hora de quitarnos la idea de que “todos los hombres son iguales”. Que son seres insensibles, infieles, con una nula educación sentimental a la altura de la de la mujer, y que todos nos dominan, sin siquiera, como escribe Flasspöhler, “hacer el menor intento de diferenciar, de descubrir en qué situaciones las mujeres tendrían determinadas opciones de reaccionar, pero no se sirven de ellas por los motivos que sean”.
Flasspöhler centra su crítica en el polémico #MeToo que, si bien ha sido un movimiento importante de denuncia —sin generalizar todos los casos—, también tiene sus bemoles, porque no sólo exhibe la cobardía de muchos hombres machistas frente a sus víctimas sino también la cobardía de algunas mujeres adultas que, escondidas en el anonimato, han denunciado mucho tiempo después los abusos de hombres con poder, habiendo sucumbido también ellas a ese juego de poder para obtener ciertos beneficios. No niego la relevancia y la oportunidad para prevenirnos entre nosotras de nombres que se repiten tantísimas veces y que son por todos conocidos como acosadores, ni tampoco la legitimidad de muchas denuncias del #MeToo. Sin embargo, tampoco niego la urgencia de dar un salto fuera del anonimato (de ir considerando los medios jurídicos para hacerlo) y de la actitud pasiva frente al acoso que, como escribiría Svenja Flasspöhler, es una situación en la cual casi siempre puedo defenderme: “puedo contraatacar o incluso manifestar de una manera encantadora, que no tengo interés. Puedo negarme a que una entrevista de trabajo tenga lugar en la habitación de un hotel. Y también puedo pararle los pies a un hombre si no me pliego a su voluntad. En resumen, puedo resistirme al deseo masculino de acostarse conmigo, sin el peligro de sufrir violencia física”.
Concuerdo con Svenja Flasspöhler en que, a cierta edad, podemos salvarnos de volvernos víctimas, y sí podemos decir que “no” a un superior masculino, al menos siendo lo suficientemente adultas, aunque también podemos y tenemos la libertad de decir que “sí”, sin después confundir moneda de cambio —o capital sexual que da como resultado privilegios inmediatos y quizá no tan merecidos— con abuso sexual.
Viene a mi cabeza una caricatura maravillosa de lo impreciso que a veces resulta el #MeToo mexicano, cuando buscaba en las decenas de tuits, aunque fuera una referencia tímida, de uno de los tipos más deleznables que he conocido en mi vida, a quien, a pesar de mi inexperiencia, de sus mensajes, llamadas y amenazas, me atreví a decirle “no me acuesto contigo” pase lo que pase (y sí pasaron cosas malas). Ese tipo conocido, también por su mala fama, por tantas y tantos, amante de usar al alcohol como un afrodisíaco para la juventud “inexperta”, para sellar su “amor” con sus fieles colegialas una y otra vez hasta el cansancio, vetado previamente en otras instituciones y escandaloso hasta la ignominia, no fue mencionado en un solo tuit del #MeToo. ¿Por qué? Porque sigue siendo muy poderoso, porque ha posicionado bien a algunas de quienes ha “abusado”, porque de sus dictámenes dependen buenas becas y posiciones. En ese momento… rodó la última cabeza del feminismo.
Escribe Svenja Flasspöhler: “la resistencia no es fácil cuando una mujer depende de la aprobación o el favor de un hombre. Puede que, con una resistencia decidida, eche a perder unas buenas relaciones, o incluso ponga en peligro su trabajo. Pero —y este es un punto que las feministas de hashtag pasan por alto— nunca ha sido fácil no ya lograr la autodeterminación sino además ejercerla y vivirla en la vida real”.
ÁSS