Por: Adriana Romero-Nieto
Para algunos nos hacemos demasiado las víctimas, para otros no cogemos como deberíamos, o somos demasiado perras o demasiado enamoradas y tiernas, pase lo que pase no entendimos nada, demasiado porno o no bastante sensuales.
Teoría King Kong, Virginie Despentes
Pobres mujeres que no saben qué hacer con sus propios cuerpos. Habrá que decirles que la maternidad es un milagro, el estado de plenitud por excelencia y, por ende, el aborto un atentado a la vida; que su sexualidad es peligrosa porque no les pertenece y está subordinada al placer de un otro; que sus faldas, tacones y maquillaje son meros instrumentos de seducción y no de amor propio; que hay que mantener una figura deseable y cultivar la belleza porque a las feas y dejadas nadie se las coge; que la femineidad es sinónimo de dulzura, servilismo y autocensura; que abrazar su virilidad las hace menos atractivas e incluso hace temblar a los propios hombres; que las lesbianas por fuerza son machorras y, en consecuencia, un poco menos “mujer”; que si las abandonan, con hijos o sin hijos, es porque no lo supieron satisfacer o porque no cumplieron los deberes de una “buena esposa” ni una “buena mujer”; que si las violan es porque ellas se lo buscaron y que más vale no quejarse porque tal vez hasta les gustó; que si las secuestran es por andar solas por las calles, en las noches, Dios sabe haciendo qué; que si las matan es porque se puede, porque son inferiores y no son víctimas sino provocación. Pero lo más, más importante: habrá que explicarles qué es ser mujer.
- Te recomendamos Una liberación íntima en Asunción Laberinto
Y es que ahora nos dicen que las mujeres ya no se comportan como tales, y que la culpa la tiene su propia emancipación. Que fue culpa de ésa, la llamada Simone de Beauvoir, o que fueron esos movimientos feministas de los sesenta, de esa Segunda Ola con La mística de la feminidad de Betty Friedan —aunque ya que estamos en éstas, también habrá que condenar a las sufragistas y a la Declaración de Seneca Falls—, que fueron la revolución sexual, la píldora anticonceptiva, el cambio de la noción tradicional de la mujer entregada al matrimonio y al hogar y la lucha por los derechos reproductivos, que todo se fue por la borda.
Por eso ahora las mujeres se observan la vagina frente al espejo, se masturban, se acuestan con más de uno: con dos, con tres o con cien, se embarazan cuando quieren —y si no quieren, no—. El feminismo, que las ha descolocado del rol social y espacio doméstico que, “por obligación”, les corresponde: el de planchar, cocinar y cuidar al marido y a los hijos, las integró al espacio político y económico, donde ahora son copartícipes y tomadoras de decisiones; pero también las ha descolocado de su relación con su propio cuerpo: han adquirido conciencia de él. Sin embargo, en este proceso de concientización, lo que el feminismo no ha logrado es desmarcarlas de las constricciones del mismo.
Como apunta Judith Butler en su famoso El género en disputa, “las mismas estructuras de poder mediante las cuales se pretende la emancipación crean y limitan la categoría de ‘las mujeres’, sujeto del feminismo”. En este sentido, ese sistema político que define y reproduce la noción de “mujer”, y a partir de la cual nosotras nos identificamos como grupo —muchas veces minoritario, y no por un asunto cuantitativo sino de inequidad de género—, nos otorga prerrogativas y obligaciones, pero, sobre todo, nos limita.
Pensemos simplemente en la antigua Grecia, en donde un “ciudadano” se definía como un “hombre libre”, al que se le otorgaban beneficios políticos, jurídicos, religiosos y sociales, así como exigencias fiscales y deberes militares. Y, en esta definición, como todos sabemos, se excluía a los esclavos y a las mujeres.
De forma equiparable, en la actualidad la ley se ha encargado de precisar quién es quién según su género, pues éste es “el significado social que se otorga al hecho de ser mujer u hombre y que define las fronteras de lo que pueden y deben hacer la una y el otro”, como especifica actualmente la Unesco. Y, justamente, en esta definición genérica la estructura política y social ha especificado los roles, expectativas y derechos de la mujer, eliminando o reduciendo los últimos a aquellas que no cumplen los dos primeros. En pocas palabras, aquellas mujeres que no se rigen de acuerdo a la norma de su género suelen ser relegadas, castigadas y hasta asesinadas y, en muchas ocasiones, en el marco de la ley.
Tal vez uno de los ejemplos históricos más axiomáticos sean los juicios de Salem del siglo XVII, en donde el fanatismo religioso mezclado con la regla social de que las mujeres estaban ahí para servir a sus esposos llevó a un grupo de puritanos a acusar a tres mujeres de brujería: Tituba, una esclava negra; Sarah Good, una pordiosera, y Sarah Osburn, una mujer a quien se le achacaba el amorío con un mozo forastero —había decidido sobre su propio cuerpo y deseo—; y, tomando nuevamente un ejemplo por demás conocido, esta forma de escarmiento social y físico es el que también sufren algunas mujeres en el mundo islámico radical: la ya muchas veces apuntada ablación femenina, la extirpación del clítoris, órgano dedicado exclusivamente al placer.
Pero el problema esencial reside en que la identidad “mujer” está meramente anclada al cuerpo. Como si los genitales que se poseen al nacer fueran el elemento definitorio para el rol social a seguir. Y cuando el espacio corporal es el único condicionante de lo que se “es”, se establece una reglamentación a veces tácita y otras explícita que indica a las mujeres qué deben hacer o no con su propio cuerpo. La serpiente que se muerde la cola: “tienes vagina, por lo tanto, eres mujer”, y “por ser mujer yo te diré qué hacer con tu propia vagina”. Y a partir de ese control del cuerpo femenino se generan subidentidades o roles sociales asociados al uso que cada mujer le dé al cuerpo mismo: si se tienen hijos, se es madre; si los genitales no están sexualmente desarrollados, se es niña; si una mujer nunca ha sido penetrada, es virgen; si se vive de la compra-venta de sexo, se es prostituta. Y es precisamente ese último rol, el de aquella que hace de su cuerpo su medio de subsistencia, el que suele ser el más estigmatizado.
De ahí que la palabra prostituta, o su coloquial diminutivo puta (que proviene, curiosamente, del masculino putto: las figuras ornamentales con niños desnudos y alados, mejor conocidos como erotes) esté marcada con el hierro candente de la P, al igual que la A de Hester Prynne en la novela de Nathaniel Hawthorne, y se convierta en un sustantivo indeseable con el que pocas mujeres se quieran identificar o ser asociadas. El referente al que alude el significante sigue conservando una carga simbólica.
Es de notar que en el Tesoro de la lengua castellana o española de Sebastián Covarrubias, primer diccionario monolingüe del castellano de 1611, puta signifique: “la ramera o ruin mujer. Casi podrida que siempre está caliente y con mal olor”.
Pero si en algo Covarrubias sigue teniendo razón cuatro siglos después es en que sí, la palabra puta tiene mal olor. Sinónimos como "ramera", "golfa", "loba", "perra", “zorra”, “una cualquiera”, “mujer de la calle”, “dama de la noche”, “mujer de la vida alegre”, “mujer de cascos ligeros”, entre muchos más, no son sino eufemismos que también señalan a aquella mujer que cuando pone en el centro su sexualidad —voluntaria o involuntariamente— incomoda y, por ende, queda al margen; se convierte en una apestada social.
A las prostitutas se les compadece o se les repudia, pero nunca se les ve como un igual: “La venta de servicios sexuales ofende, irrita o escandaliza de una manera diferente que la situación de otras mujeres que venden su fuerza de trabajo, en ocasiones en condiciones deleznables, como las obreras de la maquila, las empleadas domésticas”, dice Marta Lamas. Hay una profunda hipocresía, la prostitución provoca desazón no porque siempre sitúe a las mujeres en una posición de autonomía muchas de ellas eligen el comercio sexual desde la precariedad económica, sino porque descoloca la sexualidad masculina: al igual que la misma prostituta, ésta pasa del centro a los márgenes. Por ello puta se emplea para referirse tanto a las trabajadoras sexuales como a una mujer casada que tiene un amante: se trata de denigrar exclusivamente a la mujer que en su ejercicio de sexualidad cotidiano no entra dentro del canon de la mujer monógama dedicada a un solo hombre. Porque desde una masculinidad frágil, el hombre que se aferra con uñas y dientes a su rol de conquistador y seductor ya no sabe dónde ubicarse ante la mujer experimentada sexualmente.
Como decía, el feminismo anglosajón y el francés con el movimiento de liberación de las mujeres de los sesenta, cuyo estandarte era la liberación sexual, buscaron una reivindicación y recuperación del cuerpo femenino. Gracias a estas activistas sociales a las mujeres se “les permitió” usar minifaldas, abrir una cuenta bancaria y, sobre todo, las piernas sin el permiso del padre ni del marido. El recato y la castidad dejaron de ser ideales de mujer. Pero, incluso así, después de esas luchas y esas encomiadas conquistas, el uso de la palabra “puta” permanece en el vocabulario actual como una forma de insulto o reprobación hacia la mujer liberada. Y con él, persiste una culpa subyacente que convive con la emancipación y la rebeldía manifiestas de cada mujer que decide vivir su sexualidad y explorar su placer. Despentes afirma en su Teoría King Kong: “la explosión del look de perra adoptada por muchas chicas […]. En realidad, es una forma de disculparse, de tranquilizar a los hombres: ‘mira lo buena que estoy: a pesar de mi autonomía, mi cultura, mi inteligencia, sigo aspirando solo a gustarte’ ”. Las mujeres liberadas están en esta contradicción constante: desean vivir su sexualidad en plenitud y sin explicaciones, pero temen, con ello, convertirse en una mujer-objeto, que es finalmente una subidentidad de la puta: la mujer como deseable no deseante; es decir, finalmente la mujer que se obtiene, que se usa.
Ante este panorama pareciera que las alternativas para el cuerpo femenino son reducidas y que está condenado a la cosificación sexual. Pero la revolución feminista no será hasta que, por contradictorio que parezca, la mujer deje de intentar colocarse en el centro y se asuma, sin lástima ni indignación, en los márgenes. La lucha debe partir de la periferia porque en la medida en que la mujer se descoloque ante los espacios jurídicos, sociales y políticos ya establecidos —por los propios hombres—, y que ahora la definen y limitan, podrá recolocarse en un nuevo espacio en sus propios términos. Por ello, una vía de salida de este intríngulis está en la propia figura de la prostituta: desde la reivindicación del trabajo sexual como una labor legítima para terminar con la violencia institucional y social que existe: “hay algo que las trabajadoras sexuales politizadas sí han conseguido: su derecho a elegir y así, de sentirse putas, pasan a asumirse como trabajadoras”, como afirma Lamas en Cuerpo, sexo y política; hasta, más importante aún, la transformación de las narrativas de la sexualidad femenina: dejar atrás una visión reductora y moralista de lo que es la sexualidad para asumirse como una verdadera puta.
Al reclamar como propia la palabra “prostituta” se deja atrás el rol de víctima y de objeto y se altera —desde los bordes pero hasta el centro— el sistema en el que se inscribe. Plantarse orgullosa ante el mundo con la letra A inscrita en el pecho, hablar desde el lugar de mujer sexual, de aquella que goza y que no busca explicarse ni disculparse.
El feminismo debe ser entonces el elemento subversivo que logre resolver cómo asumir el cuerpo femenino sin culpas, sin afán de buscar tranquilizar a los hombres; desde un sexo que, de cierta forma, le pertenezca solo a las mujeres. Porque mujer se escribe con p de puta.
ASS